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Suzanne Valadon

E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
Spanisch
EDHASAerschienen am12.06.2024
Salvaje, voraz y creativa: así fue la vida de la pintora Suzanne Valadon. Hija de una lavandera viuda, hizo y fue de todo antes de dedicarse a la pintura: modista, obrera, florista de una funeraria, camarera, acróbata, modelo... Pero, en aquel Montmartre parisino de finales del siglo XIX e inicios del XX, en un momento en el que las mujeres quedaban relegadas al salón burgués, al claustro conventual, a la máquina proletaria o al lecho prostibulario, Suzanne no se dejó encasillar. Modelo de algunos de los artistas más aclamados de la primera modernidad, como Renoir, Degas o Toulouse-Lautrec (quien la bautizó tal como ahora la conocemos), no tardó en convertirse ella misma en una afamada pintora. Así, entre lienzos, amantes y alcohol, consiguió salir de la extrema miseria en la que había vivido hasta el momento y comenzó a disfrutar del reconocimiento de los exigentes círculos artísticos parisinos y de una notable fortuna que no le preocupó malgastar antes de morir. Entretanto, pintó su vida de colores, se la comió a mordiscos y se la bebió de un tirón. Tomó las riendas de su destino y decidió por ella misma, y por eso también se autorretrató infinidad de veces, en una búsqueda constante de conocerse y comprenderse. Alma libre, espíritu inquieto, mala madre, buena hija, amante tan inolvidable como ególatra y artista genial, Suzanne fue, sobre todo, una mujer que supo dejar rastro. Y ese rastro al fin llega hasta nosotros como se merece, como el de una pintura rupturista en su tiempo y genial para la eternidad. Exposición actualmente en el MNAC de Barcelona del 19 de abril al 1 de septiembre 2024: Suzanne Valadon. Una epopeya moderna.

Blanca Bravo Cela (Barcelona, 1972), licenciada en Filología Hispánica y doctora en Literatura Contemporánea por la Universidad de Barcelona, compagina la docencia y la creación literararia. Ha cultivado el ensayo, la biografía, la literatura infantil y el álbum ilustrado. Con su primera novela histórica, La otra vida (Roca Editoria, 2016) quedó finalista en el Premio Paneta y ganó el III Premio Literario Marta de Mont Marçal, y luego publicó una segunda novela del mismo género, ya en Edhasa: Las dos manos de Cervantes. Ahora se suerge de nuevo en la no ficción para, con un trazo delicado y casi poético, regalarnos una biografía de Suzanne Valadon, pintora un tanto desconocida hasta hace poco pero absolutamente maravillosa e innovadora.
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KlappentextSalvaje, voraz y creativa: así fue la vida de la pintora Suzanne Valadon. Hija de una lavandera viuda, hizo y fue de todo antes de dedicarse a la pintura: modista, obrera, florista de una funeraria, camarera, acróbata, modelo... Pero, en aquel Montmartre parisino de finales del siglo XIX e inicios del XX, en un momento en el que las mujeres quedaban relegadas al salón burgués, al claustro conventual, a la máquina proletaria o al lecho prostibulario, Suzanne no se dejó encasillar. Modelo de algunos de los artistas más aclamados de la primera modernidad, como Renoir, Degas o Toulouse-Lautrec (quien la bautizó tal como ahora la conocemos), no tardó en convertirse ella misma en una afamada pintora. Así, entre lienzos, amantes y alcohol, consiguió salir de la extrema miseria en la que había vivido hasta el momento y comenzó a disfrutar del reconocimiento de los exigentes círculos artísticos parisinos y de una notable fortuna que no le preocupó malgastar antes de morir. Entretanto, pintó su vida de colores, se la comió a mordiscos y se la bebió de un tirón. Tomó las riendas de su destino y decidió por ella misma, y por eso también se autorretrató infinidad de veces, en una búsqueda constante de conocerse y comprenderse. Alma libre, espíritu inquieto, mala madre, buena hija, amante tan inolvidable como ególatra y artista genial, Suzanne fue, sobre todo, una mujer que supo dejar rastro. Y ese rastro al fin llega hasta nosotros como se merece, como el de una pintura rupturista en su tiempo y genial para la eternidad. Exposición actualmente en el MNAC de Barcelona del 19 de abril al 1 de septiembre 2024: Suzanne Valadon. Una epopeya moderna.

