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Los niños están mirando

E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
Spanisch
Editorial Impedimenta SLerschienen am10.06.20241. Auflage
Un asfixiante thriller en el que los niños no son la víctima, un inquietante retrato de la maldad en la infancia. Uno de las novelas más singulares del gótico americano.

El resplandeciente sol californiano baña las playas de Malibú durante la última semana del verano. Los cinco hijos del matrimonio Moss, una pareja de actores que está terminando de rodar en Italia su última película, se encuentran solos en casa, enganchados a la pantalla del televisor. Sentados estáticos frente a los tubos catódicos, los cinco hermanos Moss parecen vivir dentro del universo de los sueños que se fabrica en el otro lado de las colinas, en un Hollywood decadente y violento. ¿Quién cuida de ellos? La niñera acaba de ser encontrada muerta, flotando en el mar. Encerrados en su propio horror secreto, siempre con las persianas a medio bajar, los niños insisten en mantenerse ajenos a un mundo adulto de entrometidos que pretenden invadir su hogar aporreando la puerta: la policía, los carteros, los vecinos y un misterioso hombre que los vigila cada noche a través de las cortinas.

Vuelve Laird Koenig (La chica que vive al final del camino) junto a Peter L. Dixon en esta novela de suspense aterrador. Una historia que se adentra en el oscuro mundo de pesadilla de unos niños abandonados a su suerte en la California de la filosofía hippie, las series de acción y la histeria del Satanic Panic.

CRÍTICA

«Puro gótico americano repleto de secretos macabros que aguardan en la engañosa tranquilidad de los suburbios.» -Cine y Literatura

«Un hiperrealista cosmos infantil donde el universo moral de los niños, ampliado bajo la lupa, revela fragilidades, grietas, que apuntalan la dolorosa transición al mundo adulto..» -Xavier R. Ruera, Zenda

La atmósfera creada por Koenig y Dixon a lo largo de la novela es tremendamente escalofriante. Su prosa bebe directamente de la rama gótica.-Marcos Gendre, Mondosonoro


Estudió Literatura y Psicología en la Universidad Estatal de Washington, trabajó como publicista en Nueva York y se mudó en la década de los 60 a Los Ángeles, donde comenzó a trabajar como guionista. Escribió su primera novela, The Children Are Watching (1970; Impedimenta 2024), en colaboración con Peter L. Dixon, y la obra saltó a la gran pantalla en 1978 con el título Attention, les enfants regardent, producida y protagonizada por Alain Delon. Su segunda novela, La chica que vive al final del camino (1973), también fue llevada al cine en 1976, protagonizada por Jodie Foster, Mort Shuman y Martin Sheen. Falleció en 2023 en Santa Bárbara, a los noventa y cinco años.
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Verfügbare Formate
TaschenbuchKartoniert, Paperback
EUR25,00
E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
EUR12,99

Produkt

KlappentextUn asfixiante thriller en el que los niños no son la víctima, un inquietante retrato de la maldad en la infancia. Uno de las novelas más singulares del gótico americano.

El resplandeciente sol californiano baña las playas de Malibú durante la última semana del verano. Los cinco hijos del matrimonio Moss, una pareja de actores que está terminando de rodar en Italia su última película, se encuentran solos en casa, enganchados a la pantalla del televisor. Sentados estáticos frente a los tubos catódicos, los cinco hermanos Moss parecen vivir dentro del universo de los sueños que se fabrica en el otro lado de las colinas, en un Hollywood decadente y violento. ¿Quién cuida de ellos? La niñera acaba de ser encontrada muerta, flotando en el mar. Encerrados en su propio horror secreto, siempre con las persianas a medio bajar, los niños insisten en mantenerse ajenos a un mundo adulto de entrometidos que pretenden invadir su hogar aporreando la puerta: la policía, los carteros, los vecinos y un misterioso hombre que los vigila cada noche a través de las cortinas.

Vuelve Laird Koenig (La chica que vive al final del camino) junto a Peter L. Dixon en esta novela de suspense aterrador. Una historia que se adentra en el oscuro mundo de pesadilla de unos niños abandonados a su suerte en la California de la filosofía hippie, las series de acción y la histeria del Satanic Panic.

