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Desde la oficina

E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
124 Seiten
Spanisch
Siruelaerschienen am12.04.20161. Auflage
Recopiladas por primera vez en un solo volumen, las narraciones de Robert Walser sobre el mundo de la oficina resultan esclarecedoras, divertidas y, sobre todo, profundamente anticipatorias. El autor de El paseo comenzó a escribir hacia 1900, cuando iniciaba su vida laboral. Como aprendiz en un banco, consideró que la oficina era algo de una irritante novedad; a sus ojos, suponía la encarnación de una existencia predeterminada y carente de sentido, al mismo tiempo que el lugar donde surgían los sueños y fantasías que permitían al poeta adueñarse de la realidad. Los relatos de Walser a propósito de los empleados, al igual que las sátiras de Melville, Gógol o Kafka sobre la burocracia, proyectan una luz tan esclarecedora como divertida en torno a la racionalización y la disciplina del mundo del trabajo.

Robert Walser es uno de los más importantes escritores en lengua alemana del siglo XX. Nació en Biel (Suiza) en 1878 y publicó quince libros. Murió mientras paseaba un día de Navidad de 1956 cerca del manicomio de Herisau, donde había pasado los últimos años de su vida. Siruela  ha publicado también el libro de conversaciones Paseos con Robert Walser, de Carl Seelig y Robert Walser. Una biografía literaria, de Jürg Amann.
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Verfügbare Formate
TaschenbuchKartoniert, Paperback
EUR21,50
E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
EUR7,99

Produkt

KlappentextRecopiladas por primera vez en un solo volumen, las narraciones de Robert Walser sobre el mundo de la oficina resultan esclarecedoras, divertidas y, sobre todo, profundamente anticipatorias. El autor de El paseo comenzó a escribir hacia 1900, cuando iniciaba su vida laboral. Como aprendiz en un banco, consideró que la oficina era algo de una irritante novedad; a sus ojos, suponía la encarnación de una existencia predeterminada y carente de sentido, al mismo tiempo que el lugar donde surgían los sueños y fantasías que permitían al poeta adueñarse de la realidad. Los relatos de Walser a propósito de los empleados, al igual que las sátiras de Melville, Gógol o Kafka sobre la burocracia, proyectan una luz tan esclarecedora como divertida en torno a la racionalización y la disciplina del mundo del trabajo.

Robert Walser es uno de los más importantes escritores en lengua alemana del siglo XX. Nació en Biel (Suiza) en 1878 y publicó quince libros. Murió mientras paseaba un día de Navidad de 1956 cerca del manicomio de Herisau, donde había pasado los últimos años de su vida. Siruela  ha publicado también el libro de conversaciones Paseos con Robert Walser, de Carl Seelig y Robert Walser. Una biografía literaria, de Jürg Amann.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788416749249
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisDRM Adobe
FormatE101
Verlag
Erscheinungsjahr2016
Erscheinungsdatum12.04.2016
Auflage1. Auflage
Reihen-Nr.330
Seiten124 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse1141 Kbytes
Artikel-Nr.3248739
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe

UNA MAÑANA
Hay mañanas en los talleres de zapatería, en las calles y en las montañas, y estas últimas seguro que son lo más bonito del mundo, pero una mañana en una entidad bancaria da decididamente que pensar. Supongamos por un momento que es la mañana del lunes, la más mañanera de todas las mañanas de la semana, y el aroma a lunes por la mañana se difunde de manera excelente por los departamentos de contabilidad de las grandes instituciones bancarias.

Una de esas salas alberga entre diez y quince escritorios con pasillos para pasar revista, en cada escritorio doble trabajan un par de personas. Se suele hablar de pares de zapatos, así que ¿por qué no iba a ser acertado hablar de vez en cuando de pares de personas? En la parte superior de la sala está el escritorio del encargado. El jefe de sección es un hombre gordo como un saco con una cara monstruosa encima de la espalda. La cara, sin necesidad del nacimiento del cuello, se apoya directamente en la espalda, es de un rojo ardiente y parece flotar. Son las ocho y diez, el jefe Hasler recorre la estancia con mirada certera para comprobar si están todos. Faltan dos, que, como es natural, vuelven a ser Helbling y Senn.

En ese importante momento entra tosiendo y resoplando el contable Senn, un hombre enjuto y afilado. Hasler conoce esa tos, es sencillamente una petición de disculpas. Cuando las personas son demasiado orgullosas y se empecinan en no abrir la boca para disculparse como es debido, tosen. Senn hunde su nariz en sus libros con vertiginosa presteza y hace como si ya llevase horas trabajando. Han transcurrido otros diez minutos. Son las ocho y veinte. «Esto pasa ya de castaño oscuro», piensa Hasler; en ese momento se presenta Helbling.

