Hugendubel.info - Die B2B Online-Buchhandlung 

Merkliste
Die Merkliste ist leer.
Bitte warten - die Druckansicht der Seite wird vorbereitet.
Der Druckdialog öffnet sich, sobald die Seite vollständig geladen wurde.
Sollte die Druckvorschau unvollständig sein, bitte schliessen und "Erneut drucken" wählen.

La geografía entre tú y yo

E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
325 Seiten
Spanisch
NOCTURNAerschienen am25.01.2019
Su historia empezó en un ascensor de Nueva York y continuó en postales al otro lado del mundo. Lucy vive en la vigésimo cuarta planta de un bloque de apartamentos de Nueva York. Owen, en el sótano. No es extraño, por tanto, que se conozcan a medio camino, en un ascensor inmovilizado por un apagón local. Después de que los rescaten, dedican la noche a pasear juntos por las calles a oscuras, sólo iluminadas por la rara aparición de las estrellas sobre Manhattan. Y con la vuelta de la electricidad, también retorna la realidad: Lucy se traslada a Edimburgo con su familia, mientras que Owen se dirige al oeste de Estados Unidos con su padre. Así podría haber acabado la historia. Pero en ese apagón de un inicio prometedor brillarán de vez en cuando las postales y mensajes que ambos intercambiarán desde puntas opuestas del globo para desafiar la geografía entre los dos. Porque, a fin de cuentas, el centro del mundo no tiene por qué estar en un lugar: también puede tratarse de una persona.

Jennifer E. Smith nació en Chicago, aunque estudió en Escocia (donde obtuvo un máster en escritura creativa en la Universidad de St. Andrews) y en la actualidad reside en Nueva York. Es autora de libros como La probabilidad estadística del amor a primera vista o La geografía entre tú y yo (Nocturna, 2018), del que Sony compró sus derechos cinematográficos. Respaldadas por la crítica y los lectores, las novelas de Jennifer E. Smith se han publicado en más de treinta idiomas.
mehr

Produkt

KlappentextSu historia empezó en un ascensor de Nueva York y continuó en postales al otro lado del mundo. Lucy vive en la vigésimo cuarta planta de un bloque de apartamentos de Nueva York. Owen, en el sótano. No es extraño, por tanto, que se conozcan a medio camino, en un ascensor inmovilizado por un apagón local. Después de que los rescaten, dedican la noche a pasear juntos por las calles a oscuras, sólo iluminadas por la rara aparición de las estrellas sobre Manhattan. Y con la vuelta de la electricidad, también retorna la realidad: Lucy se traslada a Edimburgo con su familia, mientras que Owen se dirige al oeste de Estados Unidos con su padre. Así podría haber acabado la historia. Pero en ese apagón de un inicio prometedor brillarán de vez en cuando las postales y mensajes que ambos intercambiarán desde puntas opuestas del globo para desafiar la geografía entre los dos. Porque, a fin de cuentas, el centro del mundo no tiene por qué estar en un lugar: también puede tratarse de una persona.

Jennifer E. Smith nació en Chicago, aunque estudió en Escocia (donde obtuvo un máster en escritura creativa en la Universidad de St. Andrews) y en la actualidad reside en Nueva York. Es autora de libros como La probabilidad estadística del amor a primera vista o La geografía entre tú y yo (Nocturna, 2018), del que Sony compró sus derechos cinematográficos. Respaldadas por la crítica y los lectores, las novelas de Jennifer E. Smith se han publicado en más de treinta idiomas.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788417834036
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisDRM Adobe
FormatE101
Verlag
Erscheinungsjahr2019
Erscheinungsdatum25.01.2019
Seiten325 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse3050 Kbytes
Artikel-Nr.11912601
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe


1

El primer día de septiembre, el mundo se quedó a oscuras.

Sin embargo, desde el lugar que ocupaba en la oscuridad, con la espalda pegada a la pared metálica del ascensor, Lucy Patterson aún no tenía manera de conocer el alcance del apagón.

En aquel momento no podía imaginarse que se extendía más allá del edificio donde había vivido toda su vida, hasta las calles, donde los semáforos se habían apagado y el zumbido de los aparatos de aire acondicionado se había detenido, dando paso a un inquietante silencio rítmico. Ya había una multitud saliendo a las largas avenidas que recorrían Manhattan, abriéndose camino hacia sus casas cual salmones remontando el río. Por toda la isla retumbaban los cláxones de los coches, la gente abría las ventanas y en miles y miles de congeladores el hielo comenzaba a derretirse.

Toda la ciudad se había apagado como una vela, pero desde el lóbrego habitáculo Lucy no podía saberlo.

