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Las huellas del sol

E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
328 Seiten
Spanisch
Editorial Impedimenta SLerschienen am05.02.20241. Auflage
Walter Tevis, autor de Sinsonte y El buscavidas, demuestra su capacidad de combinar distopía y humor en unas novelas que retratan lo peor de nuestro mundo.

Año 2063. Los recursos de la Tierra se están agotando. Todas las expediciones espaciales en busca de nuevos combustibles han fracasado, China es una potencia global, Estados Unidos agoniza en manos de la mafia, y la gente se muere de frío en el centro de Manhattan. El magnate estadounidense Ben Belson es uno de los hombres más ricos del universo, un tipo inmaduro y presuntuoso que necesita demostrarle al mundo que su padre se equivocó al subestimarlo. En un momento de crisis, decide hacer acopio del poco uranio que queda en la Tierra, compra una nave y pone rumbo a un planeta que inmediatamente bautiza con su propio nombre y en el que crece un tipo de hierba inteligente cuyo canto enerva los sentidos. Las misiones siderales están prohibidas desde hace tiempo, pero él se ha acostumbrado a salirse con la suya y, con la excusa de encontrar una respuesta a la crisis energética, se lanza al vacío del espacio para superar su vacío existencial. Así, lo que empieza siendo una excentricidad más acaba convirtiéndose en la expedición del siglo. De repente, el futuro de la humanidad está en sus manos, aunque, en realidad, él solo quisiera despejarse un poco.

CRÍTICA

«Una novela absolutamente exquisita.» -Newsweek

«Tevis atrapa al lector y no lo suelta.» -The Washington Post

«Una muestra de ciencia ficción suave y envolvente.» -Kirkus Reviews

«Pocos novelistas han escrito sobre el genio -y la adicción- con tanta agudeza como Walter Tevis.» -The Telegraph

«Tevis tiene un don para la caracterización vívida y la narración propulsiva.» -Tobias Wolff

«Una hermosa muestra de lo que la ciencia ficción, y solo la ciencia ficción, puede hacer.» -Postcards from a Dying World


Walter Tevis fue un novelista y escritor de relatos cortos estadounidense. Dio clases de Literatura Inglesa y de Escritura Creativa en la Universidad de Ohio, donde se dio cuenta de que el nivel literario de los estudiantes estaba bajando de manera alarmante, germen de la idea para Sinsonte (1980. Impedimenta, 2022). Tevis también escribió El hombre que cayó en la Tierra (1983),Gambito de dama (1983), adaptada para Netflix como miniserie, y Las huellas del sol (1983. Impedimenta, 2024). Murió a la edad de cincuenta y ocho años, en Nueva York, debido a un cáncer de pulmón.
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Verfügbare Formate
TaschenbuchKartoniert, Paperback
EUR29,50
E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
EUR14,99

Produkt

KlappentextWalter Tevis, autor de Sinsonte y El buscavidas, demuestra su capacidad de combinar distopía y humor en unas novelas que retratan lo peor de nuestro mundo.

Año 2063. Los recursos de la Tierra se están agotando. Todas las expediciones espaciales en busca de nuevos combustibles han fracasado, China es una potencia global, Estados Unidos agoniza en manos de la mafia, y la gente se muere de frío en el centro de Manhattan. El magnate estadounidense Ben Belson es uno de los hombres más ricos del universo, un tipo inmaduro y presuntuoso que necesita demostrarle al mundo que su padre se equivocó al subestimarlo. En un momento de crisis, decide hacer acopio del poco uranio que queda en la Tierra, compra una nave y pone rumbo a un planeta que inmediatamente bautiza con su propio nombre y en el que crece un tipo de hierba inteligente cuyo canto enerva los sentidos. Las misiones siderales están prohibidas desde hace tiempo, pero él se ha acostumbrado a salirse con la suya y, con la excusa de encontrar una respuesta a la crisis energética, se lanza al vacío del espacio para superar su vacío existencial. Así, lo que empieza siendo una excentricidad más acaba convirtiéndose en la expedición del siglo. De repente, el futuro de la humanidad está en sus manos, aunque, en realidad, él solo quisiera despejarse un poco.