Blanca Bravo Cela (Barcelona, 1972), licenciada en Filología Hispánica y doctora en Literatura Contemporánea por la Universidad de Barcelona, compagina la docencia y la creación literararia. Ha cultivado el ensayo, la biografía, la literatura infantil y el álbum ilustrado. Con su primera novela histórica, La otra vida (Roca Editoria, 2016) quedó finalista en el Premio Paneta y ganó el III Premio Literario Marta de Mont Marçal, y luego publicó una segunda novela del mismo género, ya en Edhasa: Las dos manos de Cervantes. Ahora se suerge de nuevo en la no ficción para, con un trazo delicado y casi poético, regalarnos una biografía de Suzanne Valadon, pintora un tanto desconocida hasta hace poco pero absolutamente maravillosa e innovadora.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788435049603
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisDRM Adobe
FormatE101
Verlag
Erscheinungsjahr2024
Erscheinungsdatum12.06.2024
SpracheSpanisch
Dateigrösse1961 Kbytes
Artikel-Nr.15509906
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe


Capítulo 3

Marie Clémentine Valade

Son las seis de la mañana del 23 de septiembre de 1865, sábado de otoño, cuando nace Marie Clémentine Valade en el pequeño pueblo francés de Bessines sur Gartempe, situado en el departamento de Haute-Vienne. Su madre, Madeleine Valade, no sabe -o no quiere decir- quién la ha dejado embarazada. El asunto es escandaloso en el lugar, porque la madre de Marie es una viuda de treinta y cuatro años, cuyo marido -un tal Courlaud- había muerto en la prisión de Limoges. Madeleine había dejado tiempo atrás los hijos, ya mayores, tenidos en su matrimonio y se había colocado como ama de llaves en una adinerada familia que la trataba con respeto.

Madeleine era una mujer tan seria, austera y misántropa que la noticia de que estaba embarazada resultó una gran sorpresa para todos los que la conocían. ¿Cómo podía haberse quedado preñada si no salía nunca y no se le conocían amigos? Ella, cuando muchos años después se aventuró a dar algún dato sobre el hombre que la había dejado encinta, lo único que dijo es que se trataba de un molinero. Como fuera, en el acta de bautismo de la pequeña, constan dos nombres como padrinos: Matthieu Masbeix, un vecino, y Marie Céline Courlaud, una de sus hermanas mayores.

Al poco de nacer Marie, Madeleine se va de la casa en la que servía desde hacía ya tiempo, como se había ido antes del otro pueblo. Pero ¿por qué salió corriendo de la casa que la había acogido los últimos años llevando consigo a la pequeña de semanas? ¿Acaso había tenido algo que ver una hipotética relación con alguno de los hombres de la casa? ¿Quizás alguien le pagó para que desapareciera de la zona rural en la que resultaba muy complicado guardar una confidencia?

El secreto más absoluto -y es sólo el primero de los que nos vamos a encontrar en la vida de Marie- acompañó a la madre a la tumba. Nunca se sabrá quién es realmente el padre de la futura pintora. Lo cierto es que Madeleine abandona la casa donde trabajaba tan pronto como se recupera del parto y se lleva a su hija recién nacida con ella, huyendo del pequeño pueblo al que no volverá.

En 1870 tenemos a madre e hija en París, donde Madeleine descubre con ingrata sorpresa que los precios de la vivienda son inalcanzables para ella en el centro. Pregunta dónde puede conseguir alquilar algún lugar por poco dinero. La respuesta tiene diez letras: Montmartre, la cumbre de una colina de 130 metros de altura situada a la orilla derecha del Sena.

En esa época, Montmartre era una de las comunas que Napoleón III había anexado a la ciudad pocos años antes. Se había convertido en uno más -el número 18- de los distritos de París que están dispuestos en espiral. Ese lugar del extrarradio, de incómodo paseo, cuestas empinadas y calles llenas de barro, ofrecía viviendas mucho más baratas que el centro, así que Madeleine no duda en asentarse en el que, hasta hacía poco, era un pequeño pueblito que colindaba con la urbe.

Montmartre era, efectivamente, un lugar marginal, demasiado incómodo para los acomodados burgueses, que sólo acudían a sus cuestas miserables buscando diversión y placer a bajo precio, lejos de posibles cotilleos y escándalos en los encorsetados salones de la sociedad en la que vivían.

Así, situado en lo alto de la montaña, Montmartre se convirtió en un refugio para los que apenas podían pagar el alquiler y malvivían en una especie de comuna solidaria en la que quien tenía pan lo repartía y quien tenía bebida la compartía con los demás desharrapados.

Sin embargo, poco a poco iba a cambiar el perfil de la zona porque empiezan a acudir en masa jóvenes artistas con el reto de triunfar en la capital. Debido al poco dinero de que disponían esos pintores, escultores y escritores todavía desconocidos, llegan también a ese lugar. Allí se van arracimando juntos en callejas que se irán convirtiendo en un auténtico nido para la idealizada vida bohemia.

En Montmartre se dio el encuentro entre prostitutas y ricos clientes, artistas con hambre de fama y también de pan, y familias pobres que no tenían más remedio que acudir allí para alquilar pequeñas y sórdidas viviendas para su numerosa prole. Esa vorágine de gentes, que vivía más en la calle que dentro obligada por lo diminuto de las estancias, resultaba atractiva porque hacían que el lugar fuera de lo más dinámico y vital. Pero Montmartre, además, añadiría, en breve, otros atractivos para los buscadores de vida alternativa y libre, lejos de los prejuicios: la defensa de la libertad y un incipiente feminismo que recorrerá sus calles con fuerza.

