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Una trenza de hierba sagrada

E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
464 Seiten
Spanisch
Capitán Swing Libroserschienen am15.02.20211. Auflage
Como botánica, Kimmerer formula preguntas sobre la naturaleza con las herramientas de la ciencia. Como miembro de la Citizen Potawatomi Nation, comparte la idea de que las plantas y los animales son nuestros maestros más antiguos. En Una trenza de hierba sagrada, Kimmerer une estas dos lentes del conocimiento para guiarnos en 'un viaje que es tan mítico como científico, tan sagrado como histórico, tan inteligente como sabio', en palabras de la escritora Elizabeth Gilbert. Basándose en su vida como científica, indígena, madre y mujer, nos muestra cómo otros seres vivos nos ofrecen regalos e importantes lecciones, incluso aunque hayamos olvidado cómo escuchar sus voces. En una rica trenza de reflexiones que van desde la creación de Isla Tortuga hasta las fuerzas que amenazan hoy su florecimiento, Kimmerer despliega su idea central: el despertar de una conciencia ecológica requiere el reconocimiento y la celebración de nuestra relación recíproca con el resto del mundo viviente. Solo cuando podamos escuchar los lenguajes de otros seres seremos capaces de comprender la generosidad de la tierra y aprender a dar nuestros propios dones a cambio. Una trenza de hierba sagrada está destinado a ser un clásico de la escritura sobre la naturaleza.

Licenciada en Botánica, escritora y docente distinguida en el SUNY College of Environmental Science and Forestry en Nueva York, es directora y fundadora del Centro para los Pueblos Nativos y el Medio Ambiente, cuya misión es crear programas que combinen el conocimiento indígena y el científico para los objetivos compartidos de sostenibilidad. En colaboración con socios tribales, tiene un programa de investigación activa en ecología y restauración de plantas de importancia cultural para los nativos. Colabora con iniciativas para ampliar el acceso a la educación en ciencias ambientales para estudiantes nativos y para crear nuevos modelos para la integración de la filosofía y las herramientas científicas indígenas. Participa en programas que presentan los beneficios del conocimiento ecológico tradicional a la comunidad científica. Kimmerer es cofundadora y expresidenta de la sección de Conocimiento Ecológico Tradicional de la Ecological Society of America. De ascendencia europea y anishinaabe, es miembro de la Citizen Potawatomi Nation. Como escritora y científica, sus intereses no solo abarcan la restauración de comunidades ecológicas, sino también la restauración de nuestras relaciones con la tierra. Sus ensayos aparecen en Whole Terrain, Adirondack Life, Orion y otras antologías, y ha trabajado como escritora residente en Andrews Experimental Forest, Blue Mountain Center, Sitka Center y Mesa Refuge.
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Verfügbare Formate
TaschenbuchKartoniert, Paperback
EUR34,50
E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
EUR11,99

Produkt

KlappentextComo botánica, Kimmerer formula preguntas sobre la naturaleza con las herramientas de la ciencia. Como miembro de la Citizen Potawatomi Nation, comparte la idea de que las plantas y los animales son nuestros maestros más antiguos. En Una trenza de hierba sagrada, Kimmerer une estas dos lentes del conocimiento para guiarnos en 'un viaje que es tan mítico como científico, tan sagrado como histórico, tan inteligente como sabio', en palabras de la escritora Elizabeth Gilbert. Basándose en su vida como científica, indígena, madre y mujer, nos muestra cómo otros seres vivos nos ofrecen regalos e importantes lecciones, incluso aunque hayamos olvidado cómo escuchar sus voces. En una rica trenza de reflexiones que van desde la creación de Isla Tortuga hasta las fuerzas que amenazan hoy su florecimiento, Kimmerer despliega su idea central: el despertar de una conciencia ecológica requiere el reconocimiento y la celebración de nuestra relación recíproca con el resto del mundo viviente. Solo cuando podamos escuchar los lenguajes de otros seres seremos capaces de comprender la generosidad de la tierra y aprender a dar nuestros propios dones a cambio. Una trenza de hierba sagrada está destinado a ser un clásico de la escritura sobre la naturaleza.

