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Misterio en blanco

E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
244 Seiten
Spanisch
Siruelaerschienen am01.12.20161. Auflage
En la velada del día de Nochebuena, una gran nevada obliga al tren de las 11:37 procedente de la estación londinense de St. Pancras a detenerse en las proximidades de Hemmersby. Decididos a no pasar la noche en el vagón, un ecléctico grupo de seis pasajeros decide desafiar las inclemencias del tiempo e intentar llegar al cercano pueblo. A mitad de camino, se ven obligados a refugiarse en una solitaria casa de campo que, a pesar del fuego encendido en la chimenea, el té para tres dispuestosobre la mesa y el agua de la tetera todavía hirviendo, parece estar desierta. Atrapados por las circunstancias en ese reducido espacio, los viajeros intentarán desentrañar el enigma de la vivienda deshabitada y, cuando la tormenta finalmente amaine, de las cuatro personas que han sido asesinadas...La recuperación de esta espléndida novela de intriga de ambiente navideño, desaparecida de las  ibrerías desde hace más de setenta años, se ha convertido en un festivo e inesperado éxito editorial en el Reino Unido, resucitando así el interés de la crítica y los lectores por un escritor que Dorothy L. Sayers no dudó en calificar como «un insuperable maestro en el marco de las aventuras de misterio».

JOSEPH JEFFERSON FARJEON (Londres, 1883-Hove, 1955) fue autor de más de sesenta obras que en su día recibieron un gran y merecido reconocimiento. De entre su extensa producción destaca especialmente El número 17, pieza teatral que Alfred Hitchcock adaptó a la gran pantalla.
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Verfügbare Formate
TaschenbuchKartoniert, Paperback
EUR28,58
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EUR9,99

Produkt

KlappentextEn la velada del día de Nochebuena, una gran nevada obliga al tren de las 11:37 procedente de la estación londinense de St. Pancras a detenerse en las proximidades de Hemmersby. Decididos a no pasar la noche en el vagón, un ecléctico grupo de seis pasajeros decide desafiar las inclemencias del tiempo e intentar llegar al cercano pueblo. A mitad de camino, se ven obligados a refugiarse en una solitaria casa de campo que, a pesar del fuego encendido en la chimenea, el té para tres dispuestosobre la mesa y el agua de la tetera todavía hirviendo, parece estar desierta. Atrapados por las circunstancias en ese reducido espacio, los viajeros intentarán desentrañar el enigma de la vivienda deshabitada y, cuando la tormenta finalmente amaine, de las cuatro personas que han sido asesinadas...La recuperación de esta espléndida novela de intriga de ambiente navideño, desaparecida de las  ibrerías desde hace más de setenta años, se ha convertido en un festivo e inesperado éxito editorial en el Reino Unido, resucitando así el interés de la crítica y los lectores por un escritor que Dorothy L. Sayers no dudó en calificar como «un insuperable maestro en el marco de las aventuras de misterio».

JOSEPH JEFFERSON FARJEON (Londres, 1883-Hove, 1955) fue autor de más de sesenta obras que en su día recibieron un gran y merecido reconocimiento. De entre su extensa producción destaca especialmente El número 17, pieza teatral que Alfred Hitchcock adaptó a la gran pantalla.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788416964024
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisDRM Adobe
FormatE101
Verlag
Erscheinungsjahr2016
Erscheinungsdatum01.12.2016
Auflage1. Auflage
Reihen-Nr.337
Seiten244 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse1079 Kbytes
Artikel-Nr.3285854
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe

I

El tren aislado por la nieve
La gran nevada dio comienzo la tarde del 19 de diciembre. Aquellos que habían salido de compras sonreían mientras regresaban presurosos a sus casas, especulando sobre las posibilidades de disfrutar de una blanca Navidad. Sin embargo, sus esperanzas se vieron frustradas cuando al encender la radio escucharon la voz suave e impersonal del locutor de la BBC anunciando que un anticiclón se acercaba despiadado desde el noroeste de Irlanda, y el día 20 llegó el calor, convirtiendo la nieve en granizo y tiñendo la delgada capa blanca de un marrón fangoso.

-¡Este año no! -suspiraron los desilusionados sentimentales al tiempo que se deslizaban por la nieve medio derretida.

Pero el día 21 la nieve volvió a caer, y esta vez de verdad. El marrón se tornó nuevamente blanco, el runrún del tráfico quedó amortiguado también las huellas de las ruedas, así como las pisadas de los paseantes, todas las huellas, se borraban en cuanto aparecían. Los sentimentales no cabían en sí de gozo.

