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Alejandro Magno

E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
256 Seiten
Spanisch
EDHASAerschienen am05.01.2023
En torno a la figura de Alejandro Magno se ha ido tejiendo a través de los siglos una capa casi impenetrable de fábula, historia, tradición y emoción. En esta biografía, Mary Renault - mundialmente famosa por sus novelas sobre Alejandro y el mundo griego- logra desentrañar la historia y la fábula, las media verdades y las opiniones interesadas, para revelar la verdadera naturaleza del personaje histórico, tal como se veía él y tal como lo vieron sus amigos, sus soldados y los pueblos que conquistó. Mary Renault ha pasado a la historia como una de las helenistas y novelistas más importantes de todos los tiempos.  'Esta erudita y romántica intérprete del mundo griego [...] narra la leyenda y recupera la realidad, y lleva al lector desde las salvajes montañas de Macedonia a través de Torya, Egipto y Persia, hasta el Indo, al tiempo que intenta analizar las fuerzas que impulsaron a Alejandro a conquistar todo el mundo conocido.'  The Times

MARY RENAULT Mary Renault (Mary Challans, 1905-1983) es una de las helenistas y escritoas más importantes de todos los tiempos. Formada en Orxford en literatura clásica, descubrió su vocación como escritora mientras ejercía de enfermera, y ya en 1939, con su primera novela, obtuvo un importante respaldo de crítica y lectores. Scosada por el moralismo de la época que le tocó vivir, después de servir en la segunda guerra mundial como mefermera, se estableció en Ciudad del Cabo en compañía de Julie Maillard y juntas recorrieron buena parte del continente africano y casi toda Grecia. En su amplia obra, comparada a menudo con la de Marguerite Yourcenar y Robert Graves, destacan las novelas históricas El rey debe morir, Teseo rey de Atenas, La máscara de Apolo, Alexias de Atenas, la biografía Alejandro Magno y el tríptico sobre el mismo personaje que froman Fuego del Paraíso, El muchacho persa y Juegos funerarios.
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BuchGebunden
EUR24,00
E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
EUR7,99

Produkt

KlappentextEn torno a la figura de Alejandro Magno se ha ido tejiendo a través de los siglos una capa casi impenetrable de fábula, historia, tradición y emoción. En esta biografía, Mary Renault - mundialmente famosa por sus novelas sobre Alejandro y el mundo griego- logra desentrañar la historia y la fábula, las media verdades y las opiniones interesadas, para revelar la verdadera naturaleza del personaje histórico, tal como se veía él y tal como lo vieron sus amigos, sus soldados y los pueblos que conquistó. Mary Renault ha pasado a la historia como una de las helenistas y novelistas más importantes de todos los tiempos.  'Esta erudita y romántica intérprete del mundo griego [...] narra la leyenda y recupera la realidad, y lleva al lector desde las salvajes montañas de Macedonia a través de Torya, Egipto y Persia, hasta el Indo, al tiempo que intenta analizar las fuerzas que impulsaron a Alejandro a conquistar todo el mundo conocido.'  The Times

MARY RENAULT Mary Renault (Mary Challans, 1905-1983) es una de las helenistas y escritoas más importantes de todos los tiempos. Formada en Orxford en literatura clásica, descubrió su vocación como escritora mientras ejercía de enfermera, y ya en 1939, con su primera novela, obtuvo un importante respaldo de crítica y lectores. Scosada por el moralismo de la época que le tocó vivir, después de servir en la segunda guerra mundial como mefermera, se estableció en Ciudad del Cabo en compañía de Julie Maillard y juntas recorrieron buena parte del continente africano y casi toda Grecia. En su amplia obra, comparada a menudo con la de Marguerite Yourcenar y Robert Graves, destacan las novelas históricas El rey debe morir, Teseo rey de Atenas, La máscara de Apolo, Alexias de Atenas, la biografía Alejandro Magno y el tríptico sobre el mismo personaje que froman Fuego del Paraíso, El muchacho persa y Juegos funerarios.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788435049009
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisDRM Adobe
FormatE101
Verlag
Erscheinungsjahr2023
Erscheinungsdatum05.01.2023
Seiten256 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse1912 Kbytes
Artikel-Nr.10690978
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe


IMÁGENES

Alejandro Magno murió en Babilonia un tórrido día de junio del año 323 a.C. Los lamentos se propagaron por la ciudad; los miembros de su guardia personal deambularon bañados en lágrimas; los persas se raparon la cabeza en señal de duelo; los templos apagaron sus fuegos. Sus generales se lanzaron a una vertiginosa y caótica lucha por el poder. Lucharon en tomo a su féretro, en el que quizás aún estaba vivo aunque en coma terminal, ya que la frescura y el color natural de su cadáver -que había pasado cierto tiempo desatendido- produjeron gran asombro. Por fin se presentaron los embalsamadores, se le acercaron con sumo respeto y, «luego de orar para que fuera justo y legítimo que los mortales tocaran el cuerpo de un dios», emprendieron su tarea.

