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E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
216 Seiten
Spanisch
Gallo Neroerschienen am20.09.2023
«Equiparo el enigma a la idea de alma, de ser, y no lo concibo como un mero enigma sexual, sino como una búsqueda de unidad.» La gran escritora de viajes Jan Morris nació como James Morris. Con ese nombre se distinguió en el ejército británico y se convirtió en un audaz reportero de éxito: escaló montañas, cruzó desiertos y se ganó la reputación de historiador del Imperio británico. Estaba felizmente casado y con hijos. Pero las apariencias, como James Morris supo desde la niñez, pueden ser profundamente engañosas, pues durante toda la primera mitad de su vida sufrió la disonancia entre un cuerpo masculino y su alma de mujer. Enigma es uno de los primeros libros en plantear la transexualidad con honestidad y naturalidad. Jan Morris nos cuenta cómo decidió someterse a un tratamiento hormonal para luego enfrentarse a una arriesgada cirugía que la convertiría en la mujer que realmente era. No es la primera memoria trans moderna, pero quizá sí la primera con ambiciones literarias. Enigma contribuyó a establecer una forma de pensar sobre lo que significa ser trans y es un ejemplo literariamente impecable y temprano de la «narrativa del cuerpo equivocado».

Jan Morris (1926-2020), periodista, escritora e historiadora, vivió casi toda su vida en Gales entre las montañas y el mar. Con sus libros de viajes se ganó un gran reconocimiento internacional y el respeto de todos aquellos viajeros que entienden el viaje como un camino de conocimiento y descubrimiento. En Gallo Nero hemos publicado La coronación del Everest,Manhattan 45, Trieste y Venecia. Entre sus libros destacamos también la trilogía Pax Britannica.
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Verfügbare Formate
TaschenbuchKartoniert, Paperback
EUR27,50
E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
EUR11,99

Produkt

Klappentext«Equiparo el enigma a la idea de alma, de ser, y no lo concibo como un mero enigma sexual, sino como una búsqueda de unidad.» La gran escritora de viajes Jan Morris nació como James Morris. Con ese nombre se distinguió en el ejército británico y se convirtió en un audaz reportero de éxito: escaló montañas, cruzó desiertos y se ganó la reputación de historiador del Imperio británico. Estaba felizmente casado y con hijos. Pero las apariencias, como James Morris supo desde la niñez, pueden ser profundamente engañosas, pues durante toda la primera mitad de su vida sufrió la disonancia entre un cuerpo masculino y su alma de mujer. Enigma es uno de los primeros libros en plantear la transexualidad con honestidad y naturalidad. Jan Morris nos cuenta cómo decidió someterse a un tratamiento hormonal para luego enfrentarse a una arriesgada cirugía que la convertiría en la mujer que realmente era. No es la primera memoria trans moderna, pero quizá sí la primera con ambiciones literarias. Enigma contribuyó a establecer una forma de pensar sobre lo que significa ser trans y es un ejemplo literariamente impecable y temprano de la «narrativa del cuerpo equivocado».

Jan Morris (1926-2020), periodista, escritora e historiadora, vivió casi toda su vida en Gales entre las montañas y el mar. Con sus libros de viajes se ganó un gran reconocimiento internacional y el respeto de todos aquellos viajeros que entienden el viaje como un camino de conocimiento y descubrimiento. En Gallo Nero hemos publicado La coronación del Everest,Manhattan 45, Trieste y Venecia. Entre sus libros destacamos también la trilogía Pax Britannica.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788419168191
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisePub Wasserzeichen
FormatE101
Erscheinungsjahr2023
Erscheinungsdatum20.09.2023
Reihen-Nr.76
Seiten216 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse1064 Kbytes
Artikel-Nr.12489155
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe


1
Debajo del piano - Por encima del mar - Transexualidad - Mi enigma

Tenía tres años, o tal vez cuatro, cuando me di cuenta de que había nacido en el cuerpo equivocado, pues en realidad debía ser una niña. Retengo con nitidez el momento, es el primer recuerdo de mi vida.

Me había sentado debajo del piano de mi madre y su música me rodeaba igual que una cortina de agua que caía con la fuerza de una cascada y me encerraba en una especie de cueva. Las patas robustas y torneadas del piano eran como tres estalactitas negras y la caja de resonancia era una bóveda alta y oscura por encima de mi cabeza. Es probable que mi madre tocara a Sibelius, porque en aquella época su obsesión era la música finlandesa, y Sibelius escuchado desde «debajo» de un piano puede resultar un compositor estruendoso. Pero me encantaba refugiarme allí; algunas veces hacía dibujos en las partituras apiladas alrededor o arrastraba a la fuerza al pobre gato para que me hiciera compañía.

