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El jardín de una isla

E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
160 Seiten
Spanisch
Gallo Neroerschienen am20.09.2023
«¿Cómo ha de robar la amapola el sueño de la misma fuente que da a la vid el jugo capaz de enloquecer y alegrar? ¿Cómo la maleza halla alimento para su grueso tejido donde los lirios lucen sus flores, que son pura algarabía?» A finales del siglo XIX, en una isla rocosa frente a la costa de Maine, Celia Thaxter cultiva un jardín que empezó a cuidar desde niña. Impulsada por muchos amigos y conocidos deseosos de descubrir sus secretos, decide contar su experiencia como jardinera en un diario que se desarrolla a lo largo de un año. Así nació este espléndido libro, que ofrece toda una serie de valiosas sugerencias: qué suelo preferir para sembrar, cómo limpiar las malas hierbas, qué remedios naturales utilizar para acabar con insectos y caracoles o cómo evitar que los pájaros se coman las semillas. Gracias a una prosa capaz de traducir vívidamente los colores y olores del jardín, junto a los aspectos prácticos del cuidado de las plantas, surge también el asombro de la autora ante el milagro de la naturaleza, pero, sobre todo, el amor que siente por su creación botánica, que es en última instancia el secreto de todo auténtico jardinero. Traducido por primera vez al español, es un clásico de la jardinería lleno de consejos y curiosidades, pero también una pequeña joya literaria. El jardín descrito en este libro, completamente restaurado en 1977, aún existe y puede visitarse en los meses de verano.        

Celia Thaxter (1835-1894), reconocida poeta estadounidense de finales del siglo XIX, una de las más leídas de la era victoriana, creció en el archipiélago de las islas de Shoals en el golfo de Maine. Después de diez años en el continente, regresó a su amada isla Appledore, donde su hogar se convirtió en lugar de encuentro para una gran variedad de artistas y escritores de Nueva Inglaterra, incluidos Ralph Waldo Emerson y Nathaniel Hawthorne.
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Verfügbare Formate
TaschenbuchKartoniert, Paperback
EUR26,00
E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
EUR11,99

Produkt

Klappentext«¿Cómo ha de robar la amapola el sueño de la misma fuente que da a la vid el jugo capaz de enloquecer y alegrar? ¿Cómo la maleza halla alimento para su grueso tejido donde los lirios lucen sus flores, que son pura algarabía?» A finales del siglo XIX, en una isla rocosa frente a la costa de Maine, Celia Thaxter cultiva un jardín que empezó a cuidar desde niña. Impulsada por muchos amigos y conocidos deseosos de descubrir sus secretos, decide contar su experiencia como jardinera en un diario que se desarrolla a lo largo de un año. Así nació este espléndido libro, que ofrece toda una serie de valiosas sugerencias: qué suelo preferir para sembrar, cómo limpiar las malas hierbas, qué remedios naturales utilizar para acabar con insectos y caracoles o cómo evitar que los pájaros se coman las semillas. Gracias a una prosa capaz de traducir vívidamente los colores y olores del jardín, junto a los aspectos prácticos del cuidado de las plantas, surge también el asombro de la autora ante el milagro de la naturaleza, pero, sobre todo, el amor que siente por su creación botánica, que es en última instancia el secreto de todo auténtico jardinero. Traducido por primera vez al español, es un clásico de la jardinería lleno de consejos y curiosidades, pero también una pequeña joya literaria. El jardín descrito en este libro, completamente restaurado en 1977, aún existe y puede visitarse en los meses de verano.        

Celia Thaxter (1835-1894), reconocida poeta estadounidense de finales del siglo XIX, una de las más leídas de la era victoriana, creció en el archipiélago de las islas de Shoals en el golfo de Maine. Después de diez años en el continente, regresó a su amada isla Appledore, donde su hogar se convirtió en lugar de encuentro para una gran variedad de artistas y escritores de Nueva Inglaterra, incluidos Ralph Waldo Emerson y Nathaniel Hawthorne.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788419168177
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisePub Wasserzeichen
FormatE101
Erscheinungsjahr2023
Erscheinungsdatum20.09.2023
Reihen-Nr.81
Seiten160 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse1788 Kbytes
Artikel-Nr.12489158
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe



De todas las maravillas del maravilloso universo de Dios, nada me parece más sorprendente que todo aquello que resulta de plantar una semilla en la tierra vacía. Tomemos, por ejemplo, una semilla de amapola: tenemos en la palma de la mano unos pocos átomos de materia apenas visible, una mota, una punta de alfiler que, sin embargo, encierra en su interior un espíritu de belleza inefable capaz de romper las paredes que lo contienen y emerger del oscuro suelo para florecer en un esplendor tan brillante que desconcierta cualquier poder de descripción.

