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Alexias de Atenas

E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
512 Seiten
Spanisch
EDHASAerschienen am30.04.2024
El momento de máximo esplendor de Atenas, el siglo de Pericles, empieza a desvanecerse, y Alexias, prototipo del joven de su tiempo, se convierte en testigo de unos acontecimientos que desembocarán en la guerra del Peloponeso. Alexias de Atenas nos sitúa en los últimos años de esta larguísima serie de batallas en la que estuvieron implicadas gran parte de las ciudades-estado de la Grecia antigua, aunque fue, sobre todo, una lucha sin cuartel entre atenienses y espartanos. Pero no es ésta una novela centrada únicamente en el conflicto bélico, sino que Mary Renault nos regala algo mucho más ambicioso. Con un estilo ágil y elegante, nos ofrece una amplia panorámica de los orígenes y las causas de la decadencia de la civilización helénica. Y, así, reviviremos la Atenas de Sócrates, ciudad de una riqueza sin parangón en la Historia, donde se aceptaban e incluso envidiaban los amoríos y se celebraban con pompa los Juegos Olímpicos; y también nos adentraremos en una época en la que sufriremos como si viviéramos en aquel entonces, el hambre, las penurias y las enfermedades de los peores momentos del asedio Y, entretanto nos toparemos con personajes como Sócrates, Jenofonte, Alcibíades o Platón. Alexias de Atenas es, sin duda, una soberbia recreación de la vida cotidiana en la Grecia del siglo V a. C., pero también, y sobre todo, un emotivo canto a la amistad y el amor.

MARY RENAULT Mary Renault (Mary Challans, 1905-1983) es una de las helenistas y escritoas más importantes de todos los tiempos. Formada en Orxford en literatura clásica, descubrió su vocación como escritora mientras ejercía de enfermera, y ya en 1939, con su primera novela, obtuvo un importante respaldo de crítica y lectores. Scosada por el moralismo de la época que le tocó vivir, después de servir en la segunda guerra mundial como mefermera, se estableció en Ciudad del Cabo en compañía de Julie Maillard y juntas recorrieron buena parte del continente africano y casi toda Grecia. En su amplia obra, comparada a menudo con la de Marguerite Yourcenar y Robert Graves, destacan las novelas históricas El rey debe morir, Teseo rey de Atenas, La máscara de Apolo, Alexias de Atenas, la biografía Alejandro Magno y el tríptico sobre el mismo personaje que froman Fuego del Paraíso, El muchacho persa y Juegos funerarios.
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Verfügbare Formate
TaschenbuchKartoniert, Paperback
EUR36,00
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EUR12,99

Produkt

KlappentextEl momento de máximo esplendor de Atenas, el siglo de Pericles, empieza a desvanecerse, y Alexias, prototipo del joven de su tiempo, se convierte en testigo de unos acontecimientos que desembocarán en la guerra del Peloponeso. Alexias de Atenas nos sitúa en los últimos años de esta larguísima serie de batallas en la que estuvieron implicadas gran parte de las ciudades-estado de la Grecia antigua, aunque fue, sobre todo, una lucha sin cuartel entre atenienses y espartanos. Pero no es ésta una novela centrada únicamente en el conflicto bélico, sino que Mary Renault nos regala algo mucho más ambicioso. Con un estilo ágil y elegante, nos ofrece una amplia panorámica de los orígenes y las causas de la decadencia de la civilización helénica. Y, así, reviviremos la Atenas de Sócrates, ciudad de una riqueza sin parangón en la Historia, donde se aceptaban e incluso envidiaban los amoríos y se celebraban con pompa los Juegos Olímpicos; y también nos adentraremos en una época en la que sufriremos como si viviéramos en aquel entonces, el hambre, las penurias y las enfermedades de los peores momentos del asedio Y, entretanto nos toparemos con personajes como Sócrates, Jenofonte, Alcibíades o Platón. Alexias de Atenas es, sin duda, una soberbia recreación de la vida cotidiana en la Grecia del siglo V a. C., pero también, y sobre todo, un emotivo canto a la amistad y el amor.

