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Gala de Hispania

E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
432 Seiten
Spanisch
EDHASAerschienen am21.03.2024
«De sus entrañas surgirán coronas de reinas y emperatrices», dijeron los dioses. Y así fue. En el siglo V, el antaño todopoderoso Imperio romano se ha escindido en dos, y una Roma decadente paga con oro su mera supervivencia. También la Iglesia parece a punto de resquebrajarse en mil pedazos, y, entretanto, las más diversas y violentas tribus bárbaras se adentran en cada ciudad, cada territorio, reclamando tierras y sustento. Pero ésta es la historia de Elia Gala Placidia. Reina de los godos y emperatriz de Roma, nobilissima del Imperio, hija, esposa, hermana y madre de emperadores, fue también rehén y esclava. Tan aplaudida en unos tiempos como vejada en otros, como mujer jamás perdió su dignitas romana. Y es que ya sea por el designio de los hombres o el suyo propio, por la diosa Fortuna o la indomable Marãt, su destino estaba escrito con negra tinta en el pergamino de los tiempos. «Piensan los hombres que son dueños de sus vidas... ¡Qué necios resultan!, pues desconocen que todo lo que alcanza la vista está en manos del destino». Con una prosa delicada y sentida, Roberto Corral nos adentra, a través de la narración de dos esclavas, Helpidia y Maia, en la vida de Gala Placidia y en unos tiempos que cambiaron el mundo por entonces conocido. Con pasión, y también con cultura, perfectamente contenida en la ficción, nos muestra así un momento histórico y unos personajes que, sin duda, a partir de ahora serán inolvidables.

Roberto Corral Moro (Madrid, 1961), licenciado en Historia del Arte, ha dedicado la mayor parte de su vida profesional a la enseñanza. Actualmente, compagina su pasión por la escritura con la dirección de una escuela de español y cultura española para extranjeros. Comenzó su carrera literaria con Gulo, el elefante anoréxico, libro de cuentos infantiles que dedicó a sus hijos, y tiene en su haber dos novelas: La ruta de los huesos (Vitrubio, 2018) y El olor de las olas, finalista del Premio Nadal, publicada por Mensajero en 2020. Ahora, con esta Gala de Hispania. Reina y esclava, se adentra por primera vez en la narrativa histórica, y lo hace por la puerta grande.
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Verfügbare Formate
TaschenbuchKartoniert, Paperback
EUR30,50
E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
EUR9,99

Produkt

Klappentext«De sus entrañas surgirán coronas de reinas y emperatrices», dijeron los dioses. Y así fue. En el siglo V, el antaño todopoderoso Imperio romano se ha escindido en dos, y una Roma decadente paga con oro su mera supervivencia. También la Iglesia parece a punto de resquebrajarse en mil pedazos, y, entretanto, las más diversas y violentas tribus bárbaras se adentran en cada ciudad, cada territorio, reclamando tierras y sustento. Pero ésta es la historia de Elia Gala Placidia. Reina de los godos y emperatriz de Roma, nobilissima del Imperio, hija, esposa, hermana y madre de emperadores, fue también rehén y esclava. Tan aplaudida en unos tiempos como vejada en otros, como mujer jamás perdió su dignitas romana. Y es que ya sea por el designio de los hombres o el suyo propio, por la diosa Fortuna o la indomable Marãt, su destino estaba escrito con negra tinta en el pergamino de los tiempos. «Piensan los hombres que son dueños de sus vidas... ¡Qué necios resultan!, pues desconocen que todo lo que alcanza la vista está en manos del destino». Con una prosa delicada y sentida, Roberto Corral nos adentra, a través de la narración de dos esclavas, Helpidia y Maia, en la vida de Gala Placidia y en unos tiempos que cambiaron el mundo por entonces conocido. Con pasión, y también con cultura, perfectamente contenida en la ficción, nos muestra así un momento histórico y unos personajes que, sin duda, a partir de ahora serán inolvidables.