CRÍTICA

«Puro gótico americano repleto de secretos macabros que aguardan en la engañosa tranquilidad de los suburbios.» -Cine y Literatura

«Un hiperrealista cosmos infantil donde el universo moral de los niños, ampliado bajo la lupa, revela fragilidades, grietas, que apuntalan la dolorosa transición al mundo adulto..» -Xavier R. Ruera, Zenda

La atmósfera creada por Koenig y Dixon a lo largo de la novela es tremendamente escalofriante. Su prosa bebe directamente de la rama gótica.-Marcos Gendre, Mondosonoro


Estudió Literatura y Psicología en la Universidad Estatal de Washington, trabajó como publicista en Nueva York y se mudó en la década de los 60 a Los Ángeles, donde comenzó a trabajar como guionista. Escribió su primera novela, The Children Are Watching (1970; Impedimenta 2024), en colaboración con Peter L. Dixon, y la obra saltó a la gran pantalla en 1978 con el título Attention, les enfants regardent, producida y protagonizada por Alain Delon. Su segunda novela, La chica que vive al final del camino (1973), también fue llevada al cine en 1976, protagonizada por Jodie Foster, Mort Shuman y Martin Sheen. Falleció en 2023 en Santa Bárbara, a los noventa y cinco años.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788419581549
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisePub Wasserzeichen
FormatE101
Erscheinungsjahr2024
Erscheinungsdatum10.06.2024
Auflage1. Auflage
SpracheSpanisch
Dateigrösse1618 Kbytes
Artikel-Nr.15548394
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe


1

Restalló un disparo. El hombre se agarrotó y jadeó, tratando de respirar.

La niña que sostenía una concha en la cuenca de la mano la presionó contra sus finas costillas a la misma altura a la que el hombre que tenía delante se aferraba el pecho con una mano veteada de sangre. Ella cerró los ojos e intentó imaginarse la sensación que produce una bala al romper hueso.

El hombre que sangraba se precipitó hacia el interior de un garaje. Avanzó con dificultad por el suelo de cemento brillante de aceite.

Conteniendo la respiración, la niña oyó lo que más temía.

El sonido de unos pasos que se acercaban cada vez más. Tres hombres armados se detuvieron un instante a la entrada del garaje, formando con sus cuerpos una oscura silueta. El hombre que huía resbaló en el aceite, cayó, se puso de pie a duras penas, escudriñó frenético las negras sombras.

-¡Escóndete!

-Le van a disparar otra vez -dijo Cary.

-¡Cállate!

-Seguro -dijo Patrick-. ¡Lo van a atrapar!

Un pistolero alzó su arma y un destello brotó del cañón. Otras pistolas abrieron fuego. Una lluvia de casquillos salpicó el suelo. El hombre cayó de nuevo.

-¿Ves? Te lo dije, lo han matado -exclamó Cary con la respiración entrecortada.

-¡No está muerto! -La niña lo dijo casi chillando.

-Yo podría correr, aun sangrando de esa manera -dijo Patrick.

-Solo conseguirías que disparasen otra vez -dijo Cary-. Lo que tendría que hacer es fingir que está muerto.

Kathy probó a amortiguar su respiración, sin mover apenas el pecho, para que nadie pudiera darse cuenta de que seguía viva. Se quedaría allí tumbada, pensó, y esperaría a que los tres hombres se acercaran. Entonces cogería la barra esa de hierro y les daría con ella en las espinillas y, una vez derribados, les aplastaría la cabeza a golpes. Les aplastaría la cabeza a golpes y observaría cómo se les salían los sesos...

-¡Levanta! -Cary se retorció inquieto, se subió las gafas por el puente de la nariz y se rascó debajo de su camisa hawaiana con un dedo pequeño y regordete-. ¡Levanta, idiota!

-Tiene que hacerles creer que está muerto, tontaina -dijo Patrick.

Una criada rolliza con uniforme blanco se plantó entre los cinco niños y el telefilme a color.

-Aguacates, aparta tu culo gordo -gritó Patrick.

-¡Mirad! -exclamó Marti con un entusiasmo estridente. La niña de cuatro años se bajó con dificultad del sofá y sorteó a la criada para aproximarse al televisor-. ¡Ahora sí que lo van a matar de verdad!

