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Orlando furioso

E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
176 Seiten
Spanisch
Siruelaerschienen am05.03.20141. Auflage
Italo Calvino declaró que Ariosto era su poeta, algo que la lectura de gran parte de su obra demuestra sin necesidad de más pruebas. Por ello, este libro es el resultado de un encuentro al que el autor ya nos tiene acostumbrados. Calvino no pretende reemplazar a Ariosto, sino contarnos, mediante su prosa, con entusiasmo y sin prisas, las vicisitudes de ninfas, paladines, guerreras y magos que pueblan tanto el poema de Ariosto como, por una milagrosa metamorfosis literaria, novelas como El barón rampante, El caballero inexistente o Las ciudades invisibles. Y cuando la narración de Calvino llega a puerto, como él mismo dice de Ariosto, «el poema sale de sí mismo, se define por medio de sus destinatarios; y a su vez es el poema mismo que sirve como definición o emblema de la sociedad de sus lectores presentes y futuros, de la totalidad de personas que participaron en su juego y que en él se reconocerán».

Italo Calvino nació en 1923 en Santiago de las Vegas (Cuba). A los dos años la familia regresó a Italia para instalarse en San Remo (Liguria). Publicó su primera novela animado por Cesare Pavese, quien le introdujo en la prestigiosa editorial Einaudi. Allí desempeñaría una importante labor como editor. De 1967 a 1980 vivió en París. Murió en 1985 en Siena, cerca de su casa de vacaciones, mientras escribía Seis propuestas para el próximo milenio. Con la lúcida mirada que le convirtió en uno de los escritores más destacados del siglo XX, Calvino indaga en el presente a través de sus propias experiencias en la Resistencia, en la posguerra o desde una observación incisiva del mundo contemporáneo; trata el pasado como una genealogía fabulada del hombre actual y convierte en espacios narrativos la literatura, la ciencia y la utopía.
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Verfügbare Formate
TaschenbuchKartoniert, Paperback
EUR27,18
E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
EUR9,99

Produkt

KlappentextItalo Calvino declaró que Ariosto era su poeta, algo que la lectura de gran parte de su obra demuestra sin necesidad de más pruebas. Por ello, este libro es el resultado de un encuentro al que el autor ya nos tiene acostumbrados. Calvino no pretende reemplazar a Ariosto, sino contarnos, mediante su prosa, con entusiasmo y sin prisas, las vicisitudes de ninfas, paladines, guerreras y magos que pueblan tanto el poema de Ariosto como, por una milagrosa metamorfosis literaria, novelas como El barón rampante, El caballero inexistente o Las ciudades invisibles. Y cuando la narración de Calvino llega a puerto, como él mismo dice de Ariosto, «el poema sale de sí mismo, se define por medio de sus destinatarios; y a su vez es el poema mismo que sirve como definición o emblema de la sociedad de sus lectores presentes y futuros, de la totalidad de personas que participaron en su juego y que en él se reconocerán».

Italo Calvino nació en 1923 en Santiago de las Vegas (Cuba). A los dos años la familia regresó a Italia para instalarse en San Remo (Liguria). Publicó su primera novela animado por Cesare Pavese, quien le introdujo en la prestigiosa editorial Einaudi. Allí desempeñaría una importante labor como editor. De 1967 a 1980 vivió en París. Murió en 1985 en Siena, cerca de su casa de vacaciones, mientras escribía Seis propuestas para el próximo milenio. Con la lúcida mirada que le convirtió en uno de los escritores más destacados del siglo XX, Calvino indaga en el presente a través de sus propias experiencias en la Resistencia, en la posguerra o desde una observación incisiva del mundo contemporáneo; trata el pasado como una genealogía fabulada del hombre actual y convierte en espacios narrativos la literatura, la ciencia y la utopía.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788416120093
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisDRM Adobe
FormatE101
Verlag
Erscheinungsjahr2014
Erscheinungsdatum05.03.2014
Auflage1. Auflage
Reihen-Nr.32
Seiten176 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse990 Kbytes
Artikel-Nr.2975000
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe

Angélica perseguida

Al principio, hay solo una muchacha que huye por un bosque montada en su palafrén. Saber quién es importa hasta cierto punto; protagonista de un poema que ha quedado inconcluso, corre para entrar en un poema que acaba de empezar. Los más enterados de nosotros pueden explicar que se trata de Angélica, princesa del Catay, que llega con todos sus hechizos para enamorar a los paladines de Carlomagno, rey de Francia, y darles celos y distraerlos así de la guerra contra los moros de África y España. Pero en lugar de recordar todos estos antecedentes, conviene internarse en ese bosque donde la guerra que arrecia por tierras de Francia solo deja oír esporádicos ruidos de cascos o de armas de caballeros aislados que aparecen o desaparecen.

