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El templario negro

E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
220 Seiten
Spanisch
Books on Demanderschienen am29.08.20221. Auflage
Pasada la segunda mitad del siglo XIII, nace en el Condado de Arienzo Fernando, el quinto hijo del Conde. Las crónicas relatan sus aventuras cuando entra al servicio de su mentor, el templario Iñigo de Aretxaga y posteriormente, profesa los votos y se incorpora a la Orden. Su vida transcurre coincidente con el declive y posterior desaparición de la Orden del Temple. Presentes en la batalla de San Juan de Acre en 1291, reciben el mandato del Gran Maestre de los templarios, Guillaume de Beaujeu, de custodiar y guardar una reliquia que ha estado en posesión de la Orden más de ciento cincuenta años. Sin embargo, Maxim de Montfort, un templario astuto y codicioso, conocedor de la existencia del tesoro, intenta a todas luces quitárselos, urdiendo trampas y poniéndolos en peligro constantemente.

Juan José Sánchez Milla (Valencia 1956), es Doctor en Medicina y Criminólogo. Ha escrito los libros "Manual de Primeros Auxilios" y "Esquemas de Medicina del Trabajo" y "Mecanización de los reconocimientos médicos de empresa". Coautor de "La personnalité criminelle". Es el autor de la saga de aventuras de detectives aficionados "Las aventuras de Indy" de las que se han publicado "La venganza de la bestia" y "¡Bastet ha desaparecido!".
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Verfügbare Formate
BuchKartoniert, Paperback
EUR10,30
E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
EUR7,49

Produkt

KlappentextPasada la segunda mitad del siglo XIII, nace en el Condado de Arienzo Fernando, el quinto hijo del Conde. Las crónicas relatan sus aventuras cuando entra al servicio de su mentor, el templario Iñigo de Aretxaga y posteriormente, profesa los votos y se incorpora a la Orden. Su vida transcurre coincidente con el declive y posterior desaparición de la Orden del Temple. Presentes en la batalla de San Juan de Acre en 1291, reciben el mandato del Gran Maestre de los templarios, Guillaume de Beaujeu, de custodiar y guardar una reliquia que ha estado en posesión de la Orden más de ciento cincuenta años. Sin embargo, Maxim de Montfort, un templario astuto y codicioso, conocedor de la existencia del tesoro, intenta a todas luces quitárselos, urdiendo trampas y poniéndolos en peligro constantemente.

Juan José Sánchez Milla (Valencia 1956), es Doctor en Medicina y Criminólogo. Ha escrito los libros "Manual de Primeros Auxilios" y "Esquemas de Medicina del Trabajo" y "Mecanización de los reconocimientos médicos de empresa". Coautor de "La personnalité criminelle". Es el autor de la saga de aventuras de detectives aficionados "Las aventuras de Indy" de las que se han publicado "La venganza de la bestia" y "¡Bastet ha desaparecido!".
Details
Weitere ISBN/GTIN9788411236812
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisePub Wasserzeichen
Erscheinungsjahr2022
Erscheinungsdatum29.08.2022
Auflage1. Auflage
Seiten220 Seiten
SpracheSpanisch
Artikel-Nr.9836298
Rubriken
Genre9200

Inhalt/Kritik

Leseprobe

DOS

Pasaron tres años, los ejercicios en el patio de armas y los trabajos manuales - me gustaba ayudar a los mozos en las caballerizas - fortalecieron mis hombros y brazos. Ya era más alto que Constancio y podía pelear con él sin descanso durante más de una hora. Cuando acabábamos, y después de lavarnos en la pileta, le acompañaba para ver como ejercía de sargento de armas de mi padre, el conde.

El año siguiente, el invierno llegó brusca y ferozmente a nuestras tierras. Sin apenas otoño, los campos y las cimas de las montañas se cubrieron con un manto blanco. La última cosecha se perdió con el frío y los aldeanos temblaban pensando en que pudiera golpearles un período de hambruna. Para más males, los lobos, ante la falta de piezas que cazar en las montañas, descendieron al valle y atacaron a las ovejas y vacas. Una mañana, un grupo de labriegos comandados por el tendero que hacía las veces de portavoz de la aldea, llegaron al castillo y pidieron audiencia. El conde les recibió en el salón donde expusieron entre lamentos, su preocupación por el invierno que se avecinaba y el miedo que sentían por el daño que los lobos pudieran ocasionar a sus hijos y a los rebaños.