Su primer pensamiento no fue de preocupación por la violenta sacudida que los había dejado bloqueados entre las plantas diez y once, que había hecho temblar el ascensor como una barquilla en una atracción de feria. Tampoco se preguntó cómo iban a salir de allí, porque si había algo en lo que se podía confiar en este mundo -mucho más que en sus padres- era en el pequeño ejército de porteros del edificio, que ni un solo día habían dejado de saludarla al volver de clase ni de recordarle que cogiese un paraguas cuando llovía, y que siempre estaban dispuestos a subir corriendo para matar a una araña o para ayudarle a desatascar el desagüe de la ducha.

No, lo que sentía era una especie de desazón por haberse precipitado a coger aquel ascensor en concreto, por haber cruzado como una flecha el vestíbulo, con su suelo de mármol, y haberse colado entre las puertas justo antes de que se cerrasen. ¡Ojalá hubiese esperado al siguiente! Seguiría abajo, haciendo conjeturas con George -que trabajaba por las tardes- sobre las causas del apagón, en lugar de estar atrapada en aquel reducido espacio cuadrado con alguien a quien ni siquiera conocía.

El chico no había levantado la vista al verla entrar unos minutos antes; había dejado los ojos clavados en la moqueta burdeos mientras las puertas volvían a cerrarse con un sonoro ding. Ella se había retirado al fondo del ascensor sin saludarlo tampoco, y en el silencio que se había instalado entre ambos había oído el ruido amortiguado de la música procedente de los auriculares del chico, que movía levemente la parte de atrás de la cabeza, con su pelo rubio platino, sin pillarle demasiado el ritmo. No era la primera vez que lo veía, pero sí la primera vez que caía en la cuenta de que le recordaba a un espantapájaros: alto y desgarbado, una amalgama de todas las combinaciones de líneas y ángulos imaginables reunidos en la figura de un adolescente.

Se había instalado hacía apenas un mes. El día de la mudanza los había visto a su padre y a él desde la cafetería de al lado acarreando unos cuantos muebles por la acera salpicada de chicles pegados. Sabía que iban a contratar a un nuevo encargado de mantenimiento, pero lo que no sabía era que se traería a su hijo, y mucho menos que sería alguien más o menos de su edad. Al intentar sonsacarles más información a los porteros, lo único que habían podido decirle era que tenían algún tipo de relación con el propietario del edificio.

Después lo había visto unas cuantas veces más -ante los buzones, o cruzando el vestíbulo, o esperando el autobús-, pero, aunque era la típica chica que suele acercarse para presentarse, él tenía algo que le resultaba vagamente inabordable. Tal vez fuesen los auriculares que parecía llevar constantemente o el hecho de que nunca lo hubiese visto hablando con nadie; tal vez fuese el modo que tenía de entrar y salir del edificio a toda velocidad, como si no quisiera que nadie lo atrapase, o tal vez fuese la mirada perdida que tenía en el andén del metro. En cualquier caso, a Lucy le parecía que la perspectiva de conocerlo -la posibilidad de decirle algo tan inofensivo como un «hola»- era improbable por motivos que se veía incapaz de explicar.

Al detenerse bruscamente el ascensor, sus miradas se habían cruzado. A pesar de la extrañeza de la situación, ella se había preguntado -absurdamente- si él también la reconocería. Pero entonces las luces del techo se habían apagado y los dos se habían quedado abriendo y cerrando los ojos a oscuras, con el suelo temblando todavía bajo sus pies. Se habían oído unos cuantos ruidos metálicos más arriba -dos sonoros clanc seguidos de un fuerte bang- y luego algo parecía haberse estabilizado, así que aparte del discreto ritmo de la música, todo era silencio.

Cuando se le acostumbraron los ojos a la escasa luz que había, Lucy lo vio fruncir el ceño mientras se quitaba los auriculares. Miró hacia donde estaba ella, se giró hacia el panel de botones y pulsó unos cuantos con el pulgar. Al ver que no se encendían, acabó por pulsar el de emergencia. Ambos ladearon la cabeza, esperando que se produjese el chisporroteo del altavoz al cobrar vida.

Pero no pasó nada, de modo que lo pulsó otra vez, y otra más. Al final, se encogió de hombros.

-Se habrá ido la luz en todo el edificio -supuso sin volverse.

Lucy bajó la vista para evitar mirar la flechita roja que había encima de la puerta, que se encontraba entre los números 10 y 11. Estaba haciendo todo lo posible para no imaginarse el hueco del ascensor que tenían debajo ni los gruesos cables que se tensaban sobre sus cabezas.