Nevó durante todo el día y toda la noche. El día 22 seguía nevando. Volaron las bolas de nieve y aparecieron también los muñecos. Los niños más escépticos volvieron a creer en el país de las hadas y los adultos más resentidos se sintieron como Papá Noel, comprando más regalos de lo que en un principio tenían previsto. Por la tarde, viajando por el infinito éter blanco, la voz del locutor informó, a los millones de oyentes que se anunciaba más nieve. El anticiclón del noroeste de Irlanda se había perdido en ella.

Y así fue: cayó más nieve, que descendió flotando desde su ilimitada fuente como un inmenso extintor. Los barrenderos, impacientes por hacerse con su cosecha, esperaban en vano a que dejara de nevar. La gente empezó a preguntarse si dejaría de hacerlo en algún momento.

La cuestión sobrepasó los límites del interés local. El día 23 se había convertido en noticia. El 24, en molestia. Los más prácticos maldecían. Hasta los sentimentales se preguntaban cómo iban a cumplir con sus agendas. El tráfico estaba desbaratado. Los coches y los autobuses no se dejaban gobernar. Las brigadas de mantenimiento del ferrocarril combatían contra los montículos de nieve acumulados por el viento. La posibilidad de deshielo, con su tremenda labor de transformación, se volvió cada vez más alarmante.

Sin embargo, el viejo pelmazo que viajaba junto a otros cinco pasajeros en un vagón de tercera clase de un tren que había salido a las 11:37 horas de Euston, se negaba a ser presa de la alarma. De hecho, aunque el tren había sufrido un parón no oficial y todo apuntaba a que se prolongaría, desestimó ostensiblemente la situación como si se tratara de una minucia, con la superioridad de un hombre viajado.

-Si de verdad quieren saber lo que es la nieve deberían conocer el Yukon -le comentó a la joven que viajaba sentada a su lado.

-¿Ah, sí? -murmuró ella obediente.

Era corista y su conocimiento del mundo se limitaba a las pertinentes visitas a algunas ciudades de provincias. El destino que la esperaba era Manchester, que, visto el estado del tiempo, se presentaba como algo bastante remoto.

-Recuerdo que una vez, en Dawson City, nevó durante un mes entero -prosiguió el viejo pelmazo, mientras el joven que ocupaba el asiento de la esquina opuesta a la de la corista pensaba: «Santo cielo, ¿va a volver a la carga?»-. Fue en 1899. No, en 1898. En fin, uno de los dos. Yo era un chiquillo en aquel entonces. ¡Terminamos hartos!

-Pues yo ya estoy harta de esta maldita nieve -replicó la corista, girando la cabeza hacia la ventanilla. Lo único que pudo ver fue una cortina de copos blancos-. ¿Alguien sabe cuánto tiempo más vamos a tener que esperar aquí? Llevamos una hora parados.

-Treinta y cuatro minutos -la corrigió el joven alto y pálido del asiento central de enfrente tras echar una mirada a su reloj. Aunque no tenía marcas en la piel, por su aspecto bien podría haberlas tenido. Su rostro pálido era en parte consecuencia del ambiente que reinaba en la oficina del sótano donde trabajaba y de una fiebre cada vez más alta. Tendría que haber estado en cama.

-Gracias -dijo la corista con una sonrisa-. ¡Ya veo que con usted hay que andarse con cuidado!

El oficinista esbozó una leve sonrisa. Estaba impresionado por la belleza de la mujer, una rubia platino de los pies a la cabeza y una persona maravillosa a la que llevar a cenar, siempre que uno tuviera el valor necesario para hacer esa clase de cosas. El oficinista decidió que el pelmazo habría tenido ese valor, pues había reparado en las miraditas disimuladas y fugaces que el hombre iba lanzando entre sus vanidosas aseveraciones. Hasta le pareció incluso que quizá la corista aceptaría una invitación. Había en ella una vulnerabilidad que intentaba ocultar bajo todo ese aplomo que mostraba. Pero el oficinista estaba todavía más impresionado por la otra joven del compartimento, la que iba sentada al otro lado del pelmazo. Sacarla a cenar sin duda le proporcionaría algo más que una mera excitación momentánea, desbaratando por completo su trabajo. La joven era morena y tenía una figura alta y ágil (la corista era más bien baja). El oficinista tuvo la certeza de que tenía que ser buena jugando al tenis y de que seguramente se le daba bien nadar y montar a caballo. La visualizó al galope por los páramos y saltando vallas de cinco barras, mientras su hermano intentaba en vano atraparla. El hermano de la joven iba sentado en el rincón, enfrente de ella. No había más que escuchar la conversación que ambos mantenían para saber que era su hermano, aunque también era fácil adivinarlo por el parecido entre los dos. Se llamaban entre sí «David» y «Lydia».

