Hugendubel.info - Die B2B Online-Buchhandlung 

Merkliste
Die Merkliste ist leer.
Bitte warten - die Druckansicht der Seite wird vorbereitet.
Der Druckdialog öffnet sich, sobald die Seite vollständig geladen wurde.
Sollte die Druckvorschau unvollständig sein, bitte schliessen und "Erneut drucken" wählen.

No se lo digas a nadie

E-BookEPUB0 - No protectionE-Book
278 Seiten
Spanisch
Fondo de Cultura Económicaerschienen am15.12.2023
Camera Cove nunca volvió a ser el mismo pueblo después del verano pasado. Luego de los homicidios cometidos por el llamado Asesino del Catálogo, toda la gente quedó asustada y paranoica, incluyendo a Mac y sus amigos, Carrie, Ben y Doris, quienes desesperados por recuperarse del terror que vivieron, buscan normalizar su vida y esperan con ansia irse del pueblo a la universidad. Todos menos Mac, que no descansará hasta saber quién mató a su mejor amigo Connor. A falta de una respuesta concreta de la policía, Mac comenzará su propia búsqueda y no se detendrá hasta dar con el culpable.mehr

Produkt

KlappentextCamera Cove nunca volvió a ser el mismo pueblo después del verano pasado. Luego de los homicidios cometidos por el llamado Asesino del Catálogo, toda la gente quedó asustada y paranoica, incluyendo a Mac y sus amigos, Carrie, Ben y Doris, quienes desesperados por recuperarse del terror que vivieron, buscan normalizar su vida y esperan con ansia irse del pueblo a la universidad. Todos menos Mac, que no descansará hasta saber quién mató a su mejor amigo Connor. A falta de una respuesta concreta de la policía, Mac comenzará su propia búsqueda y no se detendrá hasta dar con el culpable.
Details
Weitere ISBN/GTIN9786071679857
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format Hinweis0 - No protection
FormatE101
Erscheinungsjahr2023
Erscheinungsdatum15.12.2023
Seiten278 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse1705 Kbytes
Artikel-Nr.13463735
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe


UNO

Para ser franco, no creo haber imaginado que alguien acudiera a la cita, pero cuando llego al claro donde termina el sendero cubierto por la maleza, luego de abrirme paso entre una maraña de rosales silvestres y arbustos cargados de bayas, me encuentro allí a Ben.

No se ha cambiado de ropa: viste los pantalones caqui y la camisa de botones en el cuello que usamos todos para la ceremonia de graduación. Se ha desanudado la corbata, que cuelga de su cuello como un pedazo de cuerda. Su bici está tirada en el pasto. Trepó a una de las peñas de granito que protegen el lugar del viento y se sentó dejando colgar las piernas. Cuando me acerco, me saluda alzando la mano.

-Hola.

-Hola.

Sonrío como si nada, como si siguiéramos reuniéndonos aquí todos los días. Como si todavía fuéramos amigos.

-Conseguiste escaparte -me dice.

-Finalmente -repongo-. Mis padres me llevaron a rastras a cenar con mis abuelos. Pensé que aquello no terminaría nunca.

Intenta reír, pero sólo profiere una sílaba muerta que cae al suelo como una piedra.

-Mis padres no pueden siquiera estar juntos en la misma habitación -me cuenta-. Empezaron a discutir en el estacionamiento de la escuela quién de los dos iba a invitarme a cenar, así que preferí zafarme y me vine para acá.

-¿Hace tanto tiempo que estás aquí? -le pregunto sorprendido. Hace más de dos horas que terminó la ceremonia.

Se encoge de hombros.

-Me gusta este lugar. Es bonito.

Me encaramo con torpeza a la cornisa para sentarme a su lado, y desde allí nos quedamos mirando el mar. Tiene razón: es bonito este lugar. Es una hermosa tarde de junio, aún llena de luz, aunque el sol ya empieza a caer hacia un denso banco de nubes que oculta el horizonte.

