Hugendubel.info - Die B2B Online-Buchhandlung 

Merkliste
Die Merkliste ist leer.
Bitte warten - die Druckansicht der Seite wird vorbereitet.
Der Druckdialog öffnet sich, sobald die Seite vollständig geladen wurde.
Sollte die Druckvorschau unvollständig sein, bitte schliessen und "Erneut drucken" wählen.

El último verano de Klingsor & Alma de niño

E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
160 Seiten
Spanisch
EDHASAerschienen am12.12.2020
Los últimos meses de vida del pintor Klingsor son meses llenos de deseos de vivir y de obsesión por el trabajo, a la par en que se plantea el presentimiento de la muerte, que siente próxima. Tiene sólo 42 años, pero ha tenido una vida demasiado llena y apasionada como para que pueda durar mucho más. Ésta será, así, su última estación. El placer y el tormento de la pintura, la alegría y la obsesión de la creación, la amistad sincera, un delicado nuevo amor, el encanto de la naturaleza y su alma inquieta le acompañan en sus últimos días. Alma de niño, por su parte, es el magistral análisis del comportamiento y los estados de ánimo de un muchacho que comete un insignificante hurto en su propia casa. A través de estos relatos Hesse da rienda suelta a la angustia, el amor y la muerte, los grandes asuntos de su universo literario que lo llevaron a conseguir el Premio Nobel de Literatura en 1946.

Hermann Hesse ( 02-07-1877 / 09-08-1962 ), es uno de los clásicos contemporáneos más indiscutibles. Autor de 'Narciso y Goldmundo', 'Pequeñas alegrías', 'El lobo estepario' y de un buen número de excelentes cuentos, su exploración en el subconsciente de los personajes y su lúcida aproximación a las culturas orientales han quedado como dos de las mayores aportaciones a la narrativa universal. En 1946 obtuvo el Premio Nobel de Literatura.
mehr
Verfügbare Formate
BuchGebunden
EUR19,00
E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
EUR7,99

Produkt

KlappentextLos últimos meses de vida del pintor Klingsor son meses llenos de deseos de vivir y de obsesión por el trabajo, a la par en que se plantea el presentimiento de la muerte, que siente próxima. Tiene sólo 42 años, pero ha tenido una vida demasiado llena y apasionada como para que pueda durar mucho más. Ésta será, así, su última estación. El placer y el tormento de la pintura, la alegría y la obsesión de la creación, la amistad sincera, un delicado nuevo amor, el encanto de la naturaleza y su alma inquieta le acompañan en sus últimos días. Alma de niño, por su parte, es el magistral análisis del comportamiento y los estados de ánimo de un muchacho que comete un insignificante hurto en su propia casa. A través de estos relatos Hesse da rienda suelta a la angustia, el amor y la muerte, los grandes asuntos de su universo literario que lo llevaron a conseguir el Premio Nobel de Literatura en 1946.

Hermann Hesse ( 02-07-1877 / 09-08-1962 ), es uno de los clásicos contemporáneos más indiscutibles. Autor de 'Narciso y Goldmundo', 'Pequeñas alegrías', 'El lobo estepario' y de un buen número de excelentes cuentos, su exploración en el subconsciente de los personajes y su lúcida aproximación a las culturas orientales han quedado como dos de las mayores aportaciones a la narrativa universal. En 1946 obtuvo el Premio Nobel de Literatura.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788435047906
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisDRM Adobe
FormatE101
Verlag
Erscheinungsjahr2020
Erscheinungsdatum12.12.2020
Seiten160 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse1258 Kbytes
Artikel-Nr.9873856
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe


Klingsor

Había dado comienzo un apasionado y veloz verano. Los ardientes días, por largos que fueran, se consumían cual banderas en llamas, a las cortas y bochornosas noches de luna les seguían cortas y bochornosas noches de lluvia, rápidas como sueños y repletas de imágenes, las luminosas semanas se marchaban, febriles.

Pasada la medianoche, de regreso de un paseo nocturno, Klingsor estaba en el estrecho balcón de piedra de su cuarto de trabajo. A sus pies descendía, hondo y vertiginoso, el viejo jardín en terrazas, una profunda y sombreada maraña de densas copas de árboles: palmeras, cedros, castaños, árboles de Judas, hayas purpúreas, eucaliptos, entreverados de plantas trepadoras, lianas, glicinias. Sobre la negrura de los árboles brillaban con pálido reflejo las grandes hojas metálicas de los magnolios de verano, flores gigantescas blancas como la nieve, entreabiertas, grandes como cabezas humanas, pálidas como la luna y el marfil, de las que venía, penetrante y alado, un intenso aroma a limón. Desde una imprecisa lejanía venía con cansado aleteo una música, quizá de una guitarra, quizá de un piano, indistinguible. En las granjas avícolas gritaba de repente un pavo real, dos, tres veces, y rasgaba la noche boscosa con el sonido breve, áspero e irritado de su atormentada voz, como si el dolor de todo el mundo animal resonara en su fondo, tosco y chillón. La luz de las estrellas inundaba el valle; alta y abandonada, una capilla blanca miraba desde el bosque interminable, antigua y hechizada. Mar, montañas y cielo se confundían a lo lejos.