Tras escucharlos pacientemente, el conde los calmó diciéndoles que tomaría las medidas adecuadas para protegerlos. Al salir el cortejo, mandó llamar a su sargento de armas.

Constancio apareció al momento. Puso rodilla en tierra y se aprestó a escuchar.

- Constancio. Quiero que prepares una partida, subas la montaña y des caza a esa manada de lobos. Llévate contigo a Fernando. Ya es hora de que desarrolle fuera lo que ha aprendido en el castillo.

Sin más palabras, lo despidió y se levantó y salió del salón. Constancio me miró y dijo.

- Fernando. Mañana al amanecer subiremos a la montaña. Prepara ropa para un par de días. - Y apoyando su mano en mi hombro se despidió.

La partida salió del castillo al amanecer. Encabezaba el grupo el propio Constancio. A su lado, yo conducía mi montura con semblante serio y circunspecto. Les seguían Braulio y Juan, dos hombres de armas del conde. Braulio era un hombretón de cara ancha y rubicundo. De carácter bondadoso, era fácil conversar con él después de los entrenamientos. Te decía que hacía bien o mal según su entender. Juan era el contrapunto físico, delgado, casi enteco, era un hombre alto y fibroso, sin grasas que le sobraran. Siempre con barba de varios días que nacía alta bajo los ojos. Las mejillas hundidas le conferían a la cara un aspecto triangular con el vértice en el mentón, prominente y afilado. Gran luchador, sobre todo en el cuerpo a cuerpo, Fernando había podido apreciar cómo tumbaba a contrincantes mucho más pesados que él en combates con cuchillo.

Ambos iban ataviados con gruesos jubones y calzas de cuero. Calzaban botas forradas y se cubrían los hombros con capas de pieles. Todas las monturas llevaban enganchada a la silla, una lanza y escudo. Constancio había atado a la parte de atrás de la silla de montar, un hacha de combate de doble filo. Por mi parte, me decanté por llevar un arco, que puse en bandolera y atada a la silla, una alijaba de donde asomaban los astiles de las flechas.

Cuando llevábamos cabalgando más de dos horas, y un rato subiendo las primeras estribaciones de la montaña, llegaron a un claro del que se abrían dos sendas a ambos lados de un peñasco. Constancio levantó la mano y el grupo se arremolinó a su lado.

- Juan, tú y Braulio tomad el camino de la izquierda. Cabalgad no más de quince minutos, y si no veis nada raro, volved aquí. Si encontráis huellas, soplad el cuerno dos veces. Nosotros haremos lo mismo en el otro camino.

Sin una palabra más, tiraron de las riendas de sus monturas y se adentraron en la espesura del bosque. Constancio y yo, hicimos lo mismo tomando la senda de la derecha. A los pocos minutos, así con la mano las riendas de la montura de Constancio y señalé con la otra unas ramas rotas a la izquierda del camino. Constancio asintiendo, descabalgó y llegó junto a los arbustos, se arrodilló y tras estudiar detenidamente la escena, giró el cuello y dijo:

- Estas ramas se han tronchado recientemente. Las marcas continúan por esa vereda, pero los caballos no van a poder pasar por ahí. Sopla el cuerno para que vengan los otros.

Giré el torso, cogí el cuerno que pendía de su silla, y soplé con fuerza dos veces. No había pasado ni un cuarto de hora cuando oyeron como se aproximaban los dos soldados.

- Escuchad - Constancio los miró fijamente - Vamos a dejar las monturas aquí. Juan, tú quédate a su cuidado, atento a que puedan aparecer los lobos.