Licenciada en Botánica, escritora y docente distinguida en el SUNY College of Environmental Science and Forestry en Nueva York, es directora y fundadora del Centro para los Pueblos Nativos y el Medio Ambiente, cuya misión es crear programas que combinen el conocimiento indígena y el científico para los objetivos compartidos de sostenibilidad. En colaboración con socios tribales, tiene un programa de investigación activa en ecología y restauración de plantas de importancia cultural para los nativos. Colabora con iniciativas para ampliar el acceso a la educación en ciencias ambientales para estudiantes nativos y para crear nuevos modelos para la integración de la filosofía y las herramientas científicas indígenas. Participa en programas que presentan los beneficios del conocimiento ecológico tradicional a la comunidad científica. Kimmerer es cofundadora y expresidenta de la sección de Conocimiento Ecológico Tradicional de la Ecological Society of America. De ascendencia europea y anishinaabe, es miembro de la Citizen Potawatomi Nation. Como escritora y científica, sus intereses no solo abarcan la restauración de comunidades ecológicas, sino también la restauración de nuestras relaciones con la tierra. Sus ensayos aparecen en Whole Terrain, Adirondack Life, Orion y otras antologías, y ha trabajado como escritora residente en Andrews Experimental Forest, Blue Mountain Center, Sitka Center y Mesa Refuge.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788412324112
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisePub Wasserzeichen
FormatE101
Erscheinungsjahr2021
Erscheinungsdatum15.02.2021
Auflage1. Auflage
ReiheEnsayo
Seiten464 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse2036 Kbytes
Artikel-Nr.5638195
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe



La caída de

Mujer Celeste

En invierno, cuando la verde tierra descansa bajo un manto de nieve, llega el momento de las historias. Los narradores han de invocar, antes de dar comienzo a su historia, a aquellos que vinieron antes que nosotros y nos las transmitieron. No somos más que mensajeros.

En el origen existía el Mundo del Cielo.

Cayó como cae una semilla de arce, dibujando una pirueta en la brisa otoñal.[2] De una abertura en el Mundo del Cielo surgió un haz de luz, que le indicó el camino allí donde antes solo había oscuridad. Tardó mucho tiempo en caer. Traía un paquete en el puño cerrado.

Mientras se precipitaba, no veía más que una oscura extensión de agua. Un vacío en el que, sin embargo, había muchos ojos, fijos en el chorro inesperado de luz. Vieron algo muy pequeño, una mota de polvo en el rayo. Según se acercaba, observaron que era una mujer, con los brazos estirados y una larga melena oscura extendiéndose a su espalda, que se dirigía hacia ellos dibujando una espiral.

Los gansos se miraron y se hicieron una señal y levantaron el vuelo en una algarada de música ansarina. La mujer sintió el batir de alas que trataba de amortiguar su caída. Lejos del único hogar que había conocido, aguantó la respiración y se dejó envolver por las plumas suaves y cálidas que acompañaban su caída. Y así comenzó.

Los gansos no podían aguantar a la mujer sobre el agua mucho tiempo, por lo que convocaron una reunión para decidir qué habría de hacerse. Ella, sobre las alas de los gansos, vio cómo se acercaban todos: colimbos, nutrias, cisnes, castores, toda clase de peces. En el centro se colocó una inmensa tortuga y le ofreció el caparazón para que descansara. Agradecida, pasó de las alas de los gansos a la superficie abovedada de su espalda. Todos los animales presentes comprendieron que la mujer necesitaba tierra para crear su hogar y debatieron la manera de ayudarla. Los grandes buceadores habían oído hablar del cieno en el fondo del agua y decidieron ir a buscar un poco.

Colimbo fue el primero, pero el fondo estaba demasiado lejos y al cabo de un rato regresó a la superficie sin recompensa a sus esfuerzos. Uno tras otro, el resto de los animales lo intentaron -Nutria, Castor, Esturión-, pero la profundidad, la oscuridad y la presión eran obstáculos demasiado grandes hasta para el mejor de los nadadores. Volvían faltos de aire y con un pesado zumbido en la cabeza. Algunos no regresaron. Muy pronto, solo quedó la pequeña Rata Almizclera, la que peor buceaba de todos. Ella también se presentó voluntaria, ante la escéptica mirada de los demás. Al sumergirse, le temblaban las patitas. Pasó mucho tiempo bajo el agua.

