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La estación del sol

E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
216 Seiten
Spanisch
Gallo Neroerschienen am20.09.2023
«El autor describe a esta juventud perdida tan abundante en nuestros días. No nos queda más remedio que admitir su radical novedad.» Yasushi Inoue Violentas y sensuales, las historias de La estación del sol componen un retrato de los adolescentes japoneses en los años cincuenta inmortalizados en su afán de rebelión inconsciente contra los códigos morales del antiguo Japón. Es una juventud que no busca una moralidad moderna y real que reemplace a la antigua, sino una antimoralidad hecha de sexo indiscriminado, brutalidad y placeres momentáneos; es la generación conocida como la Tribu del Sol. Elogiada por Yukio Mishima, la obra se alzó en 1955 con el Premio Akutagawa, el galardón literario más prestigioso de Japón. El libro se convirtió en un best-seller, al que siguieron dos adaptaciones a la gran pantalla que consagraron a sus protagonistas como ídolos adolescentes. La obra de Ishihara, surgida de las cenizas de la guerra, es una radiografía del boom posbélico que da cuenta de la inevitable caída de los valores tradicionales y del auge del materialismo en un mundo cada vez más acelerado.

Shintaro Ishihara nace en 1932 en Suma-ku, Kobe, y en 1952 inicia sus estudios en la Universidad Hitotsubashi, donde se gradúa en 1956. Apenas dos meses antes de la graduación, Ishihara gana el Premio Akutagawa con La estación del sol, cuya adaptación al cine supuso el debut de su hermano mayor Yujiro, que se convertiría en uno de los actores más reconocidos de la escena nipona. En 1968 inicia su carrera política, que culmina como gobernador de Tokio de 1999 a 2012, una labor que desempeñó en medio de muchas polémicas por sus políticas nacionalistas.
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Verfügbare Formate
TaschenbuchKartoniert, Paperback
EUR27,24
E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
EUR11,99

Produkt

Klappentext«El autor describe a esta juventud perdida tan abundante en nuestros días. No nos queda más remedio que admitir su radical novedad.» Yasushi Inoue Violentas y sensuales, las historias de La estación del sol componen un retrato de los adolescentes japoneses en los años cincuenta inmortalizados en su afán de rebelión inconsciente contra los códigos morales del antiguo Japón. Es una juventud que no busca una moralidad moderna y real que reemplace a la antigua, sino una antimoralidad hecha de sexo indiscriminado, brutalidad y placeres momentáneos; es la generación conocida como la Tribu del Sol. Elogiada por Yukio Mishima, la obra se alzó en 1955 con el Premio Akutagawa, el galardón literario más prestigioso de Japón. El libro se convirtió en un best-seller, al que siguieron dos adaptaciones a la gran pantalla que consagraron a sus protagonistas como ídolos adolescentes. La obra de Ishihara, surgida de las cenizas de la guerra, es una radiografía del boom posbélico que da cuenta de la inevitable caída de los valores tradicionales y del auge del materialismo en un mundo cada vez más acelerado.

Shintaro Ishihara nace en 1932 en Suma-ku, Kobe, y en 1952 inicia sus estudios en la Universidad Hitotsubashi, donde se gradúa en 1956. Apenas dos meses antes de la graduación, Ishihara gana el Premio Akutagawa con La estación del sol, cuya adaptación al cine supuso el debut de su hermano mayor Yujiro, que se convertiría en uno de los actores más reconocidos de la escena nipona. En 1968 inicia su carrera política, que culmina como gobernador de Tokio de 1999 a 2012, una labor que desempeñó en medio de muchas polémicas por sus políticas nacionalistas.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788419168337
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisePub Wasserzeichen
FormatE101
Erscheinungsjahr2023
Erscheinungsdatum20.09.2023
Reihen-Nr.67
Seiten216 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse772 Kbytes
Artikel-Nr.12489154
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe



«A esas edades, el deseo iguala a la moral. Para entrar profundamente en uno mismo, se necesita un orden imposible. La gente que les rodea sufre por la violencia del torbellino provocado por la respiración de sus espíritus trágicos e intranquilos. Todo parte de una base infantil. En un principio, los demás solo ven el juego...»

Jean Cocteau, Los niños terribles.

 

El Instituto K estaba situado en lo alto de una suave colina cerca del río T. A ambos lados de la calzada, que conducía directamente al instituto desde la estación después de dejar atrás el paso elevado, se desplegaba una agradable alameda que sugería un paisaje extranjero como esos que se ven en las postales.

Sin embargo, el edificio construido en lo alto de la colina era un bloque gris de hormigón sin pintar, carente del más mínimo encanto.