Completamente enlunesado, pálido y turbado el rostro, se lanza como un silbido a su puesto. Habría podido disculparse, desde luego. En la charca superior de Hasler, quiero decir en su cerebro, aparece igual que una ranita verde el siguiente pensamiento: «Pero esto ya no es manera de proceder». Camina sigiloso hasta Helbling y, situándose detrás de él, le pregunta por qué no puede llegar puntual como los demás. Añade que eso lo tiene ya francamente asombrado. Helbling no contesta ni una palabra, desde hace cierto tiempo ha adoptado la costumbre de no contestar a las preguntas de su superior. Hasler regresa a su cuasi atalaya, desde donde dirige el departamento de contabilidad.

Las ocho y media. Helbling saca su reloj de bolsillo para comparar su cara con la del enorme reloj de la oficina. Suspira, apenas han transcurrido diez pequeños, diminutos, escuálidos, delicados, escasos minutos, y aún lo esperan horas gordas y corpulentas. Se esfuerza por intentar pensar, si es posible, que ahora tiene que trabajar. Su intento fracasa, pero al menos la cara del reloj ha cambiado ligeramente. Se han consumido otros cinco graciosos y encantadores minutos. Helbling ama los minutos que se han ido, pero odia los que están por venir, pues opina que se niegan a avanzar. Le gustaría dar continuos empujones a esos minutos perezosos. Mentalmente, mata a palos a los minuteros. A la aguja de las horas ni siquiera se atreve a mirarla, pues podría sufrir un desmayo.

En fin, una mañana bancaria, un mundo entre escritorios. Fuera brilla el sol. Pero ahora Senn se dirige a la ventana, está harto, según dice, y con gesto brusco y rebelde la abre de par en par para que entre el aire. Todavía no hace tiempo para abrir la ventana, comenta desde el otro lado Hasler a Senn. Este se vuelve y le dice a su jefe unas palabras que solo puede permitirse un empleado o funcionario de muchos años. Pero a Hasler se le hinchan pronto las narices y no tolera «ese tono». Esto pone fin a la escaramuza, la mitad de la ventana vuelve a cerrarse suavemente, Senn masculla entre dientes unas palabras y la paz reina durante un rato.

Las nueve menos cinco. Con qué espantosa lentitud transcurre el tiempo para Helbling. Se pregunta por qué ahora no podrían ser ya las nueve, eso al menos supondría ya una hora, después aún habría más de lo mismo. Él va despellejando esos cinco minutos hasta que lentamente se acaban; están dando las nueve. Cada campanada del reloj va acompañada de un suspiro que brota de la boca de Helbling. Saca su reloj de bolsillo, también marca las nueve, esa doble constatación lo entristece. «En realidad no debería mirar tanto el reloj, eso no puede ser sano», piensa mientras se acaricia el bigote. Uno de sus colegas, Meier el de pueblo, repara en ello, se vuelve hacia el Meier de la ciudad y le dice en voz baja: «No es vergonzosa la manera en que Helbling vuelve ahora a matar su tiempo narrando». Tras ese comentario en susurros, un rectángulo de cabezas gira hacia la dirección donde se retuercen bigotes. El movimiento es observado por Hasler, no tarda en ponerse al corriente de lo que sucede, camina sigiloso hacia Helbling y, para variar, vuelve a colocarse detrás de él.

-¿Qué está usted haciendo, Helbling?

El descarado tampoco contesta esta vez.

-¿Podría tener usted la amabilidad de responderme cuando le pregunto? Su comportamiento me parece inaudito. Primero llega media hora tarde...

Helbling dice:

-Eso no es verdad. -Y piensa continuar: «solo han sido veinte minutos».

-... luego se pregunta si debe trabajar, y para terminar pretende encima protestar. Esto no puede continuar así. Enséñeme lo que ha hecho. -Y Hasler examina más con el mentón que con los ojos el trabajo de Helbling. Ve tres números y el esbozo de un cuarto. ¿Eso es todo? Helbling dice que tiene buena voluntad para trabajar, aunque sin plumas buenas es difícil avanzar. En ese caso, podría tener la amabilidad, cuando lo juzgue oportuno, de proveerse de plumas. Excusa absurda. Hasler regresa nadando a su fortaleza. Una vez allí, saca una manzana del escritorio y organiza un segundo desayuno. Helbling aprovecha la ocasión para salir veloz al retrete. El Meier de pueblo llama la atención de sus colegas sobre la salida de Helbling.

