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El negro artificial y otros escritos

E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
330 Seiten
Spanisch
Ediciones Encuentroerschienen am19.02.2020
La presente antología recoge ocho cuentos representativos y algunos ensayos breves escritos por Flannery O'Connor en 'Andalusia', la finca familiar en la que vivió sus últimos años mientras avanzaba su enfermedad degenerativa. Son historias que escuecen y sacuden las entrañas de quien las lee, en las que, con gran osadía, la escritora pone en el centro del relato acontecimientos y personajes inverosímiles: un preso fugado que asesina a toda una familia para averiguar si la vida vale la pena; una granjera que, delante de una pocilga llena de cerdos, ve el final de los tiempos; un niño maltratado que pone su esperanza en las promesas de un predicador loco; un pobre diablo que hace descansar su identidad en el tatuaje que se hace en la espalda, o un nieto y su abuelo que se reconcilian ante la visión de la estatuilla rota y maltrecha de un negro artificial. Con ellas, la O'Connor quiere 'abrir los oídos de los sordos y los ojos de los ciegos', proponiendo un giro tan radical que conlleve la recuperación de una mirada que, tal vez, se puede haber perdido viendo, y de una escucha que, quizá, se puede haber perdido oyendo.

Flannery O'Connor (1925-1964) nació en el seno de una familia católica en Savannah, Georgia, en el denominado 'cinturón bíblico', de mayoría protestante, entorno en el que vivió casi toda su vida. Con dieciséis años perdió a su padre de lupus erithematosus, la misma enfermedad degenerativa que ella padeció de adulta. Estudió en el Georgia State College, donde comenzó a pintar y escribir sus primeros relatos. En 1946 se matriculó en un programa de escritura creativa en la Universidad de Iowa. En 1947 consiguió un Master of Fine Arts con una serie de relatos, entre ellos 'El geranio'. Tras una agitada estancia en Nueva York, se trasladó a Connecticut con sus amigos Robert y Sally Fitzgerald, donde escribió su primera novela, Wise Blood. En 1950, al aparecer los primeros síntomas de su enfermedad, se instaló en una antigua finca agrícola de la familia con su madre, donde transcurrirá el resto de su vida, a excepción de algunas estancias en el hospital y un viaje a Europa en 1958, con escala en Lourdes, de donde volvió con una patente mejoría. En la casa familiar, llamada 'Andalusia', tuvo una dedicación casi exclusiva a la literatura, escribiendo numerosos relatos cortos y la novela The Violent Bear it Away. Encuentro ha publicados tres libros con varios de sus relatos más significativos y algunos ensayos, además de su Diario de oración (2018).
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Verfügbare Formate
TaschenbuchKartoniert, Paperback
EUR34,26
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Produkt

KlappentextLa presente antología recoge ocho cuentos representativos y algunos ensayos breves escritos por Flannery O'Connor en 'Andalusia', la finca familiar en la que vivió sus últimos años mientras avanzaba su enfermedad degenerativa. Son historias que escuecen y sacuden las entrañas de quien las lee, en las que, con gran osadía, la escritora pone en el centro del relato acontecimientos y personajes inverosímiles: un preso fugado que asesina a toda una familia para averiguar si la vida vale la pena; una granjera que, delante de una pocilga llena de cerdos, ve el final de los tiempos; un niño maltratado que pone su esperanza en las promesas de un predicador loco; un pobre diablo que hace descansar su identidad en el tatuaje que se hace en la espalda, o un nieto y su abuelo que se reconcilian ante la visión de la estatuilla rota y maltrecha de un negro artificial. Con ellas, la O'Connor quiere 'abrir los oídos de los sordos y los ojos de los ciegos', proponiendo un giro tan radical que conlleve la recuperación de una mirada que, tal vez, se puede haber perdido viendo, y de una escucha que, quizá, se puede haber perdido oyendo.