El genio de los cuentos árabes no es ni la mitad de extraordinario que ella. Esa cápsula diminuta contiene raíces plegadas, tallos, hojas, brotes, flores, pericarpios que adoptan los más bellos colores y formas, todo aquello que conforma una planta, tan gigantesco con respecto a los límites que lo confinan como un roble comparado con una bellota. Podéis observar esta maravilla de principio a fin, en un intervalo de pocas semanas, y si reparáis en la magnitud de la maravilla que tenéis a vuestro alcance, no podréis sino perderos en «el asombro, el amor y la gratitud».2 Todas las semillas resultan de lo más interesantes, ya sean aladas, como las del diente de león o el cardo, listas para volar lejos aprovechando la brisa; ya con púas, para prenderse en la lana del ganado o la ropa de las personas; ya listas para viajar por la tierra y propagarse en todas direcciones; ya emplumadas como la del aciano, con pequeños volantes plateados y pulidos para girar con el viento hasta establecerse en el suelo más acogedor; ya en forma de pala, como la del arce, para remar por las mareas invisibles del aire. Pero si tuviera que detenerme en el umbral del jardín para considerar, uno por uno, los milagros de las semillas, ¡me temo que nunca alcanzaría a pisar el terreno!

Aquel que nace en una cuna de oro suele considerarse afortunado, pero su buena fortuna es nimia comparada con la del feliz mortal que viene a este mundo con el alma dotada de una pasión por las flores. He elegido esa palabra a conciencia, por mucho que parezca demasiado grave e importante para el tema que nos ocupa, porque no me refiero a un leve y somero afecto, ni siquiera a una admiración estética; no hablo de ningún interés superficial sobre el que podemos revolotear cual mariposa, sino de un verdadero amor merecedor de ese nombre, capaz de la dignidad del sacrificio y de soportar las incomodidades del cuerpo y las decepciones del espíritu, lo bastante fuerte como para batallar contra mil enemigos por el objeto amado; un amor poderoso y sensato, de paciencia infinita, que otorgue a todo lo demás un estímulo más sutil, más delicado y, quizá, más necesario que cuanto hemos dicho hasta ahora.

Hay mucha gente que suele preguntarme: «¿Cómo consigues que las plantas florezcan de este modo? -mientras admiran el trozo de tierra que cultivo en verano, o los jardines junto a las ventanas que florecen en invierno-. ¡A mí nunca me salen así! ¿Cuál es tu secreto?». Y respondo con una sola palabra: «Amor». Este incluye la paciencia de soportar continuas pruebas, la constancia que conduce a la perseverancia, el poder de renunciar a las comodidades del cuerpo y la mente para atender las necesidades de aquello que amamos, y el vínculo sutil de empatía que es tan importante, si no más, que todo el resto. Porque, aunque no iré tan lejos como para afirmar, tal y como hace un ocurrente amigo mío, que cuando sale a sentarse a la sombra del porche, la enredadera de glicinia se le acerca para posársele en el hombro, sí soy muy consciente de que las plantas perciben el amor, y reaccionan a él de un modo que no puede compararse con nada más. Podemos cubrir todas sus necesidades de agua y alimento, y hacer que las condiciones de su existencia sean lo más favorables posible, y sí, ellas crecerán y florecerán, pero hay algo inefable que se perderá si no las amamos, una delicada gloria demasiado espiritual como para atraparla con palabras. Los noruegos tienen una bastante significativa: opelske, que emplean al hablar de los cuidados de las plantas y puede traducirse literalmente como «enamorarse de ellas», quererlas y mantenerlas para que crezcan saludables y vigorosas.

