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El resplandor de Dios en nuestro tiempo

E-BookEPUB0 - No protectionE-Book
272 Seiten
Spanisch
HERDER EDITORIALerschienen am14.11.20231. Auflage
El presente volumen reúne dos libros anteriores de Joseph Ratzinger que se complementan apropiadamente: «Suchen, was droben ist» [Buscar lo de arriba] (1985), que contiene meditaciones provenientes sobre todo del tiempo en que el autor era arzobispo de Múnich, y «Bilder der Hoffnung» [Imágenes de la esperanza] (1997), que fue compuesto cuando Joseph Ratzinger era cardenal prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe en Roma.' Las fiestas cristianas son más que tiempo libre, y por eso son tan indispensables: si abrimos los ojos para contemplarlas nos encontramos en ellas con lo totalmente otro, con las raíces de nuestra historia, con las experiencias primordiales de la humanidad, y, a través de ellas, con el amor eterno, que es la verdadera fiesta del hombre. Benedicto XVI Joseph Ratzinger

Joseph Ratzinger (Alemania, 1927-2022) se doctoró en Teología por la Universidad de Múnich en 1953, dos años después de haber sido ordenado sacerdote. Tras participar en el Concilio Vaticano II como teólogo consultor del arzobispo de Colonia, prosiguió su carrera académica y se convirtió en vicerrector de la Universidad de Ratisbona. Fue nombrado cardenal y arzobispo de Múnich en 1977 por Pablo VI, y prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe en 1981 por Juan Pablo II, cargo que desempeñó hasta su elección como Papa -Benedicto XVI- el 19 de abril de 2005. Tras su renuncia en febrero de 2013, ostentó el título de Papa Emérito. Falleció el 31 de diciembre de 2022 y está enterrado en las grutas del vaticano.
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Verfügbare Formate
TaschenbuchKartoniert, Paperback
EUR22,00
E-BookEPUB0 - No protectionE-Book
EUR12,99

Produkt

KlappentextEl presente volumen reúne dos libros anteriores de Joseph Ratzinger que se complementan apropiadamente: «Suchen, was droben ist» [Buscar lo de arriba] (1985), que contiene meditaciones provenientes sobre todo del tiempo en que el autor era arzobispo de Múnich, y «Bilder der Hoffnung» [Imágenes de la esperanza] (1997), que fue compuesto cuando Joseph Ratzinger era cardenal prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe en Roma.' Las fiestas cristianas son más que tiempo libre, y por eso son tan indispensables: si abrimos los ojos para contemplarlas nos encontramos en ellas con lo totalmente otro, con las raíces de nuestra historia, con las experiencias primordiales de la humanidad, y, a través de ellas, con el amor eterno, que es la verdadera fiesta del hombre. Benedicto XVI Joseph Ratzinger

Joseph Ratzinger (Alemania, 1927-2022) se doctoró en Teología por la Universidad de Múnich en 1953, dos años después de haber sido ordenado sacerdote. Tras participar en el Concilio Vaticano II como teólogo consultor del arzobispo de Colonia, prosiguió su carrera académica y se convirtió en vicerrector de la Universidad de Ratisbona. Fue nombrado cardenal y arzobispo de Múnich en 1977 por Pablo VI, y prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe en 1981 por Juan Pablo II, cargo que desempeñó hasta su elección como Papa -Benedicto XVI- el 19 de abril de 2005. Tras su renuncia en febrero de 2013, ostentó el título de Papa Emérito. Falleció el 31 de diciembre de 2022 y está enterrado en las grutas del vaticano.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788425451133
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format Hinweis0 - No protection
FormatE101
Erscheinungsjahr2023
Erscheinungsdatum14.11.2023
Auflage1. Auflage
Seiten272 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse2423 Kbytes
Artikel-Nr.12814236
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe


EL MENSAJE DE LA BASÍLICA DE
SANTA MARIA MAGGIORE EN ROMA

Cada vez que, procedente de las ruidosas calles de Roma, entro en la basílica de Santa Maria Maggiore, me viene a la memoria la invitación del salmista: «Deteneos y mirad» (Sal 46 [45],11). En los momentos en que no precisamente legiones de turistas presurosos recorren en verano la iglesia convirtiéndola también en una suerte de calle, la misteriosa atmósfera crepuscular de ese ambiente transmite una invitación a detenerse, a recogerse y a contemplar, a una experiencia por la cual los ruidos de la cotidianidad pierden peso por sí solos. Es como si la oración de los siglos hubiese permanecido en el lugar para incorporarnos también en su camino. Los ámbitos más silenciosos del alma, que en otras circunstancias se ven marginados por la fuerza absorbente de las preocupaciones y los quehaceres cotidianos, quedan liberados cuando nos abandonamos al ritmo de esta casa de Dios y a su mensaje.