Desde este saliente, gozamos de una magnífica vista a vuelo de pájaro de Camera Cove: hileras de casas de madera pintadas de colores vivos; la zona comercial, con sus pintorescas tiendas y restaurantes; la elegante torre del reloj de la alcaldía, con fachada de ladrillo; el malecón, que serpentea siguiendo el tramo de playa arenosa hasta topar al fondo con los peñascos escarpados donde abundan las cuevas.

Desde lejos, a nadie se le ocurriría que la ciudad tiene otra cosa que ofrecer aparte de una belleza de tarjeta postal a la que siempre ha debido su fama, la única cosa a la que debía su fama hasta el verano pasado.

-Hola, chicos.

La voz nos hace girar la cabeza al mismo tiempo. Doris se materializó, como salida de la nada, donde arranca el sendero. Es la clase de persona que tiene exactamente la misma apariencia ahora que cuando era niña, y probablemente la conserve cuando llegue a los ochenta. Recta como un alfiler, con el pelo negro cayéndole sobre los hombros, un fleco afilado que podría rebanarte un dedo, lentes de marco de carey, una bolsa de lona de asas anchas colgada al hombro. Cada prenda de su atuendo está impecable y parece recién planchada, y no tiene un cabello fuera de lugar.

-Congratulaciones. ¿O sería mejor congraduaciones ? -dice, remedando con notable precisión el entusiasta discurso de Anna Silver como representante de la generación-. Caray, apenas si pude aguantarlo. Moría por un calmante.

Hay otra cosa en la que Doris no cambiará nunca: su sarcasmo. Por fuera podrá ser pulcra y arreglada, pero por dentro está llena de púas y bordes filosos. La conozco desde que éramos niños, pero es de trato muy difícil.

-No estuvo tan mal -dice Ben-. A mí me pareció que hizo un buen papel.

-¿Lo dices en serio? ¿Oíste que dijo: ha llegado el momento de abrir nuestras alas ? Pensé que iba a ponerse a cantar.

Prefiero callarme. Quizá el discurso de Anna fue un poco sentimental, pero este año habría sido difícil para cualquiera, dadas las circunstancias.

-¿No te festejó la familia? -prefiero preguntarle.

Doris entorna los ojos.

-Ni en sueños. Me sorprende que mis padres se hayan dignado a asistir a la ceremonia -señala hacia el sol que empieza a desaparecer detrás de las nubes-. Parece que llegué justo a tiempo. Que comience la función.

Los tres nos volvemos hacia el viejo roble de ramaje torcido, el único árbol que crece en esta peña barrida por el viento.

-¿No creen que deberíamos esperar a Carrie? -pregunta Ben.

-Estaba seguro de que vendría -dije. Lo cual no es cierto en realidad. Yo quería que viniera. La Carrie con la que crecí no se habría perdido esta ocasión, pero apenas he cruzado palabra con ella desde el verano pasado.

Ben se encoge de hombros.

-A lo mejor llega en un rato. Esto es importante.

-¿Importante? -se burla Doris-. ¡Qué va! Carrie no vendrá, chicos. Ella ha conseguido olvidar las cosas mejor que ninguno de nosotros.

-Si no es importante, ¿qué haces aquí? -le pregunta Ben, en un inusual arranque de impaciencia.

Yo miro a uno y luego al otro mientras discuten, vagamente consciente de que el sol se ha ocultado tras las nubes y la luz ha cambiado. Me parecen distantes, como si fueran personajes de una película y no personas que hasta hace poco eran mis mejores amigos.

-Me pareció una buena forma de redondear las cosas -dice Doris-. Ya quiero que este año termine. Estoy harta de pensar en él. Harta de saber que todo mundo está pensando en él. Yo ya quiero empezar a pensar en otra cosa.

-Como si fuera tan fácil -dice Ben.

-No, Ben, fácil no es -y ahora es Doris la que parece molesta-, pero es necesario, así que comencemos nuestra ceremonia o lo que sea y vayamos dejando todo esto atrás.

Camina hacia el roble y se acuclilla al pie del tronco. Ben y yo la seguimos.