Juan, conforme le iba hablando su jefe, desmontó y cogió de la silla la jabalina, la destrabó e hincó el astil en tierra. Descolgó la rodela y se la fijó en el codo izquierdo y desenvainó la espada, clavándola junto a la lanza. De esta pinta quedó al pie de los caballos que sus compañeros habían amarrado a unas ramas cercanas. Sin mediar una palabra, los despidió con un gesto de cabeza.

Constancio, Braulio y yo mismo, nos habíamos pertrechado con las armas que pendían de nuestras cabalgaduras. El sargento de armas había cogió el hacha de combate de doble filo, y la llevada horizontal asiendo por la mitad del mango. Braulio había elegido, al igual que su compañero, la jabalina y el escudo, llevando al cinto su espada. Yo elegí la rodela, que colgué sobre mis hombros para proteger la espalda y llevaba en las manos el arco y colgando, la alijaba rellena de flechas. Una espada recta ceñía su cintura. llevábamos caminando entre la espesura más de veinte minutos en silencio, cuando Constancio que encaminaba la fila, levantó el brazo izquierdo con el puño en alto. Braulio y yo nos situamos uno a cada lado de él y miraron delante de ellos, donde Constancio señalaba.

Un claro se abría un poco más adelante delante de una cueva. En el exterior, vieron cuatro lobos, uno tumbado a un lado de la entrada de la cavidad y los demás correteando.

Afortunadamente el viento soplaba en contra de ellos, y no había podido olerles. El que parecía el jefe de la manada, era un lobo grande, de pelo entreverado gris y blanco, con marcas de pelada en el lomo que insinuaban luchas anteriores. Sus colmillos, amarillentos, se mostraban a ambos lados de los morros del animal.

Constancio puso la mano sobre mi hombro y me señalo al líder de la manada. Asentí, y tras poner una flecha en la cuerda, apunté con cuidado al líder de la manada mientras tensaba la cuerda y notaba como las palas se combaban con la tensión. Cuando estuve seguro, solté la cuerda. La flecha salió disparada recta, con un ligero cimbreo y sonreí cuando impactó en el lomo del animal, cerca de su pata delantera.

Raudamente, Constancio y Braulio salieron de la espesura y se adentraron en el claro enfrentándose a las demás fieras. Al llegar junto a ellas, Constancio descargó un golpe feroz con el hacha en semicírculo que prácticamente partió en dos al primer lobo que encontró en su camino. Con el mismo movimiento, y aprovechando la inercia que llevaba, descerrajó otro golpe a un lobo que quería saltar sobre él desde el lado contrario, y que se encontró con el filo del arma entre los ojos, dividiendo su cráneo en dos.

Ensangrentado como estaba de las salpicaduras de los animales, giró la cabeza buscando a Braulio. Este, había acorralado al tercer animal junto a la entrada de la cueva. Se fue acercando hasta que la tuvo al alcance de la jabalina y se la clavó en el flanco. No vio como salía una loba negra de la cueva y se dirigía a él por detrás. Cuando la fiera iba a saltar sobre su espalda, le llegó la flecha que se había disparado desde el linde del claro, donde me había posicionado por si veía algún movimiento raro. Afortunadamente, puede ver la salida del animal e intervenir antes de que hubiera causado algún daño.

Todo terminó en unos minutos. Cuando nos reunimos en el claro, el aspecto de Constancio y Braulio era sobrecogedor. Ambos estaban cubiertos de sangre, aunque por la gracia de Dios nuestro señor, no era de ellos. A nuestros pies, cinco lobos yacían tumbados a nuestro alrededor.

Decidimos llevárnoslos con nosotros. Con unas varas que cortamos de los árboles construimos unas parihuelas que rellenamos con ramas de pino entrecruzadas. Echamos sobre ellas los lobos y fuimos arrastrándolas hacia donde nos esperaba Juan.

Cuando nos reunimos, Braulio insistió en contarle la pelea, adornándola con todo lujo de detalles, y poniendo los ojos en blanco para exagerar la situación y dramatizar el encuentro. Juan lo miraba con una sonrisa sardónica, que sólo se traslucía en sus ojos, pues el resto de su cara se mantuvo impertérrita.

Como se...
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