Alrededor de Angélica fugitiva, un torbellino de guerreros que, cegados por el deseo, olvidan los sacrosantos deberes de la caballería y, por exceso de precipitación, giran en el vacío. La primera impresión que dan estos caballeros es que no saben qué quieren: por momentos se persiguen, por momentos se trenzan en duelo, por momentos retroceden, y están siempre cambiando de idea.

Tomemos a Ferraú: lo encontramos mientras trata de pescar el yelmo que se le ha caído en un río: de pronto pasa por allí Angélica, de quien está enamorado, seguida por Rinaldo; Ferraú interrumpe su búsqueda y se bate con Rinaldo; en pleno duelo, Rinaldo propone al adversario aplazar la disputa y perseguir juntos a la fugitiva; Ferraú, reconciliado y de acuerdo con su rival, deja de combatir y se lanza en pos de Angélica; perdido en el bosque, vuelve a encontrarse a orillas del río donde se le había caído el yelmo; interrumpe la búsqueda de Angélica y vuelve a buscar el yelmo; del río sale el fantasma de un guerrero por él muerto que reivindica el yelmo como suyo y exhorta a Ferraú a que, si de veras quiere lucirse con una cimera excelsa, conquiste en batalla el yelmo de Orlando; con lo que Ferraú abandona río, yelmo, fantasma y fugitiva y se lanza en busca de Orlando.

¿Y Angélica? Galopa todo un día, una noche y una mañana. Llega a un sotillo entre dos arroyos. Desmonta, busca el lecho vegetal más blando para acostarse. (35-37)

Esa luz y esa noche, y medio día

Del que sigue, sin norte anduvo errante,

Hasta que hallose, en fin, en una umbría

Que el aura refrescaba susurrante;

De un río brazos, que en redor tenía,

Mantienen hierba allí tierna y pujante,

Dando a la vez encantos al oído

De su curso, entre guijas, el sonido.

Y creyéndose entonces no seguida,

Mas de Rinaldo a leguas mil segura,

Allí resuelve reposar, vencida

Ya del calor y de la marcha dura.

Se apea entre las flores, y sin brida

Suelta su palafrén a la pastura:

El cual va errando por la verde orilla,

Que le ofrece su fresca hierbecilla.

Ella lindo boscaje ve no lejos

De alto jazmín y de encendida rosa;

Que, de la linfa pura en los espejos,

Mirando están su lozanía hermosa.

Allí, libre del sol y sus reflejos,

En la quietud de calma silenciosa,

Guarida tal se labra de hoja y rama,

Que al sosiego dulcísimo reclama.

Escondida en una mata de rosas, duerme, y suspira. Es decir, sueña que suspira, y al suspirar, se despierta. Es decir, oye, ya despierta, un suspiro que no es el suyo. Es decir que, mientras dormía, alguien suspiraba, allí cerca.

Angélica escudriña entre los arbustos y ve a un guerrero enorme, de largos bigotes caídos, perfectamente armado, que yace tendido como ella del otro lado de la mata y que, con la mejilla apoyada en una mano, se lamenta y murmura frases sin sentido: la virgencita... la rosa... De rosas habla, este pedazo de soldado: huele una rosa que acaba de abrirse, y dice que sería una lástima cogerla, que una vez separada del tallo pierde todo valor; desdichado de él, es lo que siempre le pasa; las rosas las cortan siempre los demás; pero ¿será de veras cierto que la rosa cogida pierde su valor? ¿Por qué él entonces no logra olvidarla? (42-44)

»La virgencilla es símil de la rosa

Que, en el jardín, so la nativa espina,

Mientras aislada y cándida reposa,

Rebaño ni pastor se le avecina,

Húmida aurora, y aura deliciosa,

La tierra, el cielo todo a ella se inclina;

Y el pecho ansían adornar con ella

El mancebo gentil, la dama bella.

»Mas no tan pronto del materno suelo

Es arrancado y roto el tallo leve,

Cuando todo favor de tierra y cielo

Pierde, y su aroma y su belleza en breve.

La virgen que la flor que, con más celo

Que a su hermosura y vida, guardar debe

A otro deja coger, de cien amantes

Pierde el amor que le rendían antes.

»De otros sea en desprecio; mas amada

De quien le dio de afectos larga copia.

¡Oh fortuna cruel, fortuna airada,

Ellos vencen, y yo muero en la inopia!