CRÍTICA

«Una novela absolutamente exquisita.» -Newsweek

«Tevis atrapa al lector y no lo suelta.» -The Washington Post

«Una muestra de ciencia ficción suave y envolvente.» -Kirkus Reviews

«Pocos novelistas han escrito sobre el genio -y la adicción- con tanta agudeza como Walter Tevis.» -The Telegraph

«Tevis tiene un don para la caracterización vívida y la narración propulsiva.» -Tobias Wolff

«Una hermosa muestra de lo que la ciencia ficción, y solo la ciencia ficción, puede hacer.» -Postcards from a Dying World


Walter Tevis fue un novelista y escritor de relatos cortos estadounidense. Dio clases de Literatura Inglesa y de Escritura Creativa en la Universidad de Ohio, donde se dio cuenta de que el nivel literario de los estudiantes estaba bajando de manera alarmante, germen de la idea para Sinsonte (1980. Impedimenta, 2022). Tevis también escribió El hombre que cayó en la Tierra (1983),Gambito de dama (1983), adaptada para Netflix como miniserie, y Las huellas del sol (1983. Impedimenta, 2024). Murió a la edad de cincuenta y ocho años, en Nueva York, debido a un cáncer de pulmón.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788419581464
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisePub Wasserzeichen
FormatE101
Erscheinungsjahr2024
Erscheinungsdatum05.02.2024
Auflage1. Auflage
Seiten328 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse1380 Kbytes
Artikel-Nr.13550085
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe


CAPÍTULO 2

¿Por qué me había comprado yo aquella nave, aquel pequeño universo portátil? Bueno, para empezar, me había quedado impotente. Mi miembro, entusiasta y católico en su día, se había vuelto tímido y huraño, y ya no me servía. Ni a mí ni a las señoritas a las que frecuentaba. Había disputas, reproches; intenté recurrir a la masturbación y, para gran consternación mía, descubrí que aquello también quedaba descartado. Mi miembro se había desvinculado de mis sentidos y mis sentidos se habían desvinculado de mi miembro. Y así siguió la cosa. Me sentía en la ignominia. Tenía ganas de matar a alguien. Mi psicólogo dijo que a mi madre; seguramente tenía razón, pero mi madre ya estaba muerta.

Finalmente, Isabel fue mi puerto en medio de aquella tormenta e impidió que perdiese la cabeza por completo. Se aplicó físicamente conmigo durante unos cuantos días -no empleo el término «aplicación» a la ligera- y luego desistió, diciendo con tacto: «Es mejor esperar un poco, Ben». Me mudé con ella a su pequeño estudio en la Calle 51 Este y dormí con ella y con sus dos gatazos en la pequeña litera que había construido con sus blancas y hermosas manos. Isabel era una buena carpintera; había trabajado durante años como atrecista de teatro hasta que reunió el valor necesario para intentar ser actriz. ¡Dios mío, qué diminuto era aquel sitio! Y no había manera de escapar de los ruidos de la calle por las ventanas: los gritos de los borrachos, de los bomberos furiosos y de toda clase de zumbados a las dos de la madrugada; los camiones a vapor de la basura a las cuatro y los estridentes vendedores de leña a las siete y media. La madera estaba a siete dólares el leño en el centro, e Isabel tenía una chimenea. Fue el peor invierno en cuarenta años; la mayoría de las mañanas el agua del lavabo era hielo puro. Intenté sobornar con sumas enormes al superintendente para que arreglara el calentador; me devolvió su tímida sonrisa yugoslava y se embolsó mis billetes, pero las tuberías siguieron en silencio. Una mañana gélida, asfixiado bajo el peso de tres mantas, traté de hacer entrar en razón a Isabel y de convencerla para que se viniese conmigo a Yucatán en barco a pasar el invierno. Pero fue inflexible. Se subió los edredones hasta la barbilla y dijo:

-Ya sabes que estoy en una obra, Ben.

Me notaba los pelitos de la nariz rígidos como estalactitas.

-Cariño -dije-, tienes seis putas frases en esa obra, y una de ellas es «Hola».