Faltaba muy poco para que su auténtico espíritu arrancara con el estallido de la Comuna, como se llamó a esos días de revuelta dominados por un clima revolucionario y feminista que iba a pervivir allí que entre marzo y mayo de 1871. Ese intento fallido de gobierno proletario de extrema izquierda duró apenas setenta días, pero fueron setenta días de pasión revolucionaria. Entre otras demandas, los trabajadores exigían la autogestión de fábricas y empresas que habían sido abandonadas por sus propietarios, defendían los derechos laborales de la mujer y la creación de guarderías para los hijos de las trabajadoras, solicitaban medidas que condonaran deudas de alquileres atrasados, demandaban la supresión de intereses de impagos antiguos... Y es que el pueblo estaba famélico tras los duros meses de guerra franco-prusiana, iniciada en julio del 70. Después del asedio sufrido por la ciudad, se había peleado con rabia en unos días trágicos que recordaban la revolución de un siglo atrás, aquella que había guillotinado con cruel decisión a los miembros de la corona.

Algo importante de esos días revolucionarios de los primeros años setenta es que las mujeres se abanderan y toman conciencia del valor de su voz. Aunque hubo muchas, la mayoría anónimas, mencionaremos ahora sólo a una como ejemplo: la destacada poetisa y profesora Louise Michel, que debió de ser una inspiración para todas las que peleaban por encontrar un lugar. Louise se había vestido el uniforme militar y había empuñado un arma. Luego, había seguido luchando desde la prisión y había continuado defendiendo su causa incluso una vez recobrada la libertad. Se acabó convirtiendo en un modelo de reivindicación femenina, un eficaz revulsivo para las que vendrán, quienes imitarán su lucha por lograr la igualdad y el reconocimiento, como Marie.

Sin embargo, en ese tiempo, todavía la pequeña es ajena a todas esas reivindicaciones que le están preparando el escenario en el que aún no sale a actuar. Debió de vivir con el filtro de la inocencia que regala la niñez, apenas consciente del conflictivo momento social, económico y político que protagonizan los mayores. De hecho, la juventud de Marie transcurrirá en un París de calma, tensa pero estable, ya que, tras el breve período revolucionario, se restablece pronto el gobierno en forma de III República. Es cierto que la serenidad se va a truncar en algunas ocasiones -como fueron los años del caso Dreyfus, de la Gran Guerra, del crac del 29 de Nueva York que salpicó las calles francesas...-, pero falta todavía tiempo para eso.

De momento, la estabilidad del nuevo gobierno favorece la creación de un circuito artístico que tiene su base en las academias, tanto las oficiales como las otras. Era un momento efervescente. El arte se cuestionaba su propia identidad y competían tendencias conservadoras con otras rupturistas, que cada vez tenían más fuerza.

Dos años antes de nacer Marie, en 1863, Manet había firmado su provocadora versión de la odalisca con Olympia; Monet estaba ocupado en sus almuerzos sobre la hierba; Degas en el dibujo de retratos femeninos con flores, y Berthe Morisot se concentraba en los retratos de mujeres y bebés. Ese mismo año, Napoleón III decide crear el «salón de los rechazados». El objetivo es que un grupo de artistas considerados poco convencionales y de calidad cuestionable por parte de los académicos más conservadores puedan exponer sus obras. Ahí se lanza el círculo de los que iban a ser denominados -con intención peyorativa- «impresionistas», un círculo de artistas que estaba en plena actividad intentando reflejar la impresión y no la realidad. En ese grupo, además de los ya mencionados, se encontraban otros como Renoir, Pissarro, Sisley, Bazille, Guillaumin, Caillebotte, Eva Gonzalès y Cézanne. Serían los maestros de los que vendrán unas décadas después, los llamados posimpresionistas, entre los que la pequeña Marie tendrá un lugar en un futuro no muy lejano.

El salón había sido una genial idea de Napoleón III, quien había escuchado y atendido a todos aquellos pintores no academicistas en su reivindicación de un espacio. El lugar albergaba las obras repudiadas que cada vez resultaban menos repulsivas, para convertirse en revulsivas y deseables para el gran público y también para los inversores visionarios. Allí iban a exponer artistas de la talla de Manet, Courbet y Cézanne. Lo cierto es que esa calificación -«los rechazados»- entrañaba un interés añadido provocado por el morbo. ¿Por qué rechazarlos? ¿Cuál era su pecado? ¿Cómo provocaban para tener prohibido el estar en los salones del circuito habitual? Imaginarlo era extremadamente sugerente y atractivo. Ese salón en el margen, territorio de frontera, se convierte en un hervidero de curiosos y, lo más importante, en una llamada para los galeristas que buscan nuevos cuadros que sorprendan a clientes cansados de escenas de salón, en los que se esfuerzan en bailar damas asfixiadas por el corsé...
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