Roberto Corral Moro (Madrid, 1961), licenciado en Historia del Arte, ha dedicado la mayor parte de su vida profesional a la enseñanza. Actualmente, compagina su pasión por la escritura con la dirección de una escuela de español y cultura española para extranjeros. Comenzó su carrera literaria con Gulo, el elefante anoréxico, libro de cuentos infantiles que dedicó a sus hijos, y tiene en su haber dos novelas: La ruta de los huesos (Vitrubio, 2018) y El olor de las olas, finalista del Premio Nadal, publicada por Mensajero en 2020. Ahora, con esta Gala de Hispania. Reina y esclava, se adentra por primera vez en la narrativa histórica, y lo hace por la puerta grande.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788435049504
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisDRM Adobe
FormatE101
Verlag
Erscheinungsjahr2024
Erscheinungsdatum21.03.2024
Seiten432 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse3217 Kbytes
Artikel-Nr.14216470
Rubriken
Genre9201
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Inhalt/Kritik

Leseprobe


II

LA MONTAÑA SAGRADA

Monte Hor, Petra. Anno Domini 362

-En ocasiones, hijo mío, los dioses se disfrazan de hombres o mujeres para pasear entre ellos, pobres criaturas que creen poseer el poder sobre su existencia sin saber que no son más que hojas secas de otoño a merced del viento, sin imaginar siquiera que sus vidas y sus muertes, sobre todo sus muertes, están ya escritas y pertenecen al destino.

A pesar de los muchos años y de su barba ya encanecida, Yarmuk recordaba todas y cada una de las palabras de su padre mientras, sudorosos, ascendían hasta la cima del monte Hor, la montaña sagrada. Tardó tiempo en encontrar el sentido a aquellas jadeantes conversaciones, pero cuando lo hizo las cinceló en su mente como el cantero marca el sillar de piedra.

Aquellos recuerdos animaban su paso bajo aquella luna llena que iluminaba los senderos y los estrechos desfiladeros que se perfilaban entre las rocas cortantes. Conocía bien aquel terreno; lo había recorrido cientos de veces de niño de la mano de su padre y de su abuelo, y más tarde, cuando ambos murieron, sólo. Pero esta vez era distinto, y los dioses parecían favorecerlo. Sonrió al echar un vistazo a su regazo. Nunca antes había estado allí con un bebé en brazos. Y esa luz que la noche le regalaba permitía que sus viejas zapatillas de cuero ascendieran a buen paso, sin tropiezos, sorteando arbustos, zarzas y matorrales.

Fatigado, se detuvo para aspirar una bocanada de aire fresco y miró hacia lo alto de la montaña, la más alta de la región, la más majestuosa. Allí arriba, lejos de miradas profanas y cerca del cielo, moraba Dushara, el señor de la montaña, el que todo lo ve y todo lo sabe; el dios de sus padres y de sus antepasados y al que ahora se disponía a presentar a su hija. Su primera hija. Aún no le había dicho a su esposa qué nombre había elegido para ella. Aunque estaba seguro de que le gustaría, porque significaba «la que nunca pierde la fe». Eso es lo que más deseaba para su hija: una fe inquebrantable que la ayudara a vivir bien y a morir mejor.

Apenas unas horas después de escuchar su primer gemido, ese llanto maravilloso que anunciaba al mundo su llegada, ya sentía que su vida había cambiado por completo. Luego, tras lavarla, una de las ancianas de la aldea que había ayudado en el parto la envolvió en una fina sábana de lana y la acomodó suavemente entre sus brazos. Él la acogió con la torpeza de un padre primerizo e introdujo por su cabecita el cordón de cuero con el símbolo que representaba a la diosa Manãt y que él mismo había tallado y pulido en madera. Observó en silencio a su hija, y, en ese mismo instante, la pequeña abrió los ojos y lo miró. Yarmuk supo entonces que se había creado un lazo entre ambos, un lazo invisible entre él y aquel diminuto ser al que ya había empezado a amar el mismo día en que Atargatis, su esposa, le anunció que estaba encinta.