No veía la calle, porque en los cristales de las ventanas se había formado hielo. Y teníamos encendido el fuego; había echado unos leños a las cuatro de la madrugada, temblando tanto de frío que casi se me caen fuera. ¿Qué estarían haciendo todos los pobres del centro, los que no se podían permitir madera ni ventanas con aislamiento térmico y contra tormentas? La Cruz Roja repartía mantas, pero nunca eran suficientes. Me apunté mentalmente donar doscientos cincuenta mil dólares a la Cruz Roja. O igual un rancho de ovejas para que pudiesen producir su propia lana. Eran las siete de la mañana y oí el aullido del viento al doblar la esquina de la Tercera Avenida.

-Tesoro -dijo Isabel-. No pienso ser tu mantenida. Y yo no tengo tanto frío.

Isabel dormía con ropa interior larga de lana, escondiendo bajo tela rasposa toda aquella piel radiante suya y aquellos pechos de chiquilla. Yo dormía abrazado a su cuerpo caliente, con una bata de noche de franela y un pantalón corto de gimnasia.

Ya habíamos discutido sobre aquello bastantes veces, así que desistí. Isabel no iba a aprovecharse de mi fortuna. Aquella tarde merodeé por las inmediaciones hasta que encontré una enorme estufa de carbón vieja en una tienda clandestina de la Séptima Avenida y conseguí el nombre de uno que trapicheaba. Quemar antracita para tu calefacción privada era ilegal según la Ley de Fuentes No Renovables; hacían falta trenes de hulla para transportar comida y otros artículos básicos por el país, de modo que se vigilaba severamente el cumplimiento de la norma, pero yo tenía contactos y estaba dispuesto a probar suerte. A fin de cuentas, pertenecía al gremio: Belson Mines. Después de tres llamadas telefónicas conseguí veinticuatro pedazos de antracita como veinticuatro soles y la promesa de otra entrega en cinco días. A partir de entonces, Isabel y yo ya no volvimos a pasar frío. Mi trapichero, un tipo bajito y esmirriado enfundado en un abrigo marinero, intentó venderme un poco de cocaína con el lote de bultos negros, pero por entonces no me interesaban las drogas. Hizo falta un viaje a las estrellas para que me enganchase.

Una vez que tuvimos carbón en la chimenea, Isabel volvió a dormir desnuda, aunque eso no ayudó a mi impotencia. Recuerdo desvelarme de vez en cuando a las cinco de la madrugada con el ansia viva entre las piernas, pero si la despertaba (tarea nada fácil, porque dormía y roncaba como un oso hibernando) no servía de nada. Mi miembro se retraía, asustado; yo me frustraba y me sentía como un tonto de remate. E Isabel se cabreaba conmigo por despertarla para otro gatillazo.

-Ben -me decía-, si me quieres, aquí me tienes. Pero deja de despertarme para estos experimentos.

Yo me sonrojaba como un niño y era incapaz de volver a dormirme. Era horrible. Esto fue después de aquella conversación en Jamaica con el geólogo; empecé a fantasear con los viajes espaciales. Cuando yo sublimo, sublimo a lo grande.

Así que compré esta nave, la equipé, me aseguré de tener unas cuantas mujeres atractivas en la tripulación y puse rumbo a las estrellas con un pene fláccido.

-Doctor -le dije a Orbach, tendido en el sofá de cuero de su despacho, con mis enormes botas Lumberjack en el reposabrazos y la cabeza sobre un mullido cojín también de cuero-. Como no consiga tener un orgasmo pronto...

-No te conviene meterte tanta presión -dijo-. Hay otras maneras de darle salida a tu energía.

-Podría mentir, saquear y matar. Podría presentar mi candidatura a la presidencia. Podría viajar por el espacio.

Su voz sonó sarcástica.

-Esa última parece la menos destructiva.