Pero ¿cuál es ese mensaje? Quien así pregunta se encuentra ya en peligro de sustraerse al llamamiento especial que quisiera llegarle en el ambiente de esa iglesia. Su contenido no puede trasponerse a una respuesta de diccionario que se encuentra rápidamente. Implica la exigencia de retirarse del fuego cruzado de los interrogatorios y el llamamiento a un detenerse y aquietarse en que se despiertan la escucha y la visión del corazón, a un detenimiento que trasciende lo que se capta rápidamente y después se descarta. Por eso, en lugar de ofrecer una respuesta acuñada en fórmulas y conceptos, quisiera invitar a contemplar conmigo dos imágenes de esa iglesia, y, deteniéndose frente a estas, escuchar de ellas lo que yo solo puedo traducir insuficientemente en palabras.

Ante todo hay algo digno de atención: Santa Maria Maggiore es una iglesia de Navidad. Quiere transmitirnos como obra arquitectónica la invitación que el ángel dirigió primeramente a los pastores: «Mirad: os traigo una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo. Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, que es Cristo Señor» (Lc 2,10s). Pero, al mismo tiempo, este templo quisiera incorporarnos a nosotros en la respuesta de los pastores: «Pasemos a Belén, a ver eso que ha sucedido, lo que el Señor nos ha dado a conocer» (Lc 2,15). Esperaríamos, por tanto, que la imagen de la Nochebuena fuese el centro de este ámbito y de sus caminos internos. Y así es realmente, aunque, por otra parte, no es del todo así.

Los mosaicos de ambos lados de las naves laterales interpretan, por decirlo así, la historia entera como una procesión de la humanidad hacia el Redentor. En el centro, por encima del arco triunfal, en la meta del recorrido, en la que debería estar representado el nacimiento de Cristo, encontramos en cambio solo un trono vacío y, sobre él, una corona, un manto real y la cruz; en el escabel se halla a modo de almohadón el conjunto de la historia ligada por siete hilos rojos. El trono vacío, la cruz y, a sus pies, la historia: he ahí la imagen de Navidad de esta iglesia, que ha querido y quiere ser el Belén de Roma. ¿Por qué será así? Si queremos entender la afirmación de la imagen tenemos que recordar ante todo que el arco triunfal se encuentra sobre la cripta, que fue construida originalmente como una reproducción de la cueva de Belén en la que Cristo vino al mundo. En ese lugar se venera hasta el día de hoy la reliquia que la tradición considera como el pesebre de Belén. De este modo, la procesión de la historia, toda la suntuosidad de los mosaicos, se ve arrastrada hacia abajo, a la cueva, al establo: las imágenes caen a la realidad. El trono se halla vacío, pues el Señor ha descendido al establo. El mosaico central hacia el cual todo se orienta equivale de alguna manera solo a una mano que se nos tiende para invitarnos al salto de las imágenes a la realidad. El ritmo del espacio de la iglesia nos arrebata a un cambio repentino cuando, del brillante mundo de las máximas alturas del arte de la Antigüedad en los mosaicos, nos empuja de forma inmediata a lo hondo de la cueva, del establo. Es el paso de la estética religiosa al acto de fe, en el que nos quiere introducir.

Detenerse y aquietarse en este edificio multisecular; sentirse cautivado por la belleza y grandeza de sus visiones; tocar, invadido de presentimientos, al Magno, al Totalmente Otro, al Eterno: eso es lo primero que nos regala el contacto con esta iglesia, y se trata de algo egregio y noble, algo que necesitamos precisamente en la actualidad. Pero eso no es todo. Esta experiencia quedaría en un bello sueño, en un sentimiento transitorio sin compromiso alguno y, por tanto, sin fuerza, si no nos dejáramos conducir al paso siguiente, al sí de la fe. En efecto, solo entonces se nos presenta con claridad algo más: la cueva no está vacía. Su verdadero contenido no es la reliquia que allí se conserva como el pesebre de Belén. Su verdadero contenido es la misa de Nochebuena para la Natividad de Cristo. Solo entonces acontece definitivamente el paso hacia la realidad. Solo entonces hemos llegado a aquella imagen de la Navidad que ya no es una imagen. Solo cuando dejamos que el mensaje contenido en el ámbito de esta iglesia nos conduzca hasta allí cobra nueva vigencia la palabra que dice: Hoy os ha nacido el Salvador. Sí, realmente hoy.

Con estos pensamientos podemos volvernos ahora hacia la otra imagen de Santa Maria Maggiore que quisiera presentarles brevemente: el antiquísimo icono que se conserva en la Cappella Borghese de la iglesia titulado Salus Populi Romani. Para entender la interpelación que la imagen dirige a los visitantes, que nos dirige a nosotros, tenemos que recordar una vez más la afirmación fundamental contenida en esta iglesia. Habíamos dicho que se trata de una iglesia de Navidad, construida de alguna manera como una envoltura en torno al establo de Belén, que aquí se entiende a su vez como imagen del mundo y de la Iglesia de Dios, pero que exige al mismo tiempo trascender todas las imágenes y todo lo meramente estético.