«¿Cómo era posible tanto amor en tan poco tiempo?», se preguntó mientras continuaba el fatigoso ascenso. Otros padres le habían hablado de ello, de esos sentimientos tan intensos como irracionales, pero él no los había creído, convencido de que no eran más que exageraciones de campesinos. Ahora, mientras la pequeña se aferraba con su diminuta manita a uno de sus dedos, sabía cuán equivocado estaba.

Alzó de nuevo la mirada hacia la cima y bebió un trago de agua del odre de pellejo de cabra. Aún quedaba un buen trecho antes de llegar hasta el altar de piedra. Lo alcanzaría poco antes del amanecer. Alrededor, ajenas a sus pensamientos, rebuscaban raíces entre las rocas media docena de tristonas ovejas y el carnero que había seguido sus pasos desde la aldea.

Se secó el sudor de la frente con la manga. Unos amenazadores nubarrones cubrían la montaña. Recordó entonces el miedo que sintió de niño en su primera visita a la morada de los dioses. Aquel día, como ahora, también le sudaban las manos. Durante todo el camino desde la aldea anduvo detrás de su padre, siguiéndolo de cerca, sin dejar de mirar las suelas de sus gastadas sandalias. «No te separes de mí», le había advertido, severo, cuando, al salir de casa, le entregó un morral con algo de comida: una hogaza de pan, queso de cabra, un par de cebollas y un odre con agua; «el humilde festín de los pastores», según su madre. «No te separes de mí», repitió. Y había logrado inquietarlo aún más, tanto que sólo el aullido de un zorro y los sonidos de los tejones al excavar la tierra le hicieron desviar la mirada del sendero. Aquel lejano día, como éste, las nubes también ocultaban la cima de la montaña, y él caminaba en silencio, tratando de aguantar la respiración y los jadeos por el cansancio. De vez en cuando, su padre volvía la cabeza para mirarlo y sonreía ante su comprensible miedo, probablemente el mismo desasosiego que él debió de sentir en el pasado.

Los años habían transcurrido veloces desde entonces. Infinidad de inviernos habían sucedido a infinidad de otoños, las nubes que salpicaban el cielo eran otras, el miedo infantil había sido sustituido por un sereno respeto ancestral, y hacía ya mucho que las arenas del desierto habían secado los huesos de sus padres, pero la rueda de la vida, obediente a los dioses, daba una vuelta más, otro giro, y ahora era él, Yarmuk, quien ascendía por aquella ladera con su hija en brazos. Presente y pasado galopaban por su mente como potros en la pradera.

Cuando por fin llegó a la cima del monte Hor, Yarmuk se giró para contemplar el horizonte. El cansancio lo obligó a apoyar la espalda en un cúmulo de rocas y resoplar un par de veces. El aullido lejano de un zorro le hizo esbozar una sonrisa. Tal vez, imaginó, quizá se tratara de un descendiente de aquel que pareció acompañarlo en su primer ascenso a la montaña. Cerró los ojos, y entonces lo envolvió el olor de los eucaliptos y el de los iris negros que crecían, indomables, entre los pedregales. Amaba hasta la última piedra de aquella tierra suya.