Klingsor estaba en el balcón, en camisa, con los brazos desnudos apoyados en la baranda de hierro, y leía, a medias enojado, con ojos ardorosos, la escritura trazada por las estrellas en el pálido cielo y por las suaves luces sobre la negra y grumosa nubosidad de los árboles. El pavo real le traía recuerdos. Sí, volvía a ser de noche, tarde, y en realidad era hora de irse a dormir, a toda costa, a cualquier precio. Quizá si uno durmiera de verdad una serie de noches, si durmiera bien seis u ocho horas, podría recuperarse, los ojos volverían a tener paciencia y a obedecer, y el corazón se calmaría, y las sienes dejarían de doler. ¡Pero entonces el verano habría pasado, ese loco y palpitante sueño del verano, y con él se habrían vertido mil copas sin beber, se habrían roto mil miradas de amor no divisadas, se habrían extinguido sin ser vistas un millar de imágenes irrecuperables!

Apoyó la frente y los ojos doloridos en la fresca baranda de hierro, y eso lo refrescó por un momento. Dentro de un año quizá, o antes, esos ojos estarían ciegos, y el fuego que había en su corazón se habría apagado. No, nadie podía soportar mucho tiempo esa vida llameante, ni siquiera él, ni siquiera Klingsor, que tenía diez vidas. Nadie podía mantener encendidas durante largo tiempo, de día y de noche, todas sus luces, todos sus volcanes, nadie podía estar día y noche inflamado más que por breve tiempo, cada día muchas horas de ardiente trabajo, cada noche muchas horas de ardientes pensamientos, siempre gozando, siempre creando, siempre con todos los nervios y sentidos alerta e iluminados, como un palacio tras de cuyas ventanas resonara la música un día tras otro. Mil velas encendidas noche tras noche. Se acerca el fin, ya se ha consumido mucha fuerza, se ha quemado mucha luz de los ojos, se ha desangrado mucha vida.

De pronto se echó a reír, y se irguió. Se le ocurrió que ya había sentido eso a menudo, pensado eso a menudo, temido eso. En todas las épocas buenas, fértiles, fervientes de su vida, ya en su juventud, había vivido así, prendiendo la vela por ambos extremos, con una sensación ora jubilosa, ora sollozante, de loco despilfarro, de consunción, con un ansia desesperada de apurar la copa y con un profundo y secreto miedo al final. Ya había vivido así a menudo, ya había apurado la copa, ya había ardido a llamaradas. A veces el final había sido suave, como una profunda e inconsciente hibernación. A veces también había sido espantoso, devastación absurda, insufribles dolores, médicos, triste renuncia, triunfo de la debilidad. Y, en todo caso, el final de un período de fervor era cada vez peor, más triste, más aniqui­lador. Pero siempre había sobrevivido también a eso, y después de semanas o meses, después del tormento o el aturdimiento, había venido la resurrección, nuevo incendio, nueva explosión de fuego subterráneo, nuevas obras más ardientes, nueva y esplendorosa embriaguez vital. Así había sido, y los tiempos de tormento y de fracaso, los miserables períodos intermedios, habían quedado olvidados y sumergidos. Estaba bien así. Las cosas irían como tantas veces habían ido.

Sonriente, pensó en Gina, a la que había visto esa misma noche, con la que habían jugado sus tiernos pensamientos durante todo el camino de vuelta. ¡Qué hermosa y cálida era esa chica, en su todavía inexperto y temeroso fervor! Tierno y juguetón, se decía a sí mismo, como si volviera a susurrarle al oído: «¡Gina! ¡Gina! ¡Cara Gina! ¡Carina Gina! ¡Bella Gina!»

Volvió a la habitación y encendió la luz. De un pequeño y confuso montón de libros, sacó un rojo volumen de poemas; se había acordado de un verso, un fragmento de un verso, que le parecía de indecible belleza y amabilidad. Lo buscó largo tiempo, hasta que lo encontró:

No me entregues así a la noche,

al dolor.

¡Oh tú, amadísima, mi cara de luna!

¡Oh tú, mi fósforo, mi vela,

tú mi sol, mi luz!

Con profundo disfrute sorbió el oscuro vino de aquellas palabras. Qué hermoso, qué intenso y hechicero era: «¡Oh tú, mi fósforo!» Y: «¡Oh tú, mi cara de luna!».