Alguien podría objetar que esto no es una iglesia de Navidad, o sea, una iglesia de Cristo, sino una iglesia de María, la primera iglesia mariana de Roma y de Occidente. Sin embargo, una objeción tal indicaría que el objetor no ha entendido justamente lo esencial tanto de la piedad mariana de la Iglesia como del misterio de la Navidad. La Navidad tiene en la estructura interna de la fe cristiana un significado de cuño muy propio. No la celebramos como se celebran los cumpleaños de grandes hombres, porque nuestra relación con Cristo es muy diferente de la veneración que tributamos a los grandes hombres. Lo que nos interesa en ellos es su obra: las ideas que pensaron y escribieron, las obras de arte que crearon y las instituciones que dejaron. Tales obras les pertenecen y no son la obra de sus respectivas madres, que solo nos interesan en la medida en que pueden aportar un elemento que contribuya a explicar su acción.

En cambio, Cristo cuenta para nosotros no solo por su obra, por lo que hizo, sino sobre todo por lo que era y lo que es: en la totalidad de su persona, Él cuenta para nosotros de un modo diferente que todo otro ser humano, porque no es solo un ser humano. Cuenta porque en Él se tocan el cielo y la tierra y, así, en Él Dios se nos hace tangible como hombre. Los Padres de la Iglesia llamaron a María la santa tierra a partir de la cual fue formado Él como hombre, y lo maravilloso de todo esto es que, en Cristo, Dios permanece para siempre vinculado con la tierra. San Agustín expresó en una ocasión esto mismo de la siguiente manera: Cristo no quiso tener un padre humano a fin de mantener a la vista su filiación respecto de Dios, pero quiso tener una madre humana:

«Quiso recibir en sí el sexo masculino y se dignó honrar el sexo femenino en su madre [...]. Si Cristo varón hubiese venido sin la recomendación del sexo femenino, las mujeres desesperarían de sí mismas [...]. Pero él honró a los dos, recomendó a los dos, recibió a los dos. Nació de una mujer. No desesperéis, varones: Cristo se dignó ser varón. No desesperéis, mujeres: Cristo se dignó nacer de una mujer. Ambos sexos concurren a la salvación de Cristo: que venga, pues, el varón, que venga la mujer, que en la fe no hay varón ni mujer».

Digámoslo de otra manera: en el drama de la salvación no es como si María tuviese que desarrollar un papel para después desaparecer, como alguien cuyo pasaje en el texto de la obra ya pasó. La encarnación a partir de la mujer no es un papel que se cumple en poco tiempo sino que supone la permanencia de Dios con la tierra, con el hombre, con nosotros, que somos tierra. Por eso, la fiesta de Navidad es al mismo tiempo una fiesta de María y una fiesta de Cristo, y por eso, una iglesia de Navidad que se precie tiene que ser una iglesia de María. Con esos pensamientos deberíamos contemplar el antiquísimo y misterioso cuadro que Gregorio Magno llevó en el año 590 en una procesión por las calles de Roma, cuando la peste asolaba la ciudad. Al terminar la procesión, la epidemia remitió, Roma se había curado. El nombre de la imagen quiere decirnos: junto a este cuadro puede recuperar la salud Roma, pueden sanar una y otra vez los hombres. Desde esta figura a la vez juvenil y venerable, desde estos ojos sabios y bondadosos nos mira la bondad maternal de Dios. «Como a uno a quien su madre consuela, así os consolaré yo», nos dice Dios a través del profeta Isaías (66,13). Al parecer, Dios prefiere dar sus consuelos maternales a través de la madre, de su madre, y ¿quién se sorprendería de ello? Frente a esta imagen cae nuestra...

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Autor

Joseph Ratzinger (Alemania, 1927-2022) se doctoró en Teología por la Universidad de Múnich en 1953, dos años después de haber sido ordenado sacerdote. Tras participar en el Concilio Vaticano II como teólogo consultor del arzobispo de Colonia, prosiguió su carrera académica y se convirtió en vicerrector de la Universidad de Ratisbona. Fue nombrado cardenal y arzobispo de Múnich en 1977 por Pablo VI, y prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe en 1981 por Juan Pablo II, cargo que desempeñó hasta su elección como Papa -Benedicto XVI- el 19 de abril de 2005. Tras su renuncia en febrero de 2013, ostentó el título de Papa Emérito. Falleció el 31 de diciembre de 2022 y está enterrado en las grutas del vaticano.