-Seguro que ya lo estarán arreglando -contestó, nada segura. No era la primera vez que se quedaba atrapada en el ascensor, aunque nunca se habían apagado las luces. Le temblaban las piernas y tenía un nudo en el estómago; le parecía que hacía demasiado calor y que el receptáculo era demasiado estrecho.

Carraspeó.

-George está abajo, así queâ¦

El chico se giró hacia ella y, aunque aún estaba demasiado oscuro para apreciar muchos detalles, ya lo veía mejor. Aquello le recordó a un experimento de ciencias que habían hecho en quinto: la maestra había puesto una pastilla de menta sobre la palma de la mano de cada uno de los alumnos y luego había apagado las luces y les había dicho que la mordiesen con fuerza; un montón de pequeñas chispas habían iluminado el aula. Así lo veía ella ahora, con los dientes centelleando al hablar y con el blanco de los ojos brillando en la negrura.

-Sí, pero, si es en todo el edificio, podría tardar un buen rato -repuso él, apoyándose en la pared-. Además, esta tarde mi padre no está.

-Mis padres tampoco están -contestó Lucy, y apenas alcanzó a ver la curiosa forma de mirarla del chico.

-Lo decía porque es el encargado de mantenimiento -aclaró él-. Está en Brooklyn; no creo que tarde en volver.

-¿Crees queâ¦? -comenzó a preguntar ella, aunque no acabó la frase-. ¿Crees que aguantaremos hasta entonces?

-Creo que sobreviviremos -dijo él en un tono tranquilizador; acto seguido, añadió en un tono divertido-: A menos, claro está, que te dé miedo la oscuridad.

-Qué va -contestó ella, deslizándose por la pared hasta quedar sentada en el suelo, con los codos sobre las rodillas. Intentó sonreír, pero lo hizo sin mucha convicción-: Dicen que los monstruos prefieren los armarios a los ascensores.

-En tal caso, creo que estamos a salvo -concluyó él, y se sentó también con la espalda descansando en la pared de enfrente. Se sacó el móvil del bolsillo y, en la penumbra, el pelo se le iluminó de verde al inclinarse sobre la pantalla-. No hay cobertura.

-De todos modos, aquí casi nunca hay -dijo Lucy, y buscó su móvil, hasta que se dio cuenta de que se lo había dejado arriba. Sólo había bajado a buscar el correo en un rápido viaje de ida y vuelta al vestíbulo; había elegido un mal momento para salir con las manos vacías.

-Entonces, ¿vienes mucho por aquí? -preguntó el chico, dejando caer la cabeza hacia atrás para apoyarla.

Ella se echó a reír.

-Podría decirse que he pasado bastante tiempo en este ascensor.

-Pues prepárate a pasar mucho más -replicó él con una sonrisa compungida-. Por cierto, me llamo Owen. Creo que a lo mejor deberíamos presentarnos para que no acabe llamándote «la chica del ascensor» cada vez que cuente esta historia.

-«La chica del ascensor» me parece bien, pero Lucy tampoco está mal. Vivo en el 24D.

Él vaciló durante un par de segundos y luego se encogió de hombros.

-Yo vivo en el sótano.

-Claro -contestó ella al darse cuenta, demasiado tarde, de su error, y se alegró de que estuviesen a oscuras para que él no pudiese ver que se había puesto colorada.

El edificio era una especie de pequeño país en sí mismo, y aquella era la costumbre: cuando conocías a alguien nuevo, no le decías solamente tu nombre, sino también tu número de apartamento. A ella se le había olvidado que el encargado de mantenimiento vivía siempre en el pequeño apartamento de dos habitaciones del sótano, una planta que Lucy nunca había visitado.

-Por si acaso te preguntas por qué iba hacia arriba -dijo él pasado un momento-, sospecho que las vistas son mucho mejores desde la azotea.

-Pensaba que nadie podía subir ahí.

Él volvió a guardarse el móvil en el bolsillo, sacó una llave y se la dejó en la palma de la mano.

-Es verdad -convino con una amplia sonrisa-. En teoría.
...
mehr

Autor

Jennifer E. Smith nació en Chicago, aunque estudió en Escocia (donde obtuvo un máster en escritura creativa en la Universidad de St. Andrews) y en la actualidad reside en Nueva York. Es autora de libros como La probabilidad estadística del amor a primera vista o La geografía entre tú y yo (Nocturna, 2018), del que Sony compró sus derechos cinematográficos. Respaldadas por la crítica y los lectores, las novelas de Jennifer E. Smith se han publicado en más de treinta idiomas.