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Otra vuelta de tuerca

E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
184 Seiten
Spanisch
Siruelaerschienen am27.02.20151. Auflage
¿Qué puede hacer una institutriz, sola en un aislado caserón, para proteger a sus dos pupilos del lento acoso de los fantasmas? Nos hallamos ante uno de los mejores argumentos de la literatura moderna. Se ha dicho que encierra un aviso de la presencia del mal más allá de toda imaginación, una refinadísima historia sobre los inconvenientes de la bondad, una metáfora de la escritura. Tal vez las interpretaciones sean infinitas... Esta traducción, obra del argentino José Bianco, tiene categoría de clásica. Jorge Luis Borges escribió: «Recuerdo ahora su admirable versión del más famoso de los cuentos de Henry James. El título es, literalmente, La vuelta de tuerca. Bianco, fiel a la complejidad de su artífice, nos da Otra vuelta de tuerca».

Henry James (1843-1916), junto con su hermano William, recibió una esmerada educación europea. Estudió Derecho en la Universidad de Harvard, pero abandonó la carrera para dedicarse por completo a la literatura. En 1882, tras la muerte de sus padres, fijó su residencia en Londres. Cultivó la novela, el ensayo, el teatro y los relatos.
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Produkt

Klappentext¿Qué puede hacer una institutriz, sola en un aislado caserón, para proteger a sus dos pupilos del lento acoso de los fantasmas? Nos hallamos ante uno de los mejores argumentos de la literatura moderna. Se ha dicho que encierra un aviso de la presencia del mal más allá de toda imaginación, una refinadísima historia sobre los inconvenientes de la bondad, una metáfora de la escritura. Tal vez las interpretaciones sean infinitas... Esta traducción, obra del argentino José Bianco, tiene categoría de clásica. Jorge Luis Borges escribió: «Recuerdo ahora su admirable versión del más famoso de los cuentos de Henry James. El título es, literalmente, La vuelta de tuerca. Bianco, fiel a la complejidad de su artífice, nos da Otra vuelta de tuerca».

Henry James (1843-1916), junto con su hermano William, recibió una esmerada educación europea. Estudió Derecho en la Universidad de Harvard, pero abandonó la carrera para dedicarse por completo a la literatura. En 1882, tras la muerte de sus padres, fijó su residencia en Londres. Cultivó la novela, el ensayo, el teatro y los relatos.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788416396375
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisDRM Adobe
FormatE101
Verlag
Erscheinungsjahr2015
Erscheinungsdatum27.02.2015
Auflage1. Auflage
Reihen-Nr.10
Seiten184 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse1125 Kbytes
Artikel-Nr.2993660
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe

Prólogo

La fama de este relato largo o novela corta, según se prefiera denominarlo, es superior a la de cualquier otro relato largo de Henry James. Por qué ha tenido tanta resonancia es, literariamente hablando, inexplicable, ya que su autor escribió relatos tan buenos o mejores que éste, como es el caso de El banco de la desolación o, por citar un cuento de fantasmas, El lugar feliz. Se ha atribuido tradicionalmente a Otra vuelta de tuerca el ser un logro excepcional, producto del empleo del punto de vista tal y como lo concibió James y, en efecto, lo es, pero no es el único que merece tal elogio. Ni siquiera es factible pensar que el tema de la inocencia del niño sea más seductor que otros; su novela Lo que Maisie sabía (algo corta para lo que suele ser la extensión favorita de James) es un logro incuestionable en el terreno de la elección de un conflicto expuesto por la mirada de un niño que no está preparado para comprenderlo, pero cuya visión contrasta dramáticamente con la lectura que el lector adulto hace de la misma historia a través de los ojos de ese niño. Otra vuelta de tuerca -una historia de niños y de inocencia- apoya su narración en los adultos, en la visión de los adultos, y en un juego de narradores que es casi una declaración de principios sobre el papel del narrador. Y por aquí es por donde podemos empezar.