He olvidado hace tiempo qué desencadenó un pensamiento tan extraño, pero la convicción fue absoluta desde el principio. A simple vista, era una solemne tontería. Para casi todos, yo era un niño normal y corriente con una infancia feliz. Mi familia me quería mucho y yo también los quería, me educaban con afecto y sentido común, me daban caprichos con moderación y me introdujeron desde mis primeros años en el mundo de Huck Finn y Alicia en el País de las Maravillas; me enseñaron a cuidar de los animales, a dar las gracias, a creer en mí y a lavarme las manos antes de cenar. Contaba con un público agradecido. Mi seguridad era absoluta.

Cuando vuelvo la mirada hacia mi infancia, como quien se vuelve para observar una alameda mecida por el viento, lo único que veo es un alegre retazo de sol; porque, por supuesto, entonces el clima era mucho mejor, los veranos eran veranos de verdad y, además, rara vez recuerdo que lloviera.

Y en cuanto al tema que nos interesa, según los parámetros de cualquier tipo de lógica, yo era, sin duda alguna, un niño. Me llamaba James Humphry Morris, un nombre de chico. Tenía cuerpo de niño. Llevaba ropa de niño. Es cierto que mi madre habría preferido que naciese niña, pero nunca me trató como si lo fuese. También es cierto que muchas visitas comentaban en corro, enfundadas en sus abrigos de pieles y perfumadas con saquitos de lavanda, que, con un pelo rizado tan bonito como el mío, tendría que haber nacido niña. Como era el menor de tres hermanos varones, en una familia que no tardaría en quedarse sin padre, no es de extrañar que fuera un consentido. No obstante, por norma general no me consideraban afeminado. En la guardería no se reían de mí. Nadie me miraba por la calle. Si hubiera anunciado mi particular descubrimiento allí mismo, debajo del piano, quizá mi familia no se hubiera escandalizado (el andrógino Orlando de Virginia Woolf rondaba por nuestra casa), pero seguro que se habría sorprendido mucho.

Sin embargo, ni se me pasó por la cabeza revelarlo. Me divertía que fuera un secreto, y durante veinte años no lo compartí con nadie en absoluto. Al principio no lo consideraba un secreto demasiado importante. Sabía tan poco como cualquier hijo de vecino sobre el significado del sexo y suponía que no era más que otro aspecto de la diferencia. Porque, en efecto, ya entonces reconocía que era diferente del resto. Nadie me alentó jamás a parecerme a los otros niños: el conformismo no era una de las cualidades alimentadas en nuestro hogar. Todos sabíamos que éramos descendientes de un linaje de antepasados curiosos y de uniones poco comunes: galeses, normandos, cuáqueros..., así que nunca di por hecho que debiera ser como los demás.

Por lo tanto, era una criatura solitaria, y ahora me percato de que aquellos conflictos internos, apenas perfilados, aumentaron mi soledad. Mientras mis hermanos estaban en el colegio, yo vagaba como una lánguida nube sobre las colinas, entre las piedras, chapoteaba en los charcos embarrados o me adentraba en los lechos secos de piedras que rodeaban el canal de Bristol; algunas veces intentaba pescar anguilas en los deprimentes diques que protegían los páramos u observaba con el telescopio los barcos que navegaban rumbo a Newport o a Avonmouth. Si oteaba hacia el este, podía ver el contorno de las Mendip Hills, en cuyo valle habitaba la familia de mi madre, unos modestos hacendados que vivían con comodidad y morían con todos los honores. Si oteaba hacia el oeste, podía ver la masa azulada de las montañas galesas, que me atraían mucho más, en cuya falda había vivido siempre el linaje de mi padre: «personas decentes», como me los definió una vez un vecino. Algunos de los que aún seguían vivos todavía hablaban galés, y todos se sentían unidos, generación tras generación, por el amor compartido hacia la música.