Cada vez que se celebraba algún acontecimiento, el director hacía referencia al «aspecto majestuoso de nuestro instituto que corona estas suaves colinas. Nuestra reputación», continuaba, «la simbolizan estos muros. Su silueta es la marca de nuestra fama». Lo que se olvidaba de señalar era que el edificio aún conservaba la marca ominosa de un intento de camuflaje durante la guerra, con uno de sus muros pintado de negro. Nadie se había tomado la molestia de eliminar aquel vestigio que constituía el verdadero símbolo de la refinada insensibilidad que moraba dentro del edificio. Aquella desmesurada mole de hormigón era como uno de esos amplios vertederos de basura que jalonaban las afueras de las zonas residenciales de los nuevos ricos.

Yoshihisa lo comparaba con la escuela secundaria de la playa de Shonan, donde tenía una casa de verano. Con su tejado a dos aguas y su aspecto modesto, añoraba aquel edificio que, sin duda, resultaba mucho más acogedor. Un día, después de la clase de educación física, vio desde la ventana del tren la suave línea de las colinas contra el cielo del ocaso, que recordaban la silueta del cuerpo de una mujer. El grotesco edificio del instituto, situado en lo alto de una de ellas, rompía el encanto como si fuera una letra de una máquina de escribir gigante hincada en el suelo. La visión discordante le provocó náuseas, lo mismo que el tren expreso de Shonan, pintado de rojo y verde, cuando avanzaba por la llanura como un vistoso reptil contra el fondo de las montañas de Oysho.

La gente otorgaba un valor más urbano y moderno al instituto del que en realidad tenía. Los estudiantes parecían de acuerdo con aquella idea y se esforzaban para que así fuera.

La connivencia entre el mundo exterior y el instituto ocultaba un sustrato impersonal, sin carácter, más poderoso que aquella apariencia de modernidad, un sarcasmo, que le hacía parecer un crematorio disfrazado. Por eso, cuando Yoshihisa se cruzaba con los estudiantes de ingeniería o agricultura de la universidad a la que estaba adscrita el instituto, con las toallas para limpiarse el sudor colgadas de los bolsillos traseros del pantalón y calzados con geta11, sentía un extraño placer, incluso una suerte de fraternidad momentánea.

La primera y segunda hora de los jueves eran las de las asignaturas optativas. Yoshihisa tenía biología. Para aquel día tenían que diseccionar un huevo, dibujar su interior y categorizar los principales componentes de su interior. Una tarea infantil para su edad. Al menos eso le parecía a él. Le entregaron el objeto de investigación y enseguida le pareció que desentonaba, con sus líneas ridículamente redondas en aquel laboratorio de frías líneas rectas de hormigón.

El instituto cobraba un extra mensual de cuatrocientos cincuenta yenes con cargo a los gastos ocasionados por los experimentos. El profesor organizaba actividades pueriles durante las clases para que los estudiantes hicieran algo, ya que no les interesaba la teoría. La semana anterior se habían dedicado a las sardinas. Una antes, a las ranas. Cada cual obtuvo una presa. Después de una cruel vivisección, arrojaron sin más a aquellos pequeños seres vivos a la basura. Al terminar, copiaron minuciosamente el libro de texto para entregar sus respectivos informes. En el caso de las sardinas, no aparecía referencia alguna, pero las sustituyeron hábilmente por las de una carpa. Uno de ellos llegó a pintar los bigotes de la carpa a la pobre sardina.

En otras clases de ciencia, tenían que fabricar objetos de uso cotidiano como extintores o fuegos artificiales. El extintor les resultó muy útil para rociar de agua a los profesores despistados que pasaban por allí, para empapar a sus compañeros en ataques a traición por la espalda. El profesor terminó por recibir numerosas quejas. En cuanto a los fuegos artificiales, nada más entender cómo podían transformarlos en petardos, les encontraron un nuevo uso. Cuando supieron cómo fabricar pólvora, el bombardeo no cesó en todo el instituto durante la hora de descanso. Llegaron a esconderla debajo de las sillas y las mesas de los profesores a los que se la tenían jurada. Resultaba un arma de lo más adecuada para llevar a cabo sus planes de venganza.

Una profesora de inglés ya mayor se enfadó tanto que se empeñó en encontrar al culpable sirviéndose del poco japonés que en condiciones normales nunca hablaba. Los compañeros hicieron frente común y fingieron no entender una palabra de lo que decía. La profesora se marchó, pero antes de salir por la puerta se volvió para decirles en su inglés de siempre que sí entendían:

-All of you are not gentlemen!12

Aquellos pequeños gentlemen rompieron a gritar de alegría al comprobar que habían logrado escabullirse de una de sus soporíferas clases de inglés.