Tres son los narradores de esta historia. En primer lugar, el que inicia el relato, que parece apadrinarlo. Una vez que éste ha situado el espacio físico y humano en el que se encuentran (un grupo de gente que se ha reunido para escuchar e intercambiar historias de terror), asoma el segundo narrador. Éste, Douglas, uno de los asistentes a la reunión, es una especie de narrador implícito o narrador narrado por el primero que, tras escuchar el último relato que ha entretenido y estremecido a los contertulios, se queda pensativo. Al poco rato, Douglas confiesa que conoce una historia aún más terrible, impresionante y dudosa que la que se acaba de relatar. Ante este aviso, parte de la audiencia reacciona con una frivolidad que contrasta con la gravedad de Douglas, quien advierte que, en su historia, lo más duro es lo espantoso... del espanto. Requerido por todos, Douglas se ve obligado a decir que se trata de un manuscrito que le fue entregado por la antigua institutriz de su hermana. El manuscrito no obra en su poder en ese momento por lo que ha de mandar pedirlo a su casa, lo cual originará una espera de veinticuatro horas que se acepta a regañadientes. «Los demás lamentaban la demora -dice el narrador primero-, pero a mí me encantaban precisamente sus escrúpulos» (los de Douglas, se entiende). Al día siguiente un grupo más «íntimo y selecto» -los frívolos han desaparecido- se dispone a escuchar la lectura del manuscrito. Entonces Douglas da cuenta de los antecedentes del mismo. Finalmente, una serie de preguntas de los concurrentes acentúa el carácter misterioso del asunto debido a las respuestas de Douglas. Y, por fin, Douglas comienza a leer.

La razón de que un autor se plantee la figura del narrador es, como sabemos, establecer la distancia necesaria para dar autonomía al relato, para despegarlo, por así decirlo, del autor mismo. El doble narrador que utiliza James pretende que el manuscrito quede librado a su propia voz, pues esta voz, tras los prolegómenos, ha adquirido perspectiva suficiente para que el lector pueda escucharla convertido en un asistente más a la reunión. Los dos narradores dejan al lector dentro del espacio donde se va a conocer la historia y el autor se aleja definitivamente de ella gracias a esa doble distancia que ambos narradores marcan.

El tercer narrador es la voz del manuscrito, esto es, la de la institutriz, que lo escribe antes de morir -y de eso hace ya veinte años- y se lo envía a Douglas. Así pues, la última distancia la pone el tiempo transcurrido desde que sucedieran los hechos que se van a relatar. Como se verá, se trata de toda una preparación artillera para batir el campo cuya toma victoriosa los oyentes -y el lector por igual- se disponen a contemplar. La pregunta que uno se hace es: ¿para qué semejante preparación? ¿Es que no basta el relato por sí mismo? La respuesta es no. No, porque James pretende sacar al lector de cualquier forma de lectura aquiescente para situarlo en una actitud expectante y activa. No se trata sólo de seguir una historia, se trata de entender una historia; por tanto, será el lector, no el relato en sí, quien decida cómo interpretar los hechos que pertenecen al relato. Y todo esto a cuenta de una exigencia que el planteamiento inicial hace inexcusable y consecuente: que el lector encuentre por sí mismo el sentido del relato. El respeto a la libertad de juicio del lector queda establecido; lo verosímil pertenece, pues, a los dos narradores primeros, que la certifican ante el lector; lo misterioso, en cambio, pertenece al relato mismo, a la voz de la institutriz.

Por tanto, la voz de la institutriz no nace bajo sospecha, porque es la que es, pero tampoco bajo seguridad. A partir de ahora sólo conoceremos el punto de vista de ella, pero sabemos que es su punto de vista y a nosotros compete, como en los sucesos de la vida que nos afectan, tomar posición ante él. El prólogo, una pieza maestra, ha logrado colocarnos en esta situación sin que apenas lo hallamos advertido. De hecho, esto es lo que el lector descubre al final; por eso el final termina en alto, por eso no regresamos ya a la reunión inicial.