MARY RENAULT Mary Renault (Mary Challans, 1905-1983) es una de las helenistas y escritoas más importantes de todos los tiempos. Formada en Orxford en literatura clásica, descubrió su vocación como escritora mientras ejercía de enfermera, y ya en 1939, con su primera novela, obtuvo un importante respaldo de crítica y lectores. Scosada por el moralismo de la época que le tocó vivir, después de servir en la segunda guerra mundial como mefermera, se estableció en Ciudad del Cabo en compañía de Julie Maillard y juntas recorrieron buena parte del continente africano y casi toda Grecia. En su amplia obra, comparada a menudo con la de Marguerite Yourcenar y Robert Graves, destacan las novelas históricas El rey debe morir, Teseo rey de Atenas, La máscara de Apolo, Alexias de Atenas, la biografía Alejandro Magno y el tríptico sobre el mismo personaje que froman Fuego del Paraíso, El muchacho persa y Juegos funerarios.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788435049528
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisDRM Adobe
FormatE101
Verlag
Erscheinungsjahr2024
Erscheinungsdatum30.04.2024
Seiten512 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse3459 Kbytes
Artikel-Nr.14565352
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe


Capítulo 2

Nuestra casa estaba en Kerameikos interior, no lejos de la Puerta del Dipilón. En el patio había un pequeño peristilo de columnas pintadas, una higuera y una parra. En la parte posterior estaban los establos, donde mi padre tenía sus dos caballos y una mula. Era fácil trepar al tejado del establo y de allí al de la casa.

El tejado tenía un borde de tejas de acanto y no era muy inclinado. Poniéndose a horcajadas en el caballete del tejado era posible ver más allá de las murallas de la Ciudad y de las puertas del Dipilón, hasta el Camino Sagrado, donde se curva hacia Eleusis, entre jardines y tumbas. En verano alcanzaba a ver el cipo de mi tío Alexias y su amigo, junto a una gran adelfa. Luego me volvía hacia el sur, donde la Ciudad Alta se levanta como gran altar de piedra contra el cielo, y buscaba, entre los alados tejados de los templos, el punto de oro donde la alta Atenea de la Vanguardia señala con su lanza hacia los barcos en el mar.

Pero me gustaba más mirar al norte, a la cima cubierta de nieve del monte Parnaso, requemado en verano, o gris y verde en primavera, vigilando la aparición de los espartanos. Hasta que cumplí seis años, llegaban casi cada año, cruzando el paso de Dekeleia. Generalmente, algún jinete traía la noticia de su llegada; pero algunas veces nos enterábamos en la Ciudad cuando en las colinas se levantaban las columnas de humo de las granjas incendiadas.

Nuestra casa solariega está en las colinas, más allá de Acarnas. Nuestra familia ha estado allí desde la llegada de los saltamontes, como reza el dicho popular. La falda de la colina sobre el valle está terraplenada para viñas, pero la mejor cosecha la dan los olivos, y la avena sembrada en los olivares. Creo que algunos de los olivos son tan viejos como la propia tierra. Sus troncos tienen el grosor de tres cuerpos humanos y son nudosos y retorcidos. Se dice que los plantó la propia Atenea, cuando dio el olivo a la tierra. Dos o tres de ellos están en pie aún. Hacíamos sacrificios allí en el tiempo de la cosecha; es decir, cuando había cosecha.

Acostumbraban a mandarme a la granja al principio de la primavera para que respirara el aire del campo, e iban en mi busca cuando se acercaba la llegada de los espartanos. Pero una vez, cuando yo tenía cuatro o cinco años, llegaron antes, y debimos apresurarnos en huir de allí. Recuerdo que estaba sentado en la carreta, con las esclavas y los utensilios de la casa; mi padre cabalgaba junto a nosotros y los esclavos azuzaban a los bueyes. Traqueteaba la carreta, y todos tosíamos a causa del humo de los campos incendiados. Todo fue quemado aquel año; todo, excepto las paredes de la casa y el olivar sagrado, que piadosamente no tocaron.