Al igual que el músico, el pintor, el poeta y otros artistas, el verdadero amante de las plantas nace, no se hace. Y nace para la felicidad en este valle de lágrimas, para conocer la dicha más pura que la tierra puede brindar a sus hijos, una dicha tranquila, inocente, inspiradora e indefectible. Con solo un trozo de tierra, tiempo para cuidarla, herramientas de trabajo y semillas que plantar, ya tiene todo cuanto necesita; y la naturaleza se encargará de acudir en su ayuda con sus rocíos, sus soles, sus chaparrones y sus brisas. Pero, muy pronto, el amante aprenderá que su amor también requiere una eterna vigilancia que pone en entredicho su libertad, lo cual se aplica al cultivo de plantas en tanto en cuanto los enemigos son legión y deben combatirse a todas horas, de día y de noche, sin descanso. El gusano cortador, el gusano alambre, la oruga, la arañuela, el escarabajo, el pulgón, el mildiu y muchos más, pero sobre todo la repugnante babosa, una criatura viscosa y amorfa que devora cada uno de los elementos hermosos y exquisitos del jardín; a todos ellos debe mantener a raya el amante de las flores con incansable energía y, si es posible, exterminarlos por completo nada más detectar su presencia para que solo él y sus preciosas flores puedan conquistar la paz. Muchos y variados son los métodos de destrucción que pueden emplearse, puesto que cada plaga, más o menos, requiere un veneno distinto. La estantería del armario que reservo para ellos exhibe una hilera de pimenteros de hojalata, cada uno con su etiqueta, según el polvo mortal que contenga. Para las arañuelas que se comen las hojas de los rosales hasta dejarlas como esqueletos con nudos fibrosos, está el eléboro, que debe extenderse por la parte inferior de las hojas -insisto: ¡la parte inferior!, por lo que hay que tener en cuenta las dificultades del proceso cuando el tratamiento se aplica a cientos de hojas-. Para el mildiu azul o gris y el mildiu naranja, tengo otro pimentero que contiene sulfuro en polvo, el cual se aplica más fácilmente, pues basta con extenderlo por las hojas más altas del arbusto, ¡pero hay que llegar a todas, ni una debe quedar expuesta al peligro! Otro pimentero contiene rapé amarillo para el pulgón verde, pero este es casi imposible de combatir: una vez que la legión se ha establecido en nuestros dominios, adiós a toda esperanza. Cal, sal, verde de París, pimienta de cayena, emulsión de queroseno, jabón de aceite de ballena... la lista de armas es muy larga, y debemos emplearla en toda su variedad para enfrentarnos a los enemigos del jardín. Hay que acometer la lucha con sensatez, persistencia, paciencia, precisión y una cuidadosa vigilancia. A mi parecer, la peor de las plagas es la babosa, ese caracol sin caparazón. Es repulsiva hasta lo indecible; una masa negra, blanda y amorfa que lo devora todo. Es como si cualquier clase de veneno alentara su desarrollo; la sal y la cal son lo único que ejerce cierto efecto sobre ella, o al menos eso es lo que he podido observar. Pero tanto la sal como la cal deben emplearse con sumo cuidado, o destruirán la planta tan irremediablemente como la babosa. Cada noche, a principios de la estación en que todo surge y empieza a crecer hacia lo alto, me contagio de esa fuerza, salgo al atardecer y deposito cal apagada en el borde de los macizos de flores, o dibujo un anillo alrededor de las plantas más valiosas. La babosa no puede cruzarlo mientras la cal está fresca, pero pasados un día o dos, el efecto disminuye y ya no quema, de modo que el enemigo se desliza sin mayor peligro, dejando su rastro viscoso. A medianoche, en numerosas y solemnes ocasiones, he abandonado la cama para visitar a mis queridos tesoros bajo los pálidos destellos de luna, con el fin de asegurarme de que los anillos protectores aún podían resistir el acecho y salvar la planta, pues la babosa se alimenta de noche y es invisible durante el día a menos que llueva o el cielo esté muy cubierto. Se esconde bajo cualquier superficie húmeda o en los recovecos sombríos, pues el sol la destruye. Para acabar con ella, empleo la sal del mismo modo que la cal, pero también es peligrosa para las plantas, así que voy con mucho cuidado. No hay que poner ni una ni otra sustancia durante el riego, porque la tierra las absorbe en cantidad suficiente como para dañar las raíces tiernas. Tengo pequeñas jaulas de alambre fino que a veces coloco sobre las plantas, bien ajustadas y con montones de tierra alrededor para no dejar hueco alguno por donde pueda deslizarse el enemigo; también rodeo algunos macizos con tiras de madera, en cajas, y clavo en la tierra unas canaletas largas y poco profundas que lleno de sal para mantener al enemigo a raya. ¡He probado todas y cada una de las muestras de ingenuidad humana que me han llegado a los oídos para tratar de salvar mis queridas flores! A la hora del atardecer, dispongo un montoncito de sal y cal alrededor de mis criaturas y, cada mañana, antes de que salga el sol, lo quito y las rocío con agua. La sal se disuelve en la humedad del aire y en el rocío, de modo que en las plantas más delicadas, que necesitan mayor atención, dispongo los montoncitos sobre un cartón, para no dañarlas. Juzga así, lector, la fuerza, la paciencia, la perseverancia y la esperanza que todo ello requiere. Es sin duda un arduo quehacer, pero ni me quejo ni me resiento, pues la recompensa es magnífica. Antes de saber qué podía hacer para salvar el jardín de las babosas, me pasaba tardes enteras disfrutando de las hileras de ho­jas de...

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Autor

Celia Thaxter (1835-1894), reconocida poeta estadounidense de finales del siglo XIX, una de las más leídas de la era victoriana, creció en el archipiélago de las islas de Shoals en el golfo de Maine. Después de diez años en el continente, regresó a su amada isla Appledore, donde su hogar se convirtió en lugar de encuentro para una gran variedad de artistas y escritores de Nueva Inglaterra, incluidos Ralph Waldo Emerson y Nathaniel Hawthorne.