Mas ¿podrá de mi alma ser lanzada?

¿Podré yo echar de mí mi vida propia?

¡Sea, pues, esta ya mi hora postrera:

Si no lo debo amar, mil veces muera...!

En ese momento Angélica lo reconoce: es otro de sus galanes, Sacripante, rey de Circasia, y toda esta historia de rosas se refiere a ella. Sacripante sigue enamorado de la bella Angélica, pero está convencido de que mientras él cumplía una misión militar en oriente, Orlando la hacía suya.

Angélica considera la situación; sola en medio de insidias de todo tipo, necesita de alguien que la acompañe y la proteja; cuando su escudo era la adamantina virtud de Orlando había conseguido que este no la rozara ni con un dedo; ahora propondrá a Sacripante que la sirva como paladín igualmente casto. (56)

Y acaso era verdad; mas no creíble

A quien de sus sentidos dueño fuere:

Mas pareciole a él cosa posible,

Que entre errores más graves vive y muere.

Lo que ve el hombre, amor le hace invisible,

Y lo invisible ve, si amor lo quiere.

Esto en fin fue creído, que nos place

Crédito dar a lo que bien nos hace.

Este asunto de la castidad de Angélica quizás fuera cierto; para quien no estuviese perdidamente enamorado, era desde luego poco creíble. De todos modos no es este el nudo de la cuestión: rosas o no rosas, el encuentro de Angélica y Sacripante es el de dos personas que calculan fríamente sus propias jugadas; ella quiere servirse de él y por eso lo embauca; él quiere aprovechar de inmediato su situación ventajosa. En realidad Sacripante no tiene ninguna intención de seguir el ejemplo de Orlando y dejar escapar la ocasión. -Coger sabré la matutina rosa... -y vuelve el soldadón a delirar sobre las rosas, que es lo que hace cada vez que lo arrebatan pensamientos totalmente distintos. (58)

»Coger sabré la matutina rosa,

Que, con tardar, perder sazón podría.

Sé que a dama no puede hacerse cosa

Más dulce y suave, y de mayor valía.

Aunque esquiva se muestre y desdeñosa,

Y aparente que llora y se desvía,

No por repulsa ni desdén mostrado,

Mi anhelo dejaré de ver colmado.

Pero en el momento álgido, cuando ya cree que tiene a Angélica en sus manos, lo interrumpe la aparición de un caballero vestido de blanco. Combaten; el caballo de Sacripante cae muerto; el adversario desconocido, satisfecho con esa victoria, huye al galope.

Sacripante se enterará, con gran vergüenza, de que ha sido desarzonado no por un guerrero sino por una guerrera. La amazona del blanco penacho no era otra que la invencible Bradamante.

La salvación de Angélica depende realmente de intervenciones imprevistas: con tantos paladines que pretenden protegerla, ¿quién aparece para librarla de insidias? Otra mujer. Y en medio de este alocado carrusel, ¿quién es el único que actúa sensatamente, con un plan meditado? Un caballo.

Un súbito fragor recorre el bosque: hace su entrada un personaje engalanado con suntuosos ornamentos; tal es el ímpetu de su carrera que a su paso se desploman árboles y piedras. Angélica siente un alivio inmediato: ¡por fin una figura familiar y amiga! -¡Lo conozco! -exclama-, ¡es Baiardo! -Efectivamente, era el fortísimo caballo de Rinaldo que, escapado de manos de su dueño, galopaba a rienda suelta por el bosque. Sacripante trata de atraparlo por el freno, pero Baiardo empieza a disparar coces que harían añicos un monte de metal. (72-74)

No dos millas corrieran de esa suerte,

Cuando la selva, que los ciñe en torno,

Suena y anuncia con tronido fuerte

De las ramas y troncos el trastorno;

Y un gran corcel después venir se advierte,

Con áureo paramento y rico adorno,

Que arroyos, matas y árboles saltando,

Lo que no rompe y troncha va arrastrando.

«Si el ramaje intrincado y la neblina

(Dijo la dama) verlo no me impide,

Baiardo es el corcel que se avecina

Y con tanto fragor la selva mide.

Lo conozco; es Baiardo; y pues domina

La actual necesidad que así lo pide,

Que un caballo a los dos mal nos conviene,

En soberbia ocasión este nos viene.»

Se apea Sacripante, y ya se apresta

A tomar del corcel seguro el freno,

Cuando aquel con la grupa le contesta,

Veloz girando en el menor terreno.

Mas no alcanza do el callo el golpe asesta:
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