Puesto que era demasiado joven para comprender las cosas serias, solía esperar el momento de su retirada para ver lo que habían hecho. Cierto año un escuadrón de espartanos fue acuartelado en la granja. Aquellos de entre ellos que sabían escribir habían inscrito los nombres de sus amigos en las paredes, junto con diversos tributos a su belleza y virtud. Recuerdo a mi padre borrando irritadamente las inscripciones hechas con carbón, mientras decía:

-Blanquead esos burdos garabatos. El muchacho nunca aprenderá a deletrear debidamente o a escribir con propiedad, teniendo esto ante sí.

Uno de los espartanos había olvidado su peine. Constituía un tesoro para mí, pero mi padre dijo que estaba sucio y lo tiró.

Por mi parte, creo que no supe lo que era la desgracia hasta que cumplí los seis años. Mi abuela, que se hacía cargo de mí cuando mi padre estaba en la guerra, murió entonces. La salud de mi abuelo Filocles (anciano alto, de hermosa barba, siempre bien cuidada y de una blancura que rayaba en lo azul, en cuya imagen incluso hoy veo al dios Poseidón) no era muy buena, y mi presencia le molestaba, por lo que mi padre contrató un ama, una mujer libre de Rodas.

Era esbelta y atezada, y parecía que por sus venas corría algo de sangre egipcia. Más tarde supe, sin saber lo que significaba, que era la concubina de mi padre. Nunca dejaba mi padre de portarse debidamente en mi presencia, pero algunas veces oía lo que decían los esclavos, que tenían sus propias razones para odiarla.

Si hubiera sido algo mayor, habría podido consolarme, cuando la mano de la mujer caía pesadamente sobre mí, diciéndome que mi padre pronto se cansaría de ella. No poseía ninguna de las gracias que él hubiese podido encontrar en una hetaira de clase muy modesta, y en aquellos tiempos podía permitirse lo mejor en todo. Pero aquella mujer me parecía tan parte integrante de la casa como el pórtico o el pozo. Creo que ella había empezado a suponer que cuando yo fuera lo bastante mayor para ir a la escuela con un pedagogo, mi padre aprovecharía la oportunidad para deshacerse de ella; por tanto, mis progresos la irritaban.

Yo buscaba compañía, y un esclavo me dio un gatito, al cual la mujer le retorció el cuello en mi presencia en cuanto lo vio. La mordí en un brazo, mientras intentaba quitárselo de las manos, y entonces ella me contó, a su manera, la historia de mi nacimiento, de la que se había enterado por los esclavos. Por ello, cuando me pegaba, nunca pensaba en decírselo a mi padre ni en pedirle ayuda. Y supongo que él, por su parte, al verme cada día más taimado y hosco, y de acentuada palidez, debió preguntarse algunas veces si el primer pensamiento no es siempre el mejor.

Cuando llegaba, al anochecer, se vestía para la cena. Entonces yo lo miraba, preguntándome qué sentiría al ser tan hermoso. Tenía más de seis pies de altura, ojos grises, piel atezada y cabello dorado. Era como uno de los grandes Apolos que salían del taller de Fidias, en los tiempos en que los estatuarios no esculpían aún Apolos suaves y blandos. En cuanto a mí, yo era de los que tardan en crecer, y bajo para mi edad. Veíase ya claramente que sería como los hombres de la familia de mi madre, de cabello oscuro y ojos azules, con tendencia a ser corredores y saltadores, en lugar de luchadores y pancraciastas. La rodiota me había dicho claramente que yo era el redrojo de una buena jauría. Y nadie me había afirmado lo contrario.

Me complacía, sin embargo, verlo con su mejor manto azul con la orla dorada, desnudos el atezado pecho y el hombro izquierdo, bañado y peinado y frotado con aceite dulce, arreglado el cabello en guirnalda y recortada la puntiaguda barba. Aquello significaba una cena seguida de fiesta. Al acostarme solo y sin lavarme, mientras la rodiota estaba ocupada en la cocina, yacía en mi lecho escuchando las flautas y las risas, la elevación y caída de las voces al conversar, o a alguien que cantaba, acompañándose con una lira. Algunas veces, cuando se había contratado una bailarina o un juglar, acostumbraba a trepar al tejado y mirar desde allí al otro lado del patio.