-¿Y tú, por qué viniste, Mac? -me pregunta Ben cuando nos sentamos en el suelo junto a Doris.

-Porque hicimos una promesa -respondo.

Ellos cruzan una mirada. Es algo súbito, instintivo, casi imperceptible, pero me doy cuenta. Por primera vez se me ocurre que acaso están aquí sólo por mí. Porque sienten pena por mí, su amigo extraño.

Y eso que no somos amigos. No lo somos. No después de lo que pasó el último verano.

Nos quedamos mirando las raíces al pie del tronco: nudosas, musculosas, como gruesas garras. Es fácil imaginar cómo continúan bajo tierra en un abrazo mortal. Delante de nosotros hay un hueco de tierra oscura, fecunda, muy apisonada.

-¿Cómo lo vamos a hacer? -pregunto-. No lo pensé bien. Puedo ir a casa por una pala o algo así.

Pero Doris acaba de abrir su bolsa delante de nosotros. Extrae una Ziploc grande. Dentro, empacada como si fuera evidencia policial, hay una pala de jardín cubierta de tierra.

-Es de mi mamá -explica-. Abre la bolsa, extrae la pala, la hunde en el suelo dándole un giro y empieza a cavar torpemente.

-Déjame a mí -dice Ben-. Mis brazos son más largos que los tuyos.

Doris se echa hacia atrás sin protestar y le tiende la pala. En apenas unos segundos, Ben topa con algo y, luego de hacer a un lado un poco más de tierra, mete la mano en el hoyo y extrae un tubo de metal.

-Fue más fácil de lo que pensé -digo.

-Es que no lo enterramos tan hondo -señala Doris-. A quién se le iba a ocurrir venir a buscarlo.

Ben se aleja del árbol con el objeto y lo deposita en el suelo, a mitad de la cornisa. Nos sentamos en círculo alrededor y nos quedamos mirándolo. Es un viejo termo de acero inoxidable.

-Esto siempre fue idea tuya, Mac -dice Doris-. Te corresponde abrirlo.

Me estiro y tomo el termo. Es menos pesado de lo que aparenta. Titubeo un momento y, en seguida, con la manga de mi sudadera, limpio un poco la tierra que lo cubre como una piel. El metal expuesto refleja borrosamente la puesta de sol en mi rostro. Miro a Doris, que está a mi izquierda, y luego a Ben, a mi derecha. Me observan, expectantes, y en esa luz extraña, vívida, parecen casi irreales: como rostros conocidos detrás de un vitral.

Giro la tapa del termo y, con un crujido como de lija, se abre.

Hasta arriba hay una hoja de papel doblada. La saco, la desdoblo y leo en voz alta mi pomposa caligrafía de secundaria.

En éste, nuestro último día de clases del último año de secundaria, nosotros, los abajo firmantes, enterramos esta cápsula del tiempo.

-Debe ser de la época en que admirabas a Benjamín Franklin -dice Doris.

La ignoro y sigo leyendo:

Habiendo sido amigos durante toda nuestra juventud, los abajo firmantes declaramos solemnemente que exhumaremos esta cápsula del tiempo el día de nuestra graduación de preparatoria, dentro de cuatro años.

Me quedo mirando nuestras firmas, como petrificado. De pronto, siento que no puedo respirar. Entonces Doris me da un empujoncito y consigo despegar la vista de la hoja de papel y pasársela.

Cuando todos hemos leído la nota, pongo el termo de cabeza y lo sacudo. Caen al suelo varios sobres doblados apretadamente y sujetos con ligas; después caen pequeñas fotos de credencial de cada uno de nosotros, como si fueran plumas de un ave.

Recojo los sobres, leo los nombres y le doy a cada quien el suyo.

Doris abre su sobre y Ben y yo nos quedamos expectantes, mirándola. Lo golpea contra la palma de su mano y cae un collarcito: un corazón de plata en una cadenilla.

-Recuerdo eso -digo-. Siempre lo...

mehr