A partir de aquel día, los profesores se acostumbraron a sentarse en la silla solo después de minuciosas comprobaciones de seguridad.

Después de la clase práctica de biología, el joven e indolente profesor les dijo: «Dejen sus trabajos sobre la mesa antes de marcharse», y se metió en el almacén del laboratorio para prepararse un café.

Los más espabilados sabían que no iba a volver, así que se pusieron a copiar los dibujos del libro de texto. El calentador eléctrico lo usaron para calentar el agua donde cocieron los huevos. A uno de ellos se le ocurrió que la clara de huevo podía ser buena para suavizar los tejidos y la aplicó en su gorra del uniforme para hacerla parecer de piel. El único resultado objetivo de su experimento fue un laboratorio inundado de cáscaras de huevo. Al terminar fueron al comedor para saciar el hambre despertado por tanto huevo cocido. Algunos se fueron a jugar al mah-jong en alguna de las tabernas que quedaban al pie de la colina, cerca de la estación.

Yoshihisa era un experto en el mah-jong. Matsuda y Kashino, de la clase N, le invitaron a unirse a la partida. También a Kawan­ishi, de la misma clase que Yoshihisa. A pesar de ser compañeros, nunca había jugado con él ni le había visto por allí. Le pareció una presa fácil. Matsuda y Kashino jugaron en pareja. A él no le gustaba ir en pareja con ellos porque era muy maniático, pero en cambio siempre le había gustado jugar, incluso antes de apostar dinero. Le disgustaban las matemáticas, y quizá por eso no lle­garía nunca a entender del todo la teoría de las posibilidades. Sin embargo, en el juego la veía perfectamente clara, de que ahí que no quisiera jugar con aquellos dos que se dedicaban a esconder e intercambiar fichas a hurtadillas. Si alguien les reprochaba sus trampas, Kashino se ponía agresivo, se las daba de boxeador experto. Matsuda, por su parte, se conformaba con fingir una sonrisa a medias, confiado en la efectividad de la amenaza violenta de su compañero. De ninguna manera iba a jugar Yoshihisa sin Sekiyama, su pareja de siempre, y menos para hacerlo con ese Kawanishi del que no sabía absolutamente nada.

Para Yoshihisa no había nada peor que un mal jugador. Aparte de ser lentos, malgastaban fichas útiles, rompían el ritmo de la partida por mucho que vencieran a sus contrincantes. Cuando no le quedaba más remedio que jugar con uno de ellos, se quedaba callado con un gesto de amargura.

-¿Qué pasa, no te animas? -preguntó Matsuda.

Kawanishi sonreía detrás de él con gesto de buena persona. Sintió lástima por él. Le dieron ganas de fastidiar a aquellos dos, ganarles del modo que fuera.

-¿Cuál es la apuesta?

-Pin.

Pin significaba que mil puntos hacían cien yenes.

-No pienso jugar a crédito.

-Por supuesto, con dinero.

-Sin engaños. Solo una partida. Te digo de antemano que no me puedo perder la clase de inglés de tercera hora.

Tiraron los dados y el resultado fue el mejor de los posibles para Yoshihisa.

Después de una hora de partida, ganó. Estuvo atento en todo momento a Kawanishi. Como bien había supuesto, no tenía experiencia, por lo que resultaba fácil adivinar su táctica. Le ayudó a desbaratar los planes de sus contrincantes cuando creían haberle descubierto. El resultado de sus pequeños engaños le supuso una ganancia de seis mil puntos, mil doscientos su compañero y trescientos de pérdida para Matsuda, que cambió mil yenes en monedas y pagó como había prometido.

-¿Por qué no echamos otra partida? -sugirió.

-No. Ya te he dicho que tengo clase de inglés.

-¡Pues te la saltas! Que poco sociable eres.

Yoshihisa se levantó.

-Me voy. En seis minutos acaba la segunda hora. Te buscaré a alguien que...

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Autor

Shintaro Ishihara nace en 1932 en Suma-ku, Kobe, y en 1952 inicia sus estudios en la Universidad Hitotsubashi, donde se gradúa en 1956. Apenas dos meses antes de la graduación, Ishihara gana el Premio Akutagawa con La estación del sol, cuya adaptación al cine supuso el debut de su hermano mayor Yujiro, que se convertiría en uno de los actores más reconocidos de la escena nipona. En 1968 inicia su carrera política, que culmina como gobernador de Tokio de 1999 a 2012, una labor que desempeñó en medio de muchas polémicas por sus políticas nacionalistas.