En cierta ocasión dio una fiesta a la que asistió el dios Hermes. Así lo creí al principio, no sólo porque el hombre parecía demasiado alto y hermoso para no ser un dios, y tenía aspecto de estar acostumbrado a la adoración, sino también debido a que era tan igual a la herma que había ante la casa nueva de un rico, que parecía haber servido de modelo para ella, como así había sido en realidad. Sólo salí de mi admiración cuando él apareció e hizo aguas en el patio, lo cual me dio casi el convencimiento de que era hombre. Entonces, alguien desde dentro gritó:

-¿Dónde estás, Alcibíades?

Y él regresó al cenáculo.

Mi padre tenía entonces preocupaciones propias, por lo que rara vez se acordaba de mí, pero en algunas ocasiones recordaba que tenía un hijo, y cumplía con sus deberes paternos. Por ejemplo, el día que nuestro mayordomo me sorprendió robando maíz para arrojárselo a las palomas, y me lo quitó, pues el grano escaseaba aquel año. Haciendo gala de los modales que había aprendido de mi ama, golpeé el suelo con el pie y le dije que no tenía el menor derecho de prohibirme nada, puesto que sólo era un esclavo. Entonces, mi padre, que me había oído, entró en la habitación, despidió al hombre con una palabra amable y me llamó a su lado.

-Alexias -dijo-, mi escudo está allí, en aquel rincón. Cógelo y tráemelo.

Fui hasta donde el escudo estaba apoyado contra la pared, y, cogiéndolo por el borde, empecé a rodarlo, puesto que era demasiado pesado para que pudiera levantarlo.

-Así no -observó mi padre-. Pasa el brazo por las bandas, y llévalo como lo hago yo.

Pasé el brazo por una de las bandas y logré enderezarlo, pero no levantarlo. Era casi tan alto como yo.

-¿No puedes levantarlo? -preguntó-. ¿Es que no sabes que cuando combato a pie debo llevar no sólo el escudo, sino una lanza también?

-Pero, padre -repuse-, no soy hombre aún.

-Déjalo en el rincón, pues -me ordenó-, y ven aquí.

Le obedecí.

-Y, ahora -prosiguió-, préstame atención. Cuando seas lo bastante hombre como para llevar un escudo, sabrás por qué se venden hombres como esclavos, y sus hijos al nacer tienen también esa condición. Hasta entonces, te basta con saber que Amasis y los demás son esclavos, no debido a méritos tuyos, sino por la voluntad del cielo. Te abstendrás de actitudes airadas, que los dioses odian, y te portarás como señor. Y, si lo olvidas, yo mismo te azotaré.

Semejantes señales de interés por parte de mi padre eran odiosas a la rodiota, pues veía que tanto el padre como el hijo escapaban de su rota red. A la primera oportunidad quiso convertir una travesura mía en...
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Autor

MARY RENAULT
Mary Renault (Mary Challans, 1905-1983) es una de las helenistas y escritoas más importantes de todos los tiempos. Formada en Orxford en literatura clásica, descubrió su vocación como escritora mientras ejercía de enfermera, y ya en 1939, con su primera novela, obtuvo un importante respaldo de crítica y lectores. Scosada por el moralismo de la época que le tocó vivir, después de servir en la segunda guerra mundial como mefermera, se estableció en Ciudad del Cabo en compañía de Julie Maillard y juntas recorrieron buena parte del continente africano y casi toda Grecia. En su amplia obra, comparada a menudo con la de Marguerite Yourcenar y Robert Graves, destacan las novelas históricas El rey debe morir, Teseo rey de Atenas, La máscara de Apolo, Alexias de Atenas, la biografía Alejandro Magno y el tríptico sobre el mismo personaje que froman Fuego del Paraíso, El muchacho persa y Juegos funerarios.

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