Todos esperaron y esperaron a que regresara, temiendo un terrible desenlace para su hermana, hasta que vieron emerger un chorro de burbujas junto al pequeño cuerpo inerte de Rata Almizclera. Había dado su vida para ayudar a una pobre humana. Entonces observaron que tenía algo agarrado con fuerza. Le abrieron la patita y en ella había un poco de tierra de las profundidades. «Ven, ponla sobre mi espalda y yo la sostendré», dijo Tortuga.

Mujer Celeste se agachó y con sus manos extendió el lodo sobre el caparazón de Tortuga. Conmovida por los extraordinarios obsequios que le entregaban los animales, entonó un canto de agradecimiento y empezó a bailar, y sus pies acariciaban el cieno. Este creció y creció, extendiéndose gracias a la danza, y de la pizca de barro que había sobre el caparazón de Tortuga se formó toda la tierra. No solo por obra de Mujer Celeste, sino por la conjunción alquímica de su profunda gratitud y los dones de los animales. Juntos formaron lo que hoy conocemos como Isla Tortuga, nuestro hogar.

Como todo buen huésped, Mujer Celeste no venía con las manos vacías. Conservaba aún el paquete en la mano. Antes de caer por el agujero del Mundo del Cielo, se había agarrado al Árbol de la Vida, que crecía allí, y había traído consigo algunas de sus ramas: frutos y semillas de toda clase de plantas. Las repartió sobre la nueva tierra y cuidó de todas ellas hasta que el color de la tierra pasó de marrón a verde. La luz del sol manaba a través del agujero en el Mundo del Cielo y permitió que las semillas germinaran y crecieran. Por todas partes se extendieron hierbas, flores, árboles y plantas medicinales. Y muchos animales, ahora que tenían abundante comida, vinieron a vivir a Isla Tortuga.

Cuentan nuestras historias que, de todas las plantas, la wiingaashk, o hierba sagrada, fue la primera que creció sobre la tierra, que su dulce olor conserva el recuerdo de la mano de Mujer Celeste. Por eso es una de las cuatro plantas sagradas de mi pueblo. Su aroma nos devuelve los recuerdos que habíamos olvidado. Dicen los ancianos que las ceremonias existen para que «nos acordemos de recordar», y la hierba sagrada es una planta ceremonial muy apreciada entre numerosas naciones indígenas. También sirve para tejer hermosas cestas. Es un remedio medicinal y es pariente del ser humano; su valor es tanto material como espiritual.

Trenzar el pelo de una persona querida es un acto de inmensa ternura. Pero entre quien trenza y a quien le hacen la trenza no solo fluye el afecto. La wiingaashk también se comba, obedece a sus propias ondulaciones, larga y brillante como el cabello recién lavado de una mujer. Y por eso decimos que se trata del pelo de la Madre Tierra. Cuando trenzamos la hierba sagrada, estamos trenzando el cabello de la Madre Tierra. Le otorgamos nuestra más afectuosa atención, nos preocupamos por su belleza y bienestar, en señal de gratitud por todo lo que nos ha dado. Aquellos niños que nunca dejaron de escuchar la historia de Mujer Celeste sienten en lo más hondo de su ser la responsabilidad que fluye entre el ser humano y la tierra.

La historia del viaje de Mujer Celeste es tan exuberante, tan pródiga, que se me asemeja a un gran cuenco de azul celestial del que podría beber sin cansarme. Es la base de nuestras creencias, de nuestra historia, de nuestras relaciones. Contemplo ese cuenco estrellado y veo imágenes mezclarse, veo el pasado y el presente fundirse. Las imágenes de Mujer Celeste no nos hablan solo del lugar del que venimos, también de cómo seguir adelante.