Y con eso quedó decidido. Al día siguiente le dije a mis abogados que me encontrasen una nave espacial. La que terminé consiguiendo era china; se llamaba Flor del Reposo Celestial. Mandé al desguace la mayor parte de la vieja parafernalia científica que llevaba dentro, construí una plataforma de lanzamiento en los Cayos de la Florida, amueblé el camarote del capitán con antigüedades, contraté a una tripulación y despegamos hacia Fomalhaut. Me llevó un año. De no haber estado más tenso que un muelle de acero como consecuencia del celibato, me habría llevado cinco. Si no era capaz de penetrar el cuerpo de una mujer mediante un acto de voluntad, la voluntad me empujaría galaxia adentro. Detestaba esa especie de álgebra espiritual, pero comprendía bastante bien la ecuación; durante la mayor parte de mi vida había estado desnudando a un santo para vestir a otro. Así es como te haces rico en un mundo donde escasean los recursos, un mundo cuyas fuentes se agotan.

Años atrás, alguien me había hablado del culturismo in somno: podías evitar el aburrimiento de ponerte en forma haciendo ejercicio durante un largo sueño químico. Odiaba la gimnasia y la idea tenía su encanto, pero por entonces no me parecía posible desaparecer del mundo de la vigilia durante dos meses sin verme abocado a peligros económicos inimaginables. Cuando me enteré de que, pese a las triquiñuelas espaciotemporales de las que era capaz mi nave, tardaríamos tres monótonos meses en cruzar la Vía Láctea, decidí aprovechar la oportunidad e hice instalar las máquinas Nautilus. Los pectorales se me estaban quedando fofos y me estaba saliendo barriga. Tonificar mi cuerpo tal vez tonificara también su parte más blandita. A lo mejor en una siesta de dos meses tenía un aluvión de sueños húmedos y me quedaba a gusto. Pero resultó que no; me pasé la mayor parte del sueño con mi padre.

No había parado desde que me fui de casa a los dieciocho. Estudié Metalurgia en una facultad y Chino en otra mientras me mudaba de hotel en hotel. Cuando cumplí los catorce, mi tía Myra de Nueva York me dejó ochenta mil dólares. Los invertí en bosques en el momento idóneo, y para cuando me tocó ir a la universidad me podía permitir una suite en el hotel que me diese la gana y una secretaria para mecanografiar mis trabajos de curso. Nunca me había hospedado en una habitación de hotel normal; siempre escogía suites. Creo que temía quedarme atrapado en un solo cuarto como mi padre.

Me doy cuenta mientras escribo esto -mientras lo dicto- de que ahora vivo en un solo cuarto, igual que con Isabel. Soy el único inquilino de esta cabaña, de esta chabola de lúnice, la única obra arquitectónica del planeta Belson. No hay nomeolvides en las paredes, que son del mismo plateado mate del lúnice, ese hermoso mineral. Aun así, la idea de que me he convertido en el habitante de un solo cuarto y de que, por tanto, mi situación se asemeja a la de mi padre me incomoda. Igual que él, me paso las horas sentado en mi escritorio leyendo. Igual que él, fumo un puro detrás de otro. Igual que él, no hablo con nadie.

Necesito extraer más lúnice y construir otra habitación. Necesito una compañera. Necesito a Isabel.

Llevo ya cuatro meses aquí, con mi pequeña fábrica de morfina, mi ordenador rojo y mi huerto fuera. Difícilmente podría estar más solo si no fuese porque el planeta es mi...

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Autor

Walter Tevis fue un novelista y escritor de relatos cortos estadounidense. Dio clases de Literatura Inglesa y de Escritura Creativa en la Universidad de Ohio, donde se dio cuenta de que el nivel literario de los estudiantes estaba bajando de manera alarmante, germen de la idea para Sinsonte (1980. Impedimenta, 2022). Tevis también escribió El hombre que cayó en la Tierra (1983),Gambito de dama (1983), adaptada para Netflix como miniserie, y Las huellas del sol (1983. Impedimenta, 2024). Murió a la edad de cincuenta y ocho años, en Nueva York, debido a un cáncer de pulmón.
Weitere Artikel von
Tevis, Walter S.
Weitere Artikel von
Martín Giráldez, Rubén
Übersetzung

Bei diesen Artikeln hat der Autor auch mitgewirkt