Cary tiró de la niña hacia atrás y se adelantó en un intento de esquivar el uniforme blanco y poder ver la película. Aguacates trabajaba despacio, desplegando mesitas auxiliares con patas metálicas.

Patrick estiró las piernas, pateó con saña y no alcanzó a la criada por muy poco.

-Aguacates, ¡estás en medio otra vez!

-No te atreverías a hablarle así si supiera inglés -dijo Cary sin apartar la vista del televisor.

-O si papá y Paula estuvieran aquí -añadió Kathy lamiendo la concha.

-¡Kathy tiene razón! -se regodeó Cary.

-¡Cierra la boca, Bola de Sebo!

-¡Callaos los dos! -dijo Kathy.

-Tengo derecho a hablar -manifestó Patrick-. Están con los anuncios.

-¡Todos a callar! ¡A callar! -se quejó Marti.

Aguacates hizo un alto, se volvió hacia la pequeña e intentó acariciar con una mano morena la rubia cabecita. La niña se revolvió, rehuyendo el contacto.

Kathy miró de reojo a Sean, que todavía no había abierto la boca. El niño, que llevaba audífono, tiró del estampado a rayas marrones y blancas de una piel de cebra y se tapó las piernas desnudas. A diferencia de sus otros hermanos, Sean a menudo resultaba todo un misterio para Kathy. La niña rara vez sabía en qué estaba pensando.

-¡Que empieza! -gritó Patrick.

-¡Silencio todos! -ordenó Kathy, y tiró de la cintura elástica de su sudadera hasta que la palabra DIRECTOR se pudo leer claramente en letras negras de un lado a otro de su delgado pecho.

Sean, que no paraba de toquetearse un diente suelto con una mano bronceada, se echó hacia adelante junto con sus hermanos y hermanas para escuchar el aullido lejano de una sirena de policía.

Un gánster presionó la boca del cañón de su pistola contra la cabeza del hombre que sangraba.

El niño podía sentir el tacto del metal contra su propia sien, la fría superficie del suelo, el aceite bajo sus propias manos. Sus dedos buscaron a tientas el audífono.

Sean concluyó que los hombres armados con pistolas tendrían que huir tan pronto como oyeran la sirena. Lo malo era que, de todas formas, podían disparar al hombre que yacía en el suelo. A través de los boletines de guerra, se había enterado de que los soldados ejecutan a todos los habitantes de las aldeas para que no quede nadie que pueda decir quién ha pasado por allí. Con la misma claridad con la que veía la película que tenía delante, Sean recordó la imagen de un soldado estadounidense que, con un rifle cruzado en los brazos y de pie entre unos juncos que le llegaban por la cintura, contemplaba a sus pies a uno de esos aldeanos muertos. Con un golpe de bota, el soldado volteaba el cuerpo maniatado; la cabeza de negros cabellos se separaba rodando de los hombros.

La sirena de policía aulló más fuerte.

El hombre tendido en el suelo se retorció, agarró la barra de hierro y peleó por su vida.

Sonó un fuerte golpe metálico; Cary había derribado la bandeja de su mesita auxiliar.

-¡La poli! -Señaló con un dedo y levantó un pulgar menudo, transformada la mano en pistola-. ¡Pum! ¡Pum!

-¿Pero tú con quién vas? -espetó Patrick malhumorado.

La niña de la silla y sus tres hermanos se removieron y suspiraron con fastidio cuando Aguacates irrumpió de nuevo en el círculo para recoger la bandeja.

-¡Aparta, jolines! -gritó Patrick.

Marti se puso a dar saltitos con la mano encajada en la entrepierna.

-¡Mátalo! ¡Mátalo! -chilló con júbilo.

-¡Cierra la boca y ve al baño! -ordenó Kathy.

Marti hizo caso omiso de su hermana mayor.

-¡Aparta! -exclamó Patrick con un alarido.

Unos hombres uniformados entraron corriendo por la puerta, armas en ristre. Destellaron los disparos. Un agente se desplomó muerto. Los gánsteres se alejaron rápidamente del hombre que sangraba, que se puso de pie como pudo, tomó una pistola del agente asesinado y corrió tambaleándose tras el pistolero que lo había encañonado. El gánster subió por una escalera metálica que accedía a una pasarela colgante. El hombre que sangraba trepó con esfuerzo los peldaños de hierro. Resonaron disparos. El pistolero giró sobre sí mismo en la pasarela, se precipitó al vacío y cayó muerto al suelo.