Flannery O'Connor (1925-1964) nació en el seno de una familia católica en Savannah, Georgia, en el denominado 'cinturón bíblico', de mayoría protestante, entorno en el que vivió casi toda su vida. Con dieciséis años perdió a su padre de lupus erithematosus, la misma enfermedad degenerativa que ella padeció de adulta. Estudió en el Georgia State College, donde comenzó a pintar y escribir sus primeros relatos. En 1946 se matriculó en un programa de escritura creativa en la Universidad de Iowa. En 1947 consiguió un Master of Fine Arts con una serie de relatos, entre ellos 'El geranio'. Tras una agitada estancia en Nueva York, se trasladó a Connecticut con sus amigos Robert y Sally Fitzgerald, donde escribió su primera novela, Wise Blood. En 1950, al aparecer los primeros síntomas de su enfermedad, se instaló en una antigua finca agrícola de la familia con su madre, donde transcurrirá el resto de su vida, a excepción de algunas estancias en el hospital y un viaje a Europa en 1958, con escala en Lourdes, de donde volvió con una patente mejoría. En la casa familiar, llamada 'Andalusia', tuvo una dedicación casi exclusiva a la literatura, escribiendo numerosos relatos cortos y la novela The Violent Bear it Away. Encuentro ha publicados tres libros con varios de sus relatos más significativos y algunos ensayos, además de su Diario de oración (2018).
Details
Weitere ISBN/GTIN9788490557815
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisDRM Adobe
FormatE101
Erscheinungsjahr2020
Erscheinungsdatum19.02.2020
Reihen-Nr.18
Seiten330 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse2605 Kbytes
Artikel-Nr.5518014
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe


El río

El niño estaba triste y lánguido en medio de la oscura sala de estar, mientras su padre le ponía un abrigo de cuadros escoceses. Aunque todavía no había sacado la mano derecha por la manga, su padre le abrochó el abrigo y le empujó hacia una pálida mano con pecas que lo esperaba en la puerta medio abierta.

-No está bien arreglado -dijo en voz alta alguien en el vestíbulo.

-Bueno, entonces, por el amor de Dios, arréglelo -dijo el padre-. Son las seis de la mañana.

Estaba en albornoz y descalzo. Cuando llevó al niño a la puerta e intentó cerrarla, un esqueleto pecoso con un abrigo largo verde y un sombrero de fieltro le dijo:

-¿Y el billete del niño y el mío? Tendremos que coger el tranvía dos veces -dijo ella.

Él fue otra vez al dormitorio a coger dinero y, cuando volvió, el chico y ella estaban en mitad de la habitación. Ella estaba mirándolo todo.

-Si tuviera que venir alguna vez a quedarme contigo, no soportaría el olor de esas colillas mucho rato -dijo sacudiendo el abrigo del chico.

-Aquí tiene el dinero -dijo el padre.

Se dirigió hacia la puerta, la abrió del todo y se quedó allí esperando.

Después de contar el dinero, se lo metió en algún sitio del abrigo y se acercó a una acuarela que estaba colgada cerca del gramófono.

-Sé la hora que es -dijo ella mirando las líneas negras que cruzaban manchas de colores violentos-. Tengo que saberlo. Mi turno empieza a las diez de la noche y no acaba hasta las cinco de la mañana y tardo una hora en venir en el tranvía hasta la calle Vine.

-Oh, ya veo -dijo él-. Bueno, lo esperamos de vuelta esta noche, ¿sobre las ocho o las nueve?

-Quizás más tarde -dijo ella-. Vamos a ir al río a una curación. Este predicador no viene por aquí a menudo. Yo no hubiera pagado por esto -dijo señalando con la cabeza el cuadro-. Yo misma podría haberlo pintado.

-De acuerdo, señora Connin. La veremos luego -dijo dando unos golpecitos en la puerta.

Una voz apagada dijo desde el dormitorio:

-Tráeme una bolsa de hielo.

-¡Qué pena que la mamá esté enferma! -dijo la señora Connin-. ¿Qué le pasa?

-No lo sabemos -contestó él en voz baja.

-Le pediremos al predicador que rece por ella. Ha curado a mucha gente. El Reverendo Bevel Summers. Quizás ella debiera verlo algún día.

-Tal vez -dijo él-. Hasta esta noche.

Y se metió en el dormitorio y dejó que se marcharan ellos solos.

El niño pequeño la miró en silencio, con la nariz y los ojos húmedos. Tenía cuatro o cinco años. Su cara era alargada, con la barbilla prominente y los ojos, medio cerrados; estaban a gran distancia uno del otro. Parecía mudo y paciente, como una oveja vieja que espera a que la saquen.

