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Territorios inhabitables

E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
304 Seiten
Spanisch
Ediciones Oblicuaserschienen am01.03.2023
En una ucrónica urbe decadente, el investigador privado Kilian Álamo regresa a casa una noche de tormenta y descubre que Valeria, la mujer de su vida, ha desaparecido. Devastado, y abocado desde entonces a una infructuosa búsqueda por los lugares más sórdidos de la ciudad, recibe un día la visita de un enigmático neurólogo, quien lo contrata para investigar el robo de un importantísimo material científico. Enseguida, empezará a sospechar que dicho caso oculta una trama mucho más profunda de lo que aparenta. Territorios inhabitables es la insólita aproximación al género noir de ciencia ficción, o new weird, del escritor Alberto Trinidad. Un hermético laberinto de mafias, perversión, intrigas político-militares y amores infinitos construido con su inconfundible voz poética.

Alberto Trinidad es licenciado en Teoría de la Literatura y habita los textos que escribe (novelas, poemas y eventualmente artículos literarios) como alguien que no está nunca ahí, pero a quien se le espera, igual que el rumor de una tormenta querida y lejana. Obviamente, quien le espera es únicamente él, o, en cualquier caso, ella. También habita una terraza, y el mar, cuando simula que terraza y mar no son los textos que escribe. Habla con los gatos. Y habla con las medusas.
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Produkt

KlappentextEn una ucrónica urbe decadente, el investigador privado Kilian Álamo regresa a casa una noche de tormenta y descubre que Valeria, la mujer de su vida, ha desaparecido. Devastado, y abocado desde entonces a una infructuosa búsqueda por los lugares más sórdidos de la ciudad, recibe un día la visita de un enigmático neurólogo, quien lo contrata para investigar el robo de un importantísimo material científico. Enseguida, empezará a sospechar que dicho caso oculta una trama mucho más profunda de lo que aparenta. Territorios inhabitables es la insólita aproximación al género noir de ciencia ficción, o new weird, del escritor Alberto Trinidad. Un hermético laberinto de mafias, perversión, intrigas político-militares y amores infinitos construido con su inconfundible voz poética.

Alberto Trinidad es licenciado en Teoría de la Literatura y habita los textos que escribe (novelas, poemas y eventualmente artículos literarios) como alguien que no está nunca ahí, pero a quien se le espera, igual que el rumor de una tormenta querida y lejana. Obviamente, quien le espera es únicamente él, o, en cualquier caso, ella. También habita una terraza, y el mar, cuando simula que terraza y mar no son los textos que escribe. Habla con los gatos. Y habla con las medusas.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788419246714
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisePub Wasserzeichen
FormatE101
Erscheinungsjahr2023
Erscheinungsdatum01.03.2023
Seiten304 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse1838 Kbytes
Artikel-Nr.11137203
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe


1

Cuando llegué a casa aquel día, ella ya no estaba allí. No me hizo falta buscarla en su despacho, el cuarto de baño o en el desván: nada más entrar, sentí (olí) la ausencia de su cuerpo como el presagio de una ausencia permanente. Rebusqué en sus armarios y cajones y me lo encontré todo tal cual, no faltaba nada, y aun así me inundaba la certeza de que Valeria había desaparecido. No sé explicar de dónde nacía esa seguridad. Llegué a casa, introduje la llave en la cerradura, abrí la puerta, encendí la luz, y sentí su ausencia calándome hasta los huesos como un infernal escalofrío que me sacudiera de arriba abajo.

Inmediatamente me senté en el sofá, con esa calma sonámbula que afecta a quien se encuentra en shock y no atina a encajar su cuerpo en el escenario correspondiente; y la llamé por teléfono. Eran las once de la noche. Valeria acababa las clases ese día a las seis, y cuando se entretenía luego tomando una cerveza con algún compañero, haciendo unas compras o yendo a cualquier parte que hubiera escogido, raramente llegaba a casa pasadas las diez. Pero no se trataba solo de eso, repito: su ausencia me calaba en el tuétano. Como un pájaro de mal agüero vaticinando su desaparición definitiva.