En la pared del laboratorio tengo colgado el retrato de Mujer Celeste realizado por Bruce King, Moment in Flight (Momento en el vuelo). Está cayendo a la tierra con flores y semillas en las manos. En su caída, contempla mis microscopios y registradores de datos. Tal vez parezca una yuxtaposición extraña, pero yo creo que es el lugar que le corresponde. Como escritora, científica y transmisora de la historia de Mujer Celeste, me sitúo a los pies de mis antepasados, escuchando sus cantos.

Los lunes, miércoles y viernes, a las 9:35 de la mañana, suelo hablar de botánica y ecología en un aula de la universidad. Intento explicar a los estudiantes cómo funcionan los jardines de Mujer Celeste, eso que algunos conocen por el nombre de «ecosistemas globales». Una mañana, en clase de Ecología General, les entregué una encuesta donde pedía a mis alumnos su opinión sobre las interacciones posibles entre los humanos y el medio ambiente. Casi la totalidad de los doscientos alumnos aseguraron que, para ellos, los humanos y la naturaleza son una mala combinación. Eran estudiantes de tercer año que habían decidido dedicarse a la protección del medio ambiente, por lo que sus respuestas, en cierto sentido, no me sorprendieron. Todos conocían las causas del cambio climático, de las toxinas en la tierra y el agua, de la desaparición de los hábitats. En la encuesta les pedía también que considerasen qué impactos positivos veían en la relación entre la gente y la tierra. La respuesta promedio fue «ninguno».

Me quedé de piedra. ¿Tras veinte años de educación no eran capaces de decirme un solo beneficio mutuo entre el ser humano y el entorno? Tal vez los ejemplos negativos que observaban cada día -las antiguas zonas industriales, las explotaciones intensivas de ganado, la expansión urbana- les habían arruinado la capacidad de ver los posibles efectos positivos de la relación. Conforme se deterioraba el territorio en que vivían, se les atrofiaba la percepción. Al comentarlo después de clase, observé que ni siquiera eran capaces de imaginar qué relaciones beneficiosas pueden darse entre nuestra especie y las demás. ¿Cómo vamos a encaminarnos hacia la sostenibilidad ecológica y cultural si somos incapaces de concebir el camino que hemos de tomar? ¿Si no podemos imaginar la generosidad de los gansos? A ninguno de estos estudiantes lo habían educado en la historia de Mujer Celeste.

En un lado del mundo estaba el pueblo cuya relación con la vida en la tierra estaba modelada por Mujer Celeste, que creó un jardín para el bienestar de todas las criaturas. En el otro lado también había un jardín y un árbol y una mujer que, al comer uno de los frutos, fue expulsada, y las puertas del jardín se cerraron para siempre detrás de ella. El destino de esta madre de los hombres no fue llenarse la...

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Autor

Licenciada en Botánica, escritora y docente distinguida en el SUNY College of Environmental Science and Forestry en Nueva York, es directora y fundadora del Centro para los Pueblos Nativos y el Medio Ambiente, cuya misión es crear programas que combinen el conocimiento indígena y el científico para los objetivos compartidos de sostenibilidad. En colaboración con socios tribales, tiene un programa de investigación activa en ecología y restauración de plantas de importancia cultural para los nativos. Colabora con iniciativas para ampliar el acceso a la educación en ciencias ambientales para estudiantes nativos y para crear nuevos modelos para la integración de la filosofía y las herramientas científicas indígenas. Participa en programas que presentan los beneficios del conocimiento ecológico tradicional a la comunidad científica. Kimmerer es cofundadora y expresidenta de la sección de Conocimiento Ecológico Tradicional de la Ecological Society of America. De ascendencia europea y anishinaabe, es miembro de la Citizen Potawatomi Nation. Como escritora y científica, sus intereses no solo abarcan la restauración de comunidades ecológicas, sino también la restauración de nuestras relaciones con la tierra. Sus ensayos aparecen en Whole Terrain, Adirondack Life, Orion y otras antologías, y ha trabajado como escritora residente en Andrews Experimental Forest, Blue Mountain Center, Sitka Center y Mesa Refuge.