-Te gustará este predicador -dijo ella-, el Reverendo Bevel Summers. Tienes que oírlo cantar.

La puerta del dormitorio se abrió de pronto y el padre asomó la cabeza y dijo:

-Adiós, chico. ¡Que te diviertas!

-Adiós -dijo el niño pequeño, y saltó como si le hubieran disparado.

La señora Connin le echó otra mirada a la acuarela. Luego salieron al vestíbulo y llamaron al ascensor.

-Yo misma podría haberlo pintado -dijo ella.

Fuera, la mañana gris estaba bloqueada a ambos lados por los edificios vacíos y oscuros.

-El día va a aclarar más tarde -dijo ella-. Esta es la última vez que podremos tener una predicación en el río este año. Límpiate la nariz, cariño.

El niño empezó a restregarse la nariz con la manga, pero ella lo detuvo.

-Eso no está bien -le dijo-. ¿Dónde tienes el pañuelo?

El chico se metió las manos en los bolsillos y fingió buscarlo mientras que ella esperaba.

-Algunas personas no se preocupan de cómo te mandan a la calle -murmuró a su propia imagen que se reflejaba en el espejo de la ventana de una cafetería.

Se sacó del bolsillo un pañuelo de flores rojas y azules, se inclinó y empezó a limpiarle la nariz.

-Ahora sopla -dijo.

Y el niño sopló.

-Te lo dejo prestado. Guárdatelo en el bolsillo.

El chico lo dobló y lo guardó en su bolsillo cuidadosamente. Caminaron hasta la esquina y se apoyaron en la pared de una farmacia para esperar el tranvía. La señora Connin se subió el cuello del abrigo, de manera que rozaba con la parte de atrás de su sombrero. Sus párpados empezaron a bajar y parecía que se podía quedar dormida contra la pared. El niño pequeño le apretó un poco la mano.

-¿Cómo te llamas? -preguntó ella con voz soñolienta-. Solo sé tu apellido. Tenía que haber preguntado cómo te llamas.

El chico se llamaba Harry Ashfield y nunca antes se le había ocurrido cambiarse el nombre.

-Bevel -dijo.

La señora Connin se separó de la pared.

-¡Qué coincidencia! -dijo-. ¡Ya te he dicho que así es como se llama también ese predicador!

-Bevel -repitió el chico.

Se quedó mirando al niño como si se hubiera convertido en una maravilla para ella.

-Ya verás cuando te lo presente -dijo-. No es un predicador normal. Es un curandero. Sin embargo, no pudo hacer nada por el señor Connin. El señor Connin no tenía fe, pero dijo que por una vez iba a probar cualquier cosa. Tenía retortijones en la barriga.

El tranvía apareció como un punto amarillo al final de la calle desierta.

-Ahora está en el hospital -dijo ella-. Le han quitado un tercio del estómago. Yo le digo que le tiene que dar gracias a Jesús por lo que le han dejado, pero él dice que no le tiene que dar gracias a nadie. ¡Dios mío! -murmuró ella-. ¡Bevel!

Se acercaron a las vías del tranvía.

-¿Me curará? -preguntó el niño.

-¿Qué te ocurre?

-Tengo hambre.

-¿No has desayunado?

-No tuve tiempo de tener hambre -dijo el chico.

-Bueno, cuando lleguemos a casa nos tomaremos algo los dos -dijo ella-. Yo también tengo hambre.

Se montaron en el tranvía y se sentaron unos pocos asientos detrás del conductor. La señora Connin puso a Bevel sobre sus rodillas.

-Ahora sé un buen chico y déjame dormir un poco. No te muevas de aquí.

Echó la cabeza hacia atrás y, mientras el niño la miraba, fue cerrando gradualmente los ojos y abriendo la boca. Se le veían unos pocos dientes largos y dispersos, algunos de oro y otros más oscuros que su cara; empezó a silbar y a soplar como un esqueleto musical. No había nadie más en el tranvía, solo ellos y el conductor, y, cuando el niño vio que ella estaba dormida, sacó el pañuelo de flores, lo desdobló y lo examinó cuidadosamente. Luego lo volvió a doblar, se desabrochó una cremallera del forro del abrigo y lo escondió allí. Poco después se quedó dormido.