Trece minutos exactos, lo han calculado con precisión, ha durado la ausencia de Helbling. Durante ese rato casi diez colegas más jóvenes y más mayores se han acercado por turno al escritorio y al trabajo del ausente para contemplar los tres números. Instantes después, todo el departamento de contabilidad sabe que Helbling hace tres números por hora, el Meier de pueblo ha ido de mesa en mesa divulgando el asunto. Uno sale al retrete para ver qué está haciendo «él». Más tarde vuelve a entrar ese él.

Para entonces son ya las nueve y media. Desde fuera penetra en la sala una voz femenina bonita y cristalina, al parecer de una cantante que ensaya. Sí, cerca de allí, acaso dos edificios más allá en dirección a la estación, puede ser. Algunos de los burócratas levantan en vertical los portaplumas y se entregan al placer de escuchar. Helbling también parece amante de la música. Además, bosteza varias veces. Un segundo después se acaricia la mejilla con la palma de la mano para gastar tiempo. Las caricias duran cerca de cinco minutos. «Ahora se acaricia», cuchichea el Meier de pueblo al oído del Meier de ciudad. «Es una voz magnífica, la de ahí fuera», comenta Glauser, uno de los que trabajan. La voz cantarina de la mujer provoca cierto alboroto en la sala. El jefe de correspondencia, Steiner, también está escuchando, lo cual no es moco de pavo. Sobre los labios parecidos a descansillos de escalera de Hasler brilla el jugo de manzana igual que la cera amarilla en las escaleras de verdad, él se lo limpia con su pañuelo a cuadros rojos. «¡Hermosa voz la de ahí fuera! ¡Fuera hay luz y naturaleza!», piensa el pequeño Glauser, que tiene veleidades poéticas. Helbling va al otro lado a reunirse con Glauser, con el firme propósito de matar el tiempo con un corto paseo. Al fin y al cabo a Glauser también le gusta charlar un poco, a pesar de que es un pelota que se esfuerza constantemente por agradar a Hasler. Este, con la mirada, hace retroceder a Helbling a su lugar de trabajo, pero con eso han transcurrido otros doce minutos. También ha cesado el canto.

Toda esa gente de la sala no sabe lo que se mueve abajo, en la calle. ¿Y las olas fuera, en el lago cercano, qué hacen, y el cielo, qué aspecto tiene? Solo Senn, dado a la protesta fácil, Senn, el revolucionario desgreñado, afilado, se permite sacar un momentito su cabeza al aire fresco. Pero a cambio es castigado desde la cabina del capitán con un sonido largo y siseante: «¡Hay que ver!». Hasler sacude de un lado a otro con desaprobación su parque o cabeza, tras lo cual Senn, para darle de nuevo en las narices a Hasler, empieza a borrar sin motivo en sus libros con el raspador, práctica que el jefe odia a muerte.

¡Las diez! «Apenas la mitad», piensa Helbling con la sensación de tener que reprimir una inmensa melancolía. En ese momento le gustaría gritar. ¿Y si regresara otro ratito al retrete? No acaba de atreverse. En cambio se agacha hasta el suelo, como si se le hubiera caído algo, cosa que no ha sucedido. En esa postura muy inclinada permanece cuatro minutos enteros, como si hubiera aprovechado ese espacio de tiempo para atarse los zapatos o recoger un lápiz. Se siente horriblemente mal. Comienza a imaginarse que son las doce. A las doce en punto dejará caer en el acto la pluma igual que el peón su pala, y saldrá corriendo, qué delicia. Mientras está entregado a estas ensoñaciones, Hasler, para variar, se ha deslizado tras él para observarlo.

-¿Qué está haciendo?

-Clasificando «Extranjero».

-Creo que pronto estará más en el extranjero que clasificando «Extranjero». Pero si ahora no se pone pronto a trabajar,...

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Autor

Robert Walser es uno de los más importantes escritores en lengua alemana del siglo XX. Nació en Biel (Suiza) en 1878 y publicó quince libros. Murió mientras paseaba un día de Navidad de 1956 cerca del manicomio de Herisau, donde había pasado los últimos años de su vida. Siruela  ha publicado también el libro de conversaciones Paseos con Robert Walser, de Carl Seelig y Robert Walser. Una biografía literaria, de Jürg Amann.