Sonriendo, se paseó de un lado para otro ante las altas ventanas, pronunció los versos, gritó a la lejana Gina: «¡Oh tú, mi cara de luna!», y su voz se oscureció por la ternura.

Luego abrió la carpeta que, después del largo día de trabajo, había llevado consigo toda la tarde. Abrió el cuaderno de bocetos, el pequeño, su favorito, y buscó las últimas hojas, las de ayer y hoy. Ahí estaba el cono de la montaña, con sus profundas sombras rocosas; lo había modelado para que se pareciera mucho a un rostro, parecía gritar, la montaña, gritar de dolor. Ahí estaba la pequeña fuente de piedra, semicircular, en la ladera, el arco amurado negro y lleno de sombras, y sobre él un granado en flor, sangriento y ardiente. Todo para que sólo él lo leyera, escritura secreta para él mismo, apresurada y codiciosa noticia del instante, rápido recuerdo arrebatado a cualquier momento, armonizando, nuevo y sonoro, en la naturaleza y el corazón. Y ahora los grandes bocetos a color, hojas blancas con brillantes superficies de acuarela: la casa de madera roja, centelleando como un rubí tendido sobre raso verde, y el puente de hierro de Castiglia, rojo sobre la montaña verde azulada, con el dique violeta junto a él, la carretera rosada. Más allá: la chimenea de la fábrica de ladrillos, rojo cohete con el fondo fresco y claro de los árboles, el indicador direccional azul, el cielo violeta claro con las nubes gruesas rodando por él. Esa hoja era buena, se podía conservar. La entrada del establo era una pena, el marrón rojizo contra el fondo acero del cielo era correcto, hablaba y armonizaba: pero sólo estaba a medio hacer, el sol le había dado en la hoja y le había causado terribles dolores en los ojos. Más tarde, se había bañado el rostro en un arroyo durante largo tiempo. Bueno, el rojo parduzco ante el malvado azul metálico estaba ahí, eso estaba bien, no estaba falseado ni era fallido ni en la más mínima tonalidad, ni en la más mínima oscilación. No habría sido posible conseguirlo sin caput mortuum1. Ahí, en ese terreno, estaban los secretos. Las formas de la Naturaleza, su arriba y abajo, su finura y espesor, podían dejarse para más adelante, se podía renunciar a todos los recursos honestos con los que se imitaba a la Naturaleza. Sin duda también se podían falsear los colores, era posible intensificarlos, amortiguarlos, trasladarlos de cien maneras. Pero, si se quería reinterpretar un trozo de Naturaleza a través del color, se trataba de que los colores empleados guardaran exactamente, con absoluta exactitud, la misma relación, mantuvieran la misma tensión que en la naturaleza. En esto se era dependiente, en esto se seguía siendo naturalista, a veces, aunque en vez de gris se emplease naranja, y rubia tinctorum en lugar de negro.

Así que había vuelto a desperdiciar un día, y el resultado era magro. La hoja con la chimenea de la fábrica y la armonía rojiazul de la otra, y quizás el boceto de la fuente. Si mañana amanecía cubierto, iría a Carabbina; allí estaba el cobertizo de las lavanderas. Quizá volviera a llover, y en ese caso se quedaría en casa y empezaría el cuadro al óleo del arroyo. ¡Y ahora, a la cama! Había vuelto a pasar la una.

En el dormitorio, se quitó la camisa, se roció agua sobre los hombros, que salpicó en el enlosado rojo, subió de un salto a la elevada cama y apagó la luz. Por la ventana veía el pálido Monte Salute, desde la cama Klingsor había leído mil veces sus formas. La llamada de una lechuza desde el barranco, profunda y hueca, como un sueño, como olvidada.

Cerró los ojos y pensó en Gina y en el cobertizo de las lavanderas. ¡Dios del cielo, había tantas cosas esperando, tantos miles de copas ya servidas! ¡No había nada en el mundo que no mereciera la pena de ser pintado! ¡Ninguna mujer en el mundo a la que no hubiera que amar! ¿Por qué existía el tiempo? ¿Por qué siempre esa necia sucesión, en lugar de una bulliciosa y...
mehr

Autor

Hermann Hesse ( 02-07-1877 / 09-08-1962 ), es uno de los clásicos contemporáneos más indiscutibles. Autor de "Narciso y Goldmundo", "Pequeñas alegrías", "El lobo estepario" y de un buen número de excelentes cuentos, su exploración en el subconsciente de los personajes y su lúcida aproximación a las culturas orientales han quedado como dos de las mayores aportaciones a la narrativa universal.

En 1946 obtuvo el Premio Nobel de Literatura.