El hijo de Roxana aún no había nacido. Si Alejandro nombró sucesor en su lecho de muerte, nadie admitió haberlo oído. No existía heredero conocido de cuyo prestigio se le pudiera investir en medio del esplendor de sus exequias; durante décadas Grecia y Asia serían asoladas por intrigas y sacudidas por el paso de los ejércitos a medida que sus generales desgajaban fragmentos del imperio. A lo largo de dos años, mientras los elefantes avanzaban pesadamente tras el séquito de los jefes militares que cambiaban de bando, oro y piedras preciosas de incalculable valor iban a parar al taller en el que los maestros artesanos griegos perfeccionaban una carroza fúnebre digna de su destinatario. Se aceptó, cual si fuera una ley de la naturaleza, que el catafalco no debía ser superado en memoria, historia ni leyenda.

El féretro era de oro y el cuerpo que contenía estaba cubierto de especias preciosas. Los cubría un paño mortuorio púrpura bordado en oro, sobre el cual se exponía la panoplia de Alejandro. Encima, se construyó un templo dorado. Columnas jónicas de oro, entrelazadas con acanto, sustentaban un techo abovedado de escamas de oro incrustadas de joyas y coronado por una relumbrante corona de olivo en oro que bajo el sol llameaba como los relámpagos. En cada esquina se alzaba una Victoria, también en noble metal, que sostenía un trofeo. La cornisa de oro de abajo estaba grabada en relieve con testas de íbice de las que pendían anillas doradas que sustentaban una guirnalda brillante y policroma. En los extremos tenía borlas y de éstas pendían grandes campanas de timbre diáfano y resonante.

Bajo la cornisa habían pintado un friso. En el primer panel, Alejandro aparecía en un carro de gala, «con un cetro realmente espléndido en las manos», acompañado de guardaespaldas macedonios y persas.

El segundo representaba un desfile de elefantes indios de guerra; el tercero, a la caballería en orden de combate, y el último, a la flota. Los espacios entre las columnas estaban cubiertos por una malla dorada que protegía del sol y de la lluvia el sarcófago tapizado, pero no obstruía la mirada de los visitantes.

Disponía de una entrada guardada por leones de oro.

Los ejes de las ruedas doradas acababan en cabezas de león cuyos dientes sostenían lanzas. Algo habían inventado para proteger la carga de los golpes. La estructura era acarreada por sesenta y cuatro mulas que, en tiros de cuatro, estaban uncidas a cuatro yugos; cada mula contaba con una corona dorada, un cascabel de oro colgado de cada quijada y un collar incrustado de gemas.

Diodoro, que al parecer obtuvo esta descripción de un testigo presencial, afirma que era más soberbio visto que descrito. Alejandro siempre había enterrado con esplendor a sus muertos. En su época, los funerales eran regalos de honor más que manifestaciones de duelo.

«En virtud de su enorme fama atrajo a muchos espectadores; en cada ciudad a la que llegaba, la gente salía a su encuentro y lo seguía al partir, sin cansarse jamás del placer de contemplarlo.» Semana tras semana y mes tras mes, al ritmo de las laboriosas mulas, precedido por los constructores de carreteras y haciendo un alto mientras éstos allanaban el camino, veinticinco, dieciséis, ocho kilómetros diarios; parando en las ciudades donde ofrecían sacrificios y pregonaban epitafios, el resonante, reluciente y enorme santuario de oro atravesó lentamente mil seiscientos kilómetros de Asia; los amortiguadores, cuyo mecanismo no ha logrado desentrañar ningún investigador, protegieron en la muerte al cuerpo que en vida había sido tan poco cuidado. Al norte por el Éufrates, al este hasta el Tigris; un alto en Opis, lugar decisivo en el Camino Real hacia el oeste; hacia el norte para bordear el desierto arábigo. «Además, para rendir homenaje a Alejandro,Tolomeo acudió a su encuentro con un ejército y llegó hasta Siria.»

El homenaje de Tolomeo fue un secuestro reverente. Según la antigua costumbre, los reyes de Macedonia eran enterrados en Aegae, la antigua capital fortificada en lo alto de una colina. Existía la profecía según la cual la dinastía tocaría a su fin cuando la costumbre dejara de respetarse. Tolomeo, pariente de la familia real, debía de conocer bien aquella profecía, pero ya había elegido sagazmente su parte del imperio fisurado: Egipto, donde la conquista macedonia fue aclamada como liberación; donde Alejandro honró los santuarios profanados por el rey persa y recibió la divinidad; donde el propio Tolomeo se deshizo de un mal gobernador y alcanzó gran popularidad. Declaró que Alejandro había querido retornar a Egipto: ¿a qué otra tierra, si no a la de su padre Amón?