Otra vuelta de tuerca plantea, una vez más, un asunto favorito de James: el de la inocencia y su corrupción. Una institutriz llega a una casa de campo donde ha de encargarse de la educación de dos niños. Los niños son huérfanos y están bajo la tutela de un tío que vive en Londres y tiene por costumbre dejarlos en manos de terceros. Junto a la institutriz se encuentran una sencilla y bondadosa mujer, el ama de llaves Grose, personaje que sirve de contraste a la primera, y unos difusos criados que se ocupan de la casa. Pronto, la institutriz advierte que algún misterio se encierra en el lugar, una situación extrañamente mórbida que afecta a los niños muy seriamente. Y, de repente, comienza a tener visiones de dos personajes que han muerto. La institutriz anterior, miss Jessel, y un criado del tío de los niños, un tal Quint, comienzan a aparecerse ante ella o, mejor dicho, comienzan a buscar a los niños; y ella los ve. Desde ese momento, la pareja se muestra como una presencia del mal que acecha y trata de poseer definitivamente a los niños y la institutriz como alguien que lucha «contra un demonio por un alma humana».

Parece desprenderse del relato que la relación de los niños con miss Jessel y Quint -que tuvieron entre ellos una aventura amorosa de pasión y dominio- ha sido nefasta en la medida que corrompieron su inocencia. La presencia de los espectros tiene ahora, en primer lugar, el valor de una metáfora o símbolo de lo que ha germinado con la siembra de aquel mal; la corrupción se manifiesta en la doblez que advierte en ellos la institutriz y en su convicción de que los aparecidos vuelven del mundo de los muertos para apoderarse finalmente de las almas de los niños y evitar que ella los arranque de su poder. La presencia del mal es, de hecho, más poderosa que la de los fantasmas, aunque éstos se manifiestan y el mal, en cambio, es un estado, una sensibilidad, una atmósfera que entenebrece la casa entera. Un análisis del modo en que se van sucediendo las apariciones es muy ilustrativo, pero eso más vale dejarlo en manos del lector.

Éste se preguntará, pronto o tarde, por la credibilidad de esa voz. El relato, que es, evidentemente, una especie de confesión hecha para sacar afuera algo que la mujer lleva dentro después de tanto tiempo, ¿es una construcción ­autojustificativa de la actuación de ella misma o es un relato sereno y real de los hechos escrito tiempo después? Llegados a este punto, la ambigüedad resulta admirable.

La relación entre la señora Grose y la institutriz tiene una gran importancia en la construcción de la trama. Al sentido común, la compasión y la visión del mundo a ras de tierra de la primera se contrapone la educación y la sensibilidad de la segunda. La primera, llena de buena fe y temor por los niños, no duda en apoyar a la segunda. Pero hacia el final, cuando buscan a la niña junto al lago con la idea de que ésta ha ido a reunirse con el espectro de miss Jessel, confrontarán sus posiciones. Hasta entonces, la señora Grose ha aceptado la situación de peligro, no porque haya visto algo sino porque conoció la maldad de la pareja en vida. Pero ahora, en la escena del lago, la realidad es ésta: la señora Grose no ve el fantasma de miss Jessel que la institutriz sí ve. En ese punto, sus actitudes respecto a la situación se separan y en el relato de la institutriz se transparenta la duda que asoma en la señora Grose, de la que el lector es consciente y también cómplice en la medida que la entiende: ¿es el de la institutriz un caso de disociación de la realidad en el que su sensibilidad, exacerbada por el celo cuidador y el maligno ambiente de la casa, está llegando al extremo de dar por cierto lo que no es sino producto de su imaginación? En estos capítulos finales, el minucioso bordado que James ha venido haciendo comienza a dibujar la figura que contiene el sentido del relato. Pero esa figura no es la solución del relato, es el relato mismo, el misterio mismo también porque la realidad no se explica sino que, simplemente, se muestra. Y...
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Autor

Henry James (1843-1916), junto con su hermano William, recibió una esmerada educación europea. Estudió Derecho en la Universidad de Harvard, pero abandonó la carrera para dedicarse por completo a la literatura. En 1882, tras la muerte de sus padres, fijó su residencia en Londres. Cultivó la novela, el ensayo, el teatro y los relatos.