Su móvil estaba apagado. La llamé tres, cuatro veces más y le dejé varios mensajes durante la siguiente hora, sin respuesta alguna. A medianoche salí a la calle y comencé mis pesquisas. Rastreé el barrio, la ciudad entera, pregunté a las personas a quienes sabía debía interrogar en estos casos; y lo mismo hice al día siguiente, a plena luz, en la universidad donde impartía sus clases, en los lugares que solía frecuentar⦠Y al día siguiente, y al otro. Pero nadie tenía ni idea de nada. Ninguna pista, ningún señuelo que me indicara qué podría haberle ocurrido. Denuncié el caso a la policía, pese a la poca o nula confianza que tengo en el Departamento. Si alguien como yo no es capaz de resolver un caso como este, qué van a conseguir esa pandilla de burócratas, patrulleros y meapilas. Aun así, no quise desestimar ninguna opción que me permitiera recuperarlaâ¦

Enseguida me arrepentí. Estuve a punto de partirle la cara a más de uno de esos retrasados al comprobar el desdén con el que me trataban. Leía lo que pensaban en sus ojos, en los desdeñosos gestos estúpidos de sus caras: Otra mujer que abandona a su marido porque no lo aguanta más, porque no sabe satisfacerla como es debido. Leía en sus miradas de hombres de las cavernas lo que me querían transmitir: Si hubieras estado a la altura, si fueras un macho de verdad, no se te habría escapado, marica, a mí eso jamás me pasaría porque yo sé cómo hay que tratar a esas zorras. Eso es lo que me decían los ojos de esos hombres. Pero Valeria no me había abandonado, de eso estaba seguro, a Valeria la habían secuestrado. Alguien se la había llevado en contra de su voluntad. Y comprobar la indolencia con que se tomaban el asunto en la comisaría me sacó de quicio.

Y hasta es posible que sí, que en algún momento, casi sin darme cuenta, se me escapara la mano y le reventara la cara a uno de esos oligofrénicos perdonavidas.

Pasaron las semanas sin novedades. Los días desde su desaparición (incluso los que la precedieron) se me amontonan unos sobre otros sin que logre distinguirlos con claridad. Como un magma de horas, investigaciones, entrevistas y vagabundeos que me ahogaban. Que me ahogan. ¿Cuánto tiempo ha pasado ya? Escudriñé en su ordenador en busca de algún indicio que pudiera ayudarme, cualquier detalle con el que abrir una vía de investigación. El nombre de algún contacto desconocido por mí, alguna dirección de algún lugar al que hubiera podido ir sin que yo lo supiera, en donde pudiera haber entablado amistad con alguien⦠peligroso.

Pienso en la lluvia. Aquel día fatídico llovía a cantaros. Una lluvia agresiva, de esa que arremete contra uno a bandazos, en cualquier dirección, y contra la cual es imposible protegerse. El paraguas que llevaba encima acabó roto, en equilibrio sobre una papelera rebosante, como una marioneta descoyuntada que ya no atiende las órdenes de ningún titiritero⦠Pienso en la lluvia, en toneladas de agua cayendo de un cielo opaco durante horas enteras, y ahora mismo no puedo dejar de relacionar esa imagen con la desaparición de Valeria. Como si una cosa fuera consecuencia de la otra, o su punto de inicio.

Visité a sus amigos y a sus compañeros de la facultad, incluso tragué bilis y llamé al imbécil de su hermano, tan arrogante como siempre; ninguno de ellos me ofreció ninguna información útil. Sin embargo, lo que llamó más mi atención en estas últimas entrevistas no fue tanto esa carencia de datos como la indiferencia con la que todo el mundo parecía tomarse su ausencia. Su hermano incluso se reía, el subnormal de su hermano se rio cuando le expliqué que Valeria había desaparecido: «Como si no estuviera acostumbrado a sus locuras», me dijo. Y carcajeó, con ese tono de suficiencia que gasta, de ajustarse los gemelos y el cuello de la camisa bajo un traje de cuatro mil euros. Sus amigos más cercanos tampoco parecieron darle mayor importancia. «Se habrá ido de viaje», decían; «Hace tiempo que quería ir a⦻. Y en la universidad, no encontré a nadie que considerara que haber abandonado las clases en mitad del curso fuera algo tan inaudito.

Nunca confié en la gente. Jamás me sentí como ellos. Y ahora parecía que me lo estuvieran echando en cara: «Valeria no ha desaparecido, simplemente te ha abandonado. Se ha ido, y cualquier día regresará, tal vez con otro hombre, una nueva vida, y se reincorporará a sus clases, volverá a tomarse unas cervezas con nosotros en el bar de la esquina y a asistir a los mismos seminarios de siempre, sin ti, con nosotros».

Pero Valeria me amaba, me ama, más de lo que nadie pueda imaginar; y ellos, los demás, no tienen ni idea del significado verdadero de ese amor.