Abajo, en los pies de la montaña, se hallaba la aldea, su hogar. Aún dormía, y sólo unos diminutos puntos amarillentos de las lamparillas de aceite junto a las ventanas señalaban a los más madrugadores. Volvió la vista hacia el este. Cuando el sol despuntara, se alcanzaría a ver Petra. Apenas seis o siete millas romanas la separaban del pie del monte. Suspiró, algo abatido. La antigua y majestuosa capital del reino nabateo de sus antepasados hoy no era más que una simple provincia del Imperio romano, otra más bajo su apretado yugo. De niño, en aquel mismo lugar, durante los descansos a los que el sol abrasador los obligaba, mientras, sentados a la sombra, compartían el pan, la crema de garbanzos y las aceitunas negras que su madre les había preparado, su padre le contaba las historias de los antiguos monarcas, de aquellos tiempos en que las parsimoniosas e infinitas caravanas que iban y venían desde los rincones más olvidados del mundo elegían esa ciudad para hacer un alto en su camino. Yarmuk, entonces, cerraba los ojos para imaginar a los barbudos mercaderes intercambiando las sedas compradas a los hombres de ojos rasgados del reino de Rouran por jades y amatistas de la lejana región de Gandhara; afilados colmillos de elefantes africanos, traídos desde los bulliciosos puertos de Omán, por las preciadas especias que sólo se podían encontrar en el remoto Oriente. «Algún día visitaremos todas esas ciudades», le aseguraba el viejo, apoyando con fuerza el cayado en el suelo. Y él se preguntaba cuán lejos quedarían aquellos lugares y si las manos callosas y la respiración cada día más pausada y dificultosa de su padre consentirían un viaje tan largo.

El agudo silbido de un halcón le hizo levantar repentinamente la mirada, y se esfumaron todos aquellos pensamientos. «Aquel mundo acabó», susurró Yarmuk. Los romanos habían arrasado la ciudad; sin flechas ni escudos, sin lanzar un sólo pilum, sin desenvainar las espadas, simplemente abriendo nuevas rutas comerciales. Petra languidecía, al igual que los dioses a quienes ellos aún rezaban.

Con sumo cuidado, arropó un poco más a la pequeña. Dormía como sólo saben dormir los niños, arrebujada en la manta de lana en la que Atargatis la había envuelto antes de salir de casa. No era una simple tela de abrigo, sino parte del ajuar que había aportado al matrimonio y un bien muy preciado para ella. Que ahora cubriera el cuerpo de su hija y le ofreciera el mismo calor que a ella le había obsequiado siendo un bebé significaba mucho.

Yarmuk dejó a la niña sobre un improvisado y mullido lecho de paños y comenzó los preparativos para el ritual. Lo primero era el fuego sagrado. «Te dará calor en la madrugada, alejará a las alimañas y permitirá que los dioses te contemplen mejor desde lo alto», le había enseñado su padre mientras removía con un palo las brasas de la hoguera. No sería difícil, consideró, tras echar un rápido vistazo en derredor. Estaba repleto de matorrales y pequeñas ramas secas, y sólo tendría que recoger unas cuantas. Las apiló sobre el altar -una enorme piedra con forma de mesa que la naturaleza les había querido regalar para honrar a Dushara y Manãt- y los cubrió con restos de cabello, virutas de madera y algo de paja seca que siempre llevaba consigo en la talega que le colgaba del hombro. De ella extrajo también una piedra de pedernal y un trozo de hierro. A continuación, Yarmuk susurró una plegaria. Había llegado el momento de golpear la piedra contra el metal. Volaron por el aire unas diminutas chispas, y pronto brotó el deseado fuego. «¿Cómo alguien puede siquiera dudar de la existencia de los dioses?», se preguntó, inclinando...
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Roberto Corral Moro (Madrid, 1961), licenciado en Historia del Arte, ha dedicado la mayor parte de su vida profesional a la enseñanza. Actualmente, compagina su pasión por la escritura con la dirección de una escuela de español y cultura española para extranjeros. Comenzó su carrera literaria con Gulo, el elefante anoréxico, libro de cuentos infantiles que dedicó a sus hijos, y tiene en su haber dos novelas: La ruta de los huesos (Vitrubio, 2018) y El olor de las olas, finalista del Premio Nadal, publicada por Mensajero en 2020. Ahora, con esta Gala de Hispania. Reina y esclava, se adentra por primera vez en la narrativa histórica, y lo hace por la puerta grande.
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Corral, Roberto