-Muerto -anunció Kathy.

-Toma -se carcajeó Marti-. Lo han matado.

-Vaya peli más mala -dijo Cary.

-¿Os podéis callar de una vez? -ordenó Kathy.

Sean habló:

-Además, van a decir dónde habían escondido el dinero los gánsteres.

-¿Y eso qué importa? -bostezó Cary-. Marti, pon los dibujos animados.

Marti giró el dial.

Un gato, blandiendo un hacha, perseguía a un pequeño ratón por una casa, escaleras arriba, a través de la ventana y a lo largo del cable de un poste telefónico.

-¡Vuelve a poner la película!

Marti se puso a chillar.

-Solo hasta que se acabe -dijo Sean.

-Le quedan dos minutos -dijo Kathy.

-Dibujos animados no -dijo Patrick-. Yo quiero ver la peli de vaqueros.

-Yo quiero los dibujos animados -chilló Marti.

-Ya hemos visto dibujos animados toda la tarde -dijo Kathy con un suspiro de hartazgo.

Aguacates, que había terminado de disponer la bandeja de Cary para formar un semicírculo con las cinco mesitas delante del televisor, se dio la vuelta y recogió de la moqueta una toalla mojada. Echó un vistazo a su alrededor buscando más toallas de playa y cruzó una puerta corredera de cristal para salir a un patio.

Sobre el enladrillado, la criada mexicana encontró otra toalla, empapada y cargada de arena. Allí fuera, el fuerte oleaje agosteño de Malibú ahogaba el volumen creciente del aullido de la sirena de policía que puso fin al programa.

Por el patio, con su enorme barbacoa de obra y la mesa, las sillas y las tumbonas de playa pintadas de color chillón, yacían desperdigados bañadores llenos de arena y juguetes de plástico. La criada tiró las toallas y bañadores mojados en una pila junto a la puerta y empezó a reunir con una escoba los trastos de los niños Moss. Apoyó una colchoneta hinchable de lona y plástico contra un murete que separaba el patio de la arena y buscó a su alrededor las otras cuatro colchonetas que se habían convertido en su quebradero de cabeza diario.

Encontró tres de ellas en la blanda arena blanca delante de la casa. Las arrastró por encima del murete, se quitó los zapatos y caminó descalza hacia el océano en busca de la última. La fina arena todavía estaba cálida bajo sus pies y se paró a admirar la puesta de sol.

Los últimos rayos relumbraban en la orilla mojada,...

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Autor

Laird Koenig (Seattle, 1927) es un guionista, dramaturgo y novelista estadounidense. Estudió Literatura y Psicología, trabajó de publicista en Nueva York y se mudó a Los Ángeles en la década de los sesenta, donde escribió para cine, televisión y teatro. Su primera novela, Los niños están mirando (1970), escrita en colaboración con Peter L. Dixon, saltó a la gran pantalla en 1978 con Attention, les enfants regardent. Su segunda novela, La niña que vive al final del camino (1973; Impedimenta 2023), también fue llevada al cine en 1976, y Koenig recibió una nominación a los Saturn Awards por el guion. Laird Koenig murió en junio de 2023 en Santa Bárbara.

Peter L. Dixon nació en Nueva York, pero pronto se trasladó a la costa del Pacífico, donde se convirtió en uno de los pioneros del buceo moderno con bombonas. En verano hacía surf y trabajaba como socorrista en Santa Mónica, donde conoció a Sarah, su mujer desde hace casi setenta años. También trabajó como especialista acuático en series de televisión como Sea Hunt y Viaje al fondo del mar. A los veinte años se mudó a una casa en la playa de Malibú, donde crio a sus tres hijos, y comenzó una larga carrera como novelista y guionista trabajando en series legendarias como Flipper, Los Walton y La casa de la pradera. Es autor, junto a su amigo, el también guionista Laird Koenig, de la novela Los niños están mirando. El matrimonio reside en la costa de Nueva Zelanda, donde Peter L. Dixon sigue escribiendo.

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