Lydia fue la siguiente en hablar.

-¡Esto está sobrepasando todos los límites! -exclamó. Su voz tenía un tono grave y profundo-. ¿Y si volvemos a preguntar al revisor si hay alguna esperanza de salir de aquí antes de junio?

-Se lo he preguntado hace diez minutos -dijo el pelmazo-. ¡Y no repetiré lo que me ha dicho!

-No será necesario -intervino David medio bostezando-. Tenemos imaginación.

-¡Sí, y todo parece indicar que vamos a necesitarla esta noche! -trinó la corista-. ¡Tendré que imaginarme que estoy en Manchester!

-¿No me diga? Nosotros tendremos que imaginarnos que estamos en una cena de Navidad y que dormimos en camas mullidas -respondió Lydia sonriente-. Por cierto, si esto va a alargarse toda la noche, ¡espero que por lo menos la compañía ferroviaria nos dé bolsas de agua caliente! -De pronto, su mirada se cruzó con la del oficinista. Le sorprendió la admiración que advirtió en sus ojos y fue amable con él-. ¿Qué tendría que imaginar usted? -preguntó.

La catástrofe de la tormenta de nieve y la camaradería de la Navidad estaban empezando a soltar la lengua de los pasajeros. El pelmazo era el único que no había necesitado que le animaran a ello.

El oficinista se sonrojó, aunque ya tenía ya las mejillas encendidas a causa de la fiebre.

-¿Eh? ¡Ah! Una tía -balbuceó.

-¡Si es como la mía, mejor dejarla al poder de la imaginación! -Lydia se rio-. Aunque seguramente no lo sea.

La tía del oficinista no era como la de Lydia. Era aún más difícil. A pesar de eso, su solícito sobrino le hacía visitas periódicas, en parte por el bien de su futuro económico y en parte porque no podía evitar una secreta debilidad por las personas que se sentían solas.

En el grupo se hizo de pronto un breve silencio. La única que le dio importancia fue la corista. Una desazón nerviosa se adueñó de su alma, y más tarde declaró que estaba segura de haber sido la primera en adentrarse inconscientemente en la sombra de los acontecimientos venideros. «Porque, santo cielo, estaba con el alma en vilo -dijo-, y en realidad sin motivo. Me refiero a que todavía no había ocurrido nada y hasta ese momento el anciano no había abierto la boca. Creo que ni siquiera había abierto los ojos, así que bien podía estar muerto. Y además, ¡no olviden que estaba sentado justo delante de mí! Y dicen que soy vidente».

Sin embargo, sus vagas premoniciones no se centraban solo en el anciano del rincón. También se había percatado de las fugaces miradas de soslayo que le lanzaba el viejo pelmazo, que, como muy bien sabía, no era tan viejo como para no pensar en ella de un modo muy particular. También reparó en los ojos del oficinista sobre su pierna y en cómo evitaba de forma estudiada cualquier muestra de esa clase de interés por parte del otro joven. Pero si bien era cierto que Jessie Noyes era consciente de la atracción física que provocaba, defendía que esa era su obligación. Estaba perfectamente al corriente de su poder y de las limitaciones de este y, mientras que el poder, a pesar de los pequeños arrebatos de excitación, le infundía un temor secreto, los límites de ese poder eran para ella una fuente de aflicción también secreta. ¡Qué fantástico sería tener poder para conquistar a un hombre completa y eternamente, en vez de ser solo un efímero capricho! En cualquier caso, el asunto no le preocupaba. Se sentía inquieta, nerviosa y acalorada. Así era la vida...

Dejándose llevar por la agitación, e incapaz de soportar el peso del silencio, lo interrumpió exclamando de pronto:

-¡Bien, sigamos! ¡Somos solo cuatro! ¿Y usted? ¿Qué debería imaginar?

La pregunta iba dirigida, no con demasiado acierto, al pelmazo.

-¿Imaginar? ¿Yo? -respondió...

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Autor

JOSEPH JEFFERSON FARJEON (Londres, 1883-Hove, 1955) fue autor de más de sesenta obras que en su día recibieron un gran y merecido reconocimiento. De entre su extensa producción destaca especialmente El número 17, pieza teatral que Alfred Hitchcock adaptó a la gran pantalla.