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El pueblo no perdonará

E-BookEPUB0 - No protectionE-Book
188 Seiten
Spanisch
Alberdaniaerschienen am01.10.2023Nuevas voces de la narrativa vasca
ETA asesinó al padre de Oihana hace veintidós años, cuando ella tenía diecinueve. La herida de Oihana sigue viva, pero no habla de ello con nadie. Tampoco ha contado nada, claro está, a sus hijos, aunque en el fondo de su ser sienta que hablar de ello les haría bien a todos. Un día recibe la inesperada llamada de un antropólogo que recoge testimonios de diferentes víctimas, y desea reunirse con ella. Ese encuentro abrirá la espita de la memoria. La autora aborda un tema doloroso con absoluta sensibilidad, sustituyendo proclamas y prejuicios por un hondo esfuerzo de empatía, delicadeza y emoción. Porque el ungu?ento de palabras también puede contribuir a mitigar los viejos padecimientos. La novela ha sido galardonada con el Premio Igartza en su edición nº XXII.

IRATI GOIKOETXEA (Beasain, 1984). Profesora de Matemáticas en Enseñanza Secundaria. Dirige el espacio de literatura de Segura Irratia. Ha actuado como bertsolari, y, en su faceta de escritora, ha obtenido diversos premios en literatura infantil y juvenil (BBK-Azkue, Urruzuno, Satarka, Bordari, entre otros). Ha cultivado también la poesía y la narrativa. En 2014 publicó el libro de relatos Andraizea. La edición en euskera de la presente novela (Herriak ez du barkatuko, Elkar) fue editada en 2021.
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Produkt

KlappentextETA asesinó al padre de Oihana hace veintidós años, cuando ella tenía diecinueve. La herida de Oihana sigue viva, pero no habla de ello con nadie. Tampoco ha contado nada, claro está, a sus hijos, aunque en el fondo de su ser sienta que hablar de ello les haría bien a todos. Un día recibe la inesperada llamada de un antropólogo que recoge testimonios de diferentes víctimas, y desea reunirse con ella. Ese encuentro abrirá la espita de la memoria. La autora aborda un tema doloroso con absoluta sensibilidad, sustituyendo proclamas y prejuicios por un hondo esfuerzo de empatía, delicadeza y emoción. Porque el ungu?ento de palabras también puede contribuir a mitigar los viejos padecimientos. La novela ha sido galardonada con el Premio Igartza en su edición nº XXII.

IRATI GOIKOETXEA (Beasain, 1984). Profesora de Matemáticas en Enseñanza Secundaria. Dirige el espacio de literatura de Segura Irratia. Ha actuado como bertsolari, y, en su faceta de escritora, ha obtenido diversos premios en literatura infantil y juvenil (BBK-Azkue, Urruzuno, Satarka, Bordari, entre otros). Ha cultivado también la poesía y la narrativa. En 2014 publicó el libro de relatos Andraizea. La edición en euskera de la presente novela (Herriak ez du barkatuko, Elkar) fue editada en 2021.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788498688290
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format Hinweis0 - No protection
FormatE101
Erscheinungsjahr2023
Erscheinungsdatum01.10.2023
AuflageNuevas voces de la narrativa vasca
Reihen-Nr.69
Seiten188 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse2078 Kbytes
Artikel-Nr.12494320
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe



2

Al mediodía suele terminar exhausta; intenta dar de sí todo lo que puede, alocadamente, muchas veces sin saber qué, cuándo, para qué o a quién. Cuando suena el timbre y se marchan todos los alumnos, se acerca a la ventana y contempla cómo se dirigen a casa. Algunos se alejan solos, otros en grupo o de dos en dos. También hay quien se queda en la puerta del instituto como esperando, o huyendo. Oihana fija su atención en las mochilas. En el color y tamaño de las mochilas. En la inclinación de las espaldas encorvadas. Y le parece que hay algo que sobra, o la mochila o la espalda. No lleva mucho rato mirando, cinco minutos, diez como mucho. Es increíble lo rápido que se vacía el instituto. Más de seiscientos alumnos y alumnas. Están y ya no están. Una evacuación. Demasiado sencillo. Ella le llama «ocupación del silencio».

Oihana no quería ser profesora. Deseaba pintar los pensamientos blancos de su interior, y luego darles forma y mancharlos. Manchar el papel, manchar las paredes, manchar los lienzos. Y las conciencias. Y todo ello desde la vergüenza. Con trazos finos. Oihana tenía un afán especial por reducir los ojos a dimensiones infinitesimales y por crear pequeñez a partir de aquello que no existe. Cree que tenía ese afán desde niña. Y eso es lo que intentó. Fue a Leioa a estudiar Bellas Artes. Estando allí asesinaron a su padre. Y luego se marchó a Italia. Por la pintura, sí, pero sobre todo porque habían asesinado a su padre. Su madre le dijo que se fuera y ella se fue. En Italia conoció tres ciudades: Roma, Florencia y Alberobello. Aquello fue deambular una vez más. Un perderse deliberado. Un dejar de existir. Un modo de facilitar la vida. Y aprendió mucho. No tanto a empequeñecer los ojos, pero sí a rasgarlos. A rasgar las miradas. Así le han salido las obras que ha realizado. Agrietadas y sucias. Se fue para unos pocos meses y pasó cuatro años; al volver fue cuando acabó sus estudios. No sabe qué habría ocurrido si no se hubiera marchado fuera, si no se hubiera servido del tiempo y del espacio para crear y marcar distancia. Y es que Oihana desde entonces cree en las distancias fortificadas, en las distancias que no son agujeros. «Fortificad la distancia», les dice a los alumnos, «Construid. Y cansaos. Que vuestra obra sea realmente vuestra. Un trabajo artesanal. Que se note vuestro sudor». Como casi todo y casi siempre, también les dice a los alumnos: «La distancia puede ser un fraude. Falsa. Pocas cosas hay más peligrosas». Ya sabe que los alumnos no le entienden absolutamente nada. Y seguramente lo hace por eso. De otra manera no sabría con quién hablar así. Charlar, de modo ininteligible, pero en la medida que ella lo necesita. Los alumnos no se quejan. Son un público fiel. Son los trucos del profesor. El poder de los docentes. Todo lo que no entra para el examen lo interiorizan de otra manera. Le escuchan.