Pienso en la lluvia. En toneladas de agua cayendo de un cielo opaco durante horas enteras, días, años. En violentas rachas azotándome el cuerpo con látigos húmedos, chorreándolo de sangre y lluvia. En la lluvia. Pienso en esa lluvia que se desató sin contemplaciones, sin avisar, arremetiendo contra el mundo desesperadamente. Y pienso en los ojos de Valeria, grandes y profundos como calmados océanos de incontables reflejos. En su sonrisa traviesa que invita a juegos retorcidos.

¿En qué momento dejo de pensar en lo que hice, en lo que pasó, y me pongo a pensar en lo que hago, en lo que está pasando ahora? No lo sé. Afuera, a través de la ventana de mi despacho, veo que comienza tímidamente a llover. Dentro de mí pienso en el rostro de Valeria, cuyo perfil cada vez me cuesta más trabajo dibujar en la memoria: tan especial, tan raro, tan diferente a cualquier otra cara que hubiera visto antes. Reviso los papeles que tengo encima de la mesa, concernientes al caso que investigo estos días: otra monótona sospecha de infidelidad que debo documentar, mientras que el caso permanente de la desaparición de Valeria aguarda incesante en todos los cajones de mi mente.

Llaman a la puerta, lo digo, lo veo, lo vivo, ya no lo estoy rememorando. Guardo el frasco con mis pastillas en el maletín.

Sofía entra en el despacho. Mi clienta. Una mujer de mediana edad entrada en carnes que tartamudea nerviosa en busca de una explicación convincente.

Su marido tiene una aventura, le digo, pero no con la persona que usted pensaba. Ella dilata los ojos, siento su desesperación callada, su incredulidad. Su marido tiene una aventura con otro hombre, Luis, su profesor de tenis.

Eso le digo, en eso consiste mi trabajo cuando no me contratan para temas de más enjundia. Su marido le chupa la polla a otro hombre en los vestuarios del club donde usted va a comentar las últimas novedades televisivas con sus amigas, señora. Esto no se lo digo, solamente lo pienso, lo dibujo en mis ojos mientras le digo que lo siento, que le he preparado un dosier con fotografías, datos y horarios. Un dosier en el que me recreo con delicadeza en los aspectos más morbosos de la infidelidad. Adiós. Le prepararé la factura. No tema, nadie tiene por qué enterarse de nada si usted no quiere. Me consta que ellos son muy discretos.

Y Sofía se larga. Afuera ha dejado de llover, pero hace un día tan gris, tan denso, que los edificios de enfrente se perciben entelados, como si una sutil cortina de niebla me separara de ellos. Reviso mis archivos. Busco mi frasco de pastillas, no recuerdo si he tomado ya mi dosis. Está en el maletín. Sí. Lo he dicho. Antes lo he dicho: he cogido el frasco y lo he guardado ahí, pero no sé si lo he hecho después de haberme tomado la dosis correspondiente. Porque estoy enfermo, he enfermado. Tengo una enfermedad.

Es de nuevo la hora de entrar en mi casa vacía de ti, Valeria. ¿Me oyes? Estos días he estado visitando al médico porque me han asaltado una serie de dolores inespecíficos en distintas partes del cuerpo. Me han realizado diversas pruebas que indican, según el doctor, que padezco una enfermedad que debe ser tratada y vigilada de forma crónica. Por eso debo tomarme estas píldoras.

Pero eso ya lo sabías, ¿verdad, Valeria?

Es la hora de entrar, de salir de esa casa. ¿De ir adónde? Estoy sentado dentro de mi vehículo. Vigilo la puerta de un hotel donde hace cuarenta y cinco minutos ha entrado Mark Handel, el socio de Jorge Luis Montalvo, con un magnate saudí. Jorge Luis sospecha de su compañero, cree que está llevando a cabo negocios a sus espaldas, y que además está planeando desfalcar su empresa. Yo tengo...

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Autor

Alberto Trinidad es licenciado en Teoría de la Literatura y habita los textos que escribe (novelas, poemas y eventualmente artículos literarios) como alguien que no está nunca ahí, pero a quien se le espera, igual que el rumor de una tormenta querida y lejana. Obviamente, quien le espera es únicamente él, o, en cualquier caso, ella. También habita una terraza, y el mar, cuando simula que terraza y mar no son los textos que escribe. Habla con los gatos. Y habla con las medusas.