Su casa estaba a unos ochocientos metros de donde los dejaba el tranvía, un poco detrás de la carretera. La casa era de cartón alquitranado, con un porche delante y el tejado de chapa. En el porche había tres niños pequeños de distinta estatura con las mismas caras pecosas y una niña alta, que tenía en el pelo tantos rulos de aluminio, que su cabeza brillaba como el tejado. Los tres niños los siguieron dentro y rodearon a Bevel. Lo miraban en silencio, sin sonreír.

-Este es Bevel -dijo la señora Connin quitándose el abrigo-. Es una casualidad que se llame igual que el predicador. Estos niños son J. C., Spivey y Sinclair, y la chica del porche es Sarah Mildred. Quítate el abrigo y cuélgalo en la perinola de la cama, Bevel.

Los tres chicos lo miraban mientras el niño se desabrochaba el abrigo y se lo quitaba. Observaron cómo lo colgaba en la perinola de la cama y luego se quedaron mirando el abrigo. Dieron la vuelta bruscamente, salieron por la puerta y tuvieron una reunión en el porche.

Bevel echó una mirada a la habitación. Era parte cocina y parte dormitorio. La casa tenía dos habitaciones y dos porches. Cerca de su pie, el rabo de un perro de color claro se movía arriba y abajo entre dos tablas del suelo, mientras se rascaba la espalda con la pared. Bevel saltó sobre él, pero el perro tenía experiencia. Y se retiró antes de que los pies del niño lo pudieran alcanzar.

Las paredes estaban llenas de fotografías y de almanaques. Había dos fotografías redondas de un hombre y una mujer viejos, con las bocas caídas, y otra fotografía de un hombre cuyas cejas eran dos matas de pelo enormes que se juntaban encima del caballete de su nariz; el resto de la cara sobresalía como un acantilado desnudo del que uno podía caerse.

-Ese es el señor Connin -dijo la señora Connin apartándose un momento de la hornilla para mirar su cara con él-. Pero no está muy favorecido.

Bevel se apartó del señor Connin para mirar una fotografía en color que había encima de la cama de un hombre que llevaba puesta una sábana blanca. Tenía el pelo largo y un círculo de oro alrededor de la cabeza. Estaba serrando una tabla mientras algunos niños lo miraban. Iba a preguntar quién era, cuando los tres niños entraron otra vez y le hicieron una señal para que los siguiera. Pensó arrastrarse debajo de la cama y agarrarse a una de las patas, pero los tres niños permanecían allí esperando, pecosos y callados, y un momento después los siguió a cierta distancia fuera, al porche, y luego a los alrededores de la casa. Empezaron a andar por un campo amarillo de...

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Autor

Flannery O'Connor (1925-1964) nació en el seno de una familia católica en Savannah, Georgia, en el denominado "cinturón bíblico", de mayoría protestante, entorno en el que vivió casi toda su vida. Con dieciséis años perdió a su padre de lupus erithematosus, la misma enfermedad degenerativa que ella padeció de adulta.Estudió en el Georgia State College, donde comenzó a pintar y escribir sus primeros relatos. En 1946 se matriculó en un programa de escritura creativa en la Universidad de Iowa. En 1947 consiguió un Master of Fine Arts con una serie de relatos, entre ellos "El geranio". Tras una agitada estancia en Nueva York, se trasladó a Connecticut con sus amigos Robert y Sally Fitzgerald, donde escribió su primera novela, Wise Blood.En 1950, al aparecer los primeros síntomas de su enfermedad, se instaló en una antigua finca agrícola de la familia con su madre, donde transcurrirá el resto de su vida, a excepción de algunas estancias en el hospital y un viaje a Europa en 1958, con escala en Lourdes, de donde volvió con una patente mejoría. En la casa familiar, llamada "Andalusia", tuvo una dedicación casi exclusiva a la literatura, escribiendo numerosos relatos cortos y la novela The Violent Bear it Away.Encuentro ha publicados tres libros con varios de sus relatos más significativos y algunos ensayos, además de su Diario de oración (2018).
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Calero Sánchez, María José
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