Ambas perspectivas me pertenecían, o así solía verlo, y ese sentimiento de doble posesión me daba en ocasiones la vertiginosa sensación de universalidad, como si, mirase donde mirase, pudiera ver algún aspecto de mi ser: una ilusión muy poco recomendable, tal como he descubierto más adelante, porque con el tiempo acabó por hacerme creer que no merecía la pena visitar ningún país ni ninguna ciudad a menos que tuviera una casa allí o me propusiera escribir un libro sobre el lugar. Como todos los delirios de grandeza de quien se cree Napoleón, también me provocaba una sensación de soledad. Si todo me pertenecía, entonces yo no pertenecía a ninguna parte en concreto. Las personas que lograba atisbar desde mi atalaya, que cultivaban sus tierras, atendían en sus tiendas o se deleitaban veraneando en la costa, habitaban un mundo distinto del mío. Ellos formaban un grupo compacto, yo no tenía a nadie. Ellos pertenecían a la comunidad, yo permanecía al margen. Ellos hablaban con palabras que todos comprendían acerca de temas que a todos interesaban. Yo hablaba en un idioma que me pertenecía solo a mí y pensaba cosas que aburrirían a los demás. A veces, los adultos me pedían que les dejara mirar por el telescopio, cosa que me daba mucha alegría. Ese instrumento era crucial dentro de mis fantasías y conjeturas, quizá porque parecía ofrecerme la posibilidad de adentrarme desde el anonimato en mundos distantes, y cuando, a los ocho o nueve años, escribí las primeras páginas de un libro, lo titulé Travels with a Telescope, que no era un mal título. Así pues, siempre sentía euforia cuando, después de las bromas de rigor («¿Qué hace un niño tan pequeño con un telescopio tan grande?»; «¿A quién buscas, a Gandhi?»), los demás querían que les dejara probarlo. En primer lugar, porque era un fanfarrón de cuidado y me encantaba ajustar la lente con destreza para que vieran el buque-faro que separaba el territorio inglés del galés. Y en segundo lugar, porque el breve intercambio de palabras con ellos me hacía sentir más «normal».

Presa de una tremenda timidez, con frecuencia me quedaba rezagado, por decirlo de alguna manera, para observar cómo mi silueta tropezaba al correr por las colinas o se tumbaba en la hierba mullida al sol. Esos escenarios eran, por lo menos en mi recuerdo, brillantes y nítidos, como un cuadro prerrafaelita. Es posible que el cielo no fuese siempre tan azul como yo lo recuerdo, pero sin duda era diáfano como el cristal, pues el único humo que había provenía de la columna que desprendía algún barco minero que trajinaba por el canal o del difuso miasma de mugre que siempre cubría los valles de Swansea. Abundaban los halcones y las alondras, las liebres corrían por todas partes, las comadrejas correteaban junto a los helechos y algunas veces aparecía en la colina, con un zumbido intenso, el biplano diario de la compañía De Havilland rumbo a Cardiff.

Mis emociones, sin embargo, distaban de ser tan nítidas y definidas. La convicción de que me hallaba dentro del sexo equivocado no era más que una sensación borrosa, arrinconada en algún lugar remoto del cerebro, y aunque no me sentía infeliz, sí solía sentir confusión. Incluso entonces, esa primera infancia serena contemplando el mar me parecía incómodamente incompleta. Sentía anhelos de algo que no sabía precisar, como si a mi puzle le faltase una pieza, o como si uno de los elementos de mi interior, en lugar de ser duro y resistente, fuese soluble y difuso. Todo me parecía mucho más firme cuando se trataba de las personas que vivían colina abajo. Sus vidas sí parecían prefijadas, como si, igual que el viejo biplano De Havilland, se limitaran a trazar con diligencia y alegría sus rutas diarias, deslizándose con placidez. Lo mío se parecía más al movimiento de un planeador, etéreo y agradable, tal vez, pero carente de rumbo.

Este desconcierto no me abandonaría jamás, y ahora entiendo que fue el núcleo del que surgió el dilema de mi vida. Si mis paisajes eran como los cuadros de Millais o Colman Hunt, mis introspecciones eran puro Turner, como si mi incertidumbre interior pudiera representarse mediante volutas y nubes de color, como una bruma dentro de mí. Desconocía su ubicación exacta; ¿la tenía en la cabeza, en el corazón, en las entrañas, en la sangre? Tampoco sabía si debía sentir vergüenza u orgullo de esa nebulosa, agradecimiento o pena. Algunas veces pensaba que sería más feliz sin ella, y otras veces creía que debía ser vital para mi existencia. Tal vez algún día, cuando fuera mayor, me sintiera tan firme como parecían las demás personas; o tal vez estuviera destinada a ser una criatura hecha de volutas de humo y espuma del mar, a deambular de esa forma tan anodina casi como si fuera intangible.

Presento mi confusión con términos...

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Autor

Jan Morris (1926-2020), periodista, escritora e historiadora, vivió casi toda su vida en Gales entre las montañas y el mar. Con sus libros de viajes se ganó un gran reconocimiento internacional y el respeto de todos aquellos viajeros que entienden el viaje como un camino de conocimiento y descubrimiento. En Gallo Nero hemos publicado La coronación del Everest,Manhattan 45, Trieste y Venecia. Entre sus libros destacamos también la trilogía Pax Britannica.
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Buil, Ana Mata

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