Probablemente Tolomeo tenía razón. Desde que a los veintidós años cruzó el Helesponto rumbo al este, Alejandro no se mostró dispuesto a volver a Macedonia. Se proponía centrar su imperio en Babilonia; había dejado de ser un joven conquistador macedonio para convertirse en un impresionante gran rey persa; estaba desarraigado, lo mismo que la totalidad de los oficiales jóvenes y ambiciosos que le siguieron. Tolomeo ya había demostrado su lealtad en años anteriores, cuando materialmente era más lo que podía perder que ganar. Y si ahora el prestigio de sepultar a su amigo era inmenso para Egipto y le permitía fundar una dinastía,Tolomeo tenía sobrados motivos para pensar que Alejandro le estaría agradecido. Si su cuerpo hubiese llegado a Macedonia, tarde o temprano habría sido destruido por el implacable Casandro. En Alejandría sería venerado durante siglos.

Por consiguiente, la comitiva que suscitaba un temor reverencial, a la que se sumaron un sátrapa egipcio y su ejército, puso rumbo sur desde Siria; pasó ante las murallas semiderruidas de Tiro y prosiguió a través de Judea. En una ciudad tras otra las huestes mezcladas de la escolta -macedonios, persas y egipcios- montaban sus tiendas en tomo al tabernáculo del dios muerto, de cuya divinidad Tolomeo, aspirante a faraón salvador, extraería la propia. Se ocupaba de que estuviera bien exhibido y de que se anunciase su llegada. Es precisamente lo que Alejandro habría deseado. Había amado su fama. Al igual que Aquiles, había trocado días de su vida a cambio de la celebridad. Había confiado en que los dioses cumplirían su parte del trato y, al igual que en el caso de Aquiles, no fue una expectativa vana.

Los niños que no habían nacido o que iban en brazos cuando Alejandro había cabalgado así en vida miraban azorados la comitiva de la que sesenta años después seguirían hablando. Señalaban las pinturas del friso, preguntaban qué representaban y creían cuanto les dijeron. Durante esa procesión debieron de surgir mil años de leyendas.

Una vez en Egipto, el sarcófago -instalado aún en el célebre catafalco- pasó unos años en Menfis, un imán para los viajeros, mientras en Alejandría construían el Sepulcro. (Cuando los mausoleos de la dinastía de los Tolomeos se reunieron en torno al Sepulcro, éste siguió llamándose así.) Perdicas, delegado de Alejandro a la muerte de éste, se enfureció con Tolomeo y a su debido tiempo le hizo la guerra. Empero, la proverbial fortuna de Alejandro, que llevó a las gentes a lucir su imagen tallada en anillos, se transmitió como un legado de gratitud a su amigo de la infancia. De los grandes generales que a la muerte de Alejandro combatieron por hacerse con su imperio, sólo Tolomeo murió pacíficamente en la cama. Contaba ochenta y cuatro años, gozaba del respeto de su pueblo, había terminado su respetada historia y establecido en vida la sucesión de su hijo preferido.

Durante cerca de tres siglos, durante los cuales Macedonia se convirtió en provincia romana, los Tolomeos gobernaron Egipto y los sacerdotes del divinizado Alejandro sirvieron en su santuario. Finalmente, en el 89 a.C., fecha en que la dinastía ya había degenerado, el decadente y abotargado Tolomeo IX, rechazado por su ejército y necesitado de dinero para pagar a los mercenarios, cogió el sarcófago de oro y lo fundió para acuñar moneda. Toda Alejandría se sintió ultrajada; nadie se sorprendió cuando Tolomeo IX, menos de un año después, fue asesinado.

Los embalsamadores habían sido grandes maestros y el rostro de Alejandro, de tres siglos, había cuajado en una belleza distinguida. Los partidarios de Alejandro lo albergaron devotamente en un sarcófago adornado con vidrios de colores. Cincuenta años después el áspid de Cleopatra puso fin a la dinastía de los Tolomeos.

El Sepulcro siguió en pie. César lo visitó; sin duda, Marco Antonio también acudió a verlo con envidia; Augusto dejó como tributo un estandarte imperial.

Las leyendas se acrecentaron.

Habían comenzado en vida de Alejandro, originándose en su marcha del Helesponto al Himalaya.

Crecieron como maleza tropical a lo largo y a lo ancho de su imperio fragmentado y mucho más allá de sus...
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Autor

MARY RENAULTMary Renault (Mary Challans, 1905-1983) es una de las helenistas y escritoas más importantes de todos los tiempos. Formada en Orxford en literatura clásica, descubrió su vocación como escritora mientras ejercía de enfermera, y ya en 1939, con su primera novela, obtuvo un importante respaldo de crítica y lectores. Scosada por el moralismo de la época que le tocó vivir, después de servir en la segunda guerra mundial como mefermera, se estableció en Ciudad del Cabo en compañía de Julie Maillard y juntas recorrieron buena parte del continente africano y casi toda Grecia. En su amplia obra, comparada a menudo con la de Marguerite Yourcenar y Robert Graves, destacan las novelas históricas El rey debe morir, Teseo rey de Atenas, La máscara de Apolo, Alexias de Atenas, la biografía Alejandro Magno y el tríptico sobre el mismo personaje que froman Fuego del Paraíso, El muchacho persa y Juegos funerarios.

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