En Italia llegó incluso a ser feliz. Estando allí, imaginaba que su padre estaba en casa junto a su madre y riñendo con Martín. Lo que uno no ve se lo imagina. El dolor así resulta diferente. Le hacía sentirse feliz ese deseo de contarle una y mil cosas a su padre cuando volviese a casa. Cada uno se hace sus trampas. Ese es un poder que tenemos dentro de nosotros mismos. Hasta llegó a comprar alguna postal. Los trulli de Alberobello. E incluso le escribió a su padre pidiéndole que cogiera a su madre y le hicieran una visita. «Acabo de llegar. Todavía no he visto los trulli por dentro, pero diría que viven muñecas. Las casas de aquí son mágicas, están de pie, firmes, pero también podrían ser derribadas fácilmente⦻. En Alberobello todo está piedra sobre piedra, sin nada que las una. Se construye fácil. Pero también es fácil derruir lo construido. Por si acaso. De modo que se pueda deshacer la casa fácilmente si acaso viene alguien a cobrar algún impuesto por haberla construido. Alguien. El Reino de Nápoles o quien sea. «Los trulli más antiguos que ahora mismo están en pie son del siglo xiv. Papá, aquí todo es un cilindro, todo es un cono. Si venís, preguntad por vuestra muñeca. Creo que me quedaré aquí por un tiempo⦻. Arrojó la carta al mar. Para que fuera al sur, y luego avanzara y ascendiera hasta llegar al País Vasco. Ya se las arreglaría la carta para llegar a su destino.

Oihana conoció a un chico de Alberobello. Dulce, cercano. Él fue quien le contó que en aquellas casas de piedra tan especiales vivían muñecas. Él le contó que el frío de la piedra y el calor del sol pugnaban por conquistar los espacios. Que por eso eran como eran las calles del pueblo. Que estaban como derretidas. Que eran de hielo. Y de fuego. Oihana llegó a querer a aquel joven. Hasta que se dio cuenta de que no sería capaz de contarle nada sobre su padre. ¿Qué le iba a contar? ¿Que habían matado a su padre? Sí, intencionadamente. Que así lo decidieron y lo hicieron. Sí, matarlo. Asesinarlo. ¿Con qué palabras, con qué tono, con qué expresión de cara se le cuenta eso a quien quiere compartir contigo la cama y algo más? Algo más. Oihana pasó dos noches dirimiendo cuánto quería dar de sí misma y cómo. Dimensionando ese «algo más». Luego llegaría ese violento «¿Por qué?». ¿Por qué lo mataron? Si le daba pie, se lo preguntaría. Era lo natural. Oihana le dijo a Flavio que se marchaba. Y se derrumbó la casa de piedra. Le dijo que era un joven majísimo y guapísimo. Y que había sido hermoso jugar con las muñecas. Que no había un porqué. Que en ocasiones el amor, de modo incomprensible, nos justifica. Y también el odio.

Y entonces se quedó sin amante y sin padre. Fue en busca de su madre y la encontró donde siempre. Con el mismo pecho de siempre. Tanto es así que a gusto se hubiera enganchado a su teta. En aquel momento así lo pensó y incluso hoy en día lo piensa muchas veces. El pecho de una madre. Piensa que también el adulto necesita de ese sosiego inmortal, ese abandonarse tan racional. Que también el adulto tiene esa necesidad. Sobre todo el adulto. Y piensa que por qué se acaba tan pronto, casi siempre en los primeros meses. El retorno a casa fue muy duro. Sentía el barrio bastante más lejano. Ya no tenía padre. La vida y la muerte: Oihana notaba que a su padre le habían robado ambas cosas. Durante días anduvo buscando su rastro de sangre, pero en la sucia acera llena de chicles no encontró nada que pudiera ser de su padre. El futuro guardará la memoria de los chicles. Y de las hormigas. Se mire donde se mire, ahí estará siempre una hormiga recorriendo el pasado. Si no es alguna hormiga que ya estuvo allí, será otra de una generación posterior. Esas hormigas rojas que solemos ver tienen una esperanza de vida de tres años; las hormigas obreras, de dos años. La mayoría, en cambio, morirán pisoteadas. Antes de tiempo. Y, sin embargo, podían haber vivido en paz. Las hormigas reinas de determinadas especies pueden vivir hasta quince años, incluso treinta. Viven protegidas. Las reinas. Esas que alardean: «Aquí computamos el tiempo, no lo contamos, vosotras seguid al campo de batalla». Qué diferente es estar al resguardo y estar expuestas en la plaza. La plaza: es un riesgo notorio, en medio de la civilización salvaje. No solo ocurre con las hormigas. Las marionetas, esas que se suelen usar sujetas de cuatro hilos, sin soporte, terminan rompiéndose. La porcelana se guarda y se protege en vitrinas. Así dura casi para siempre. La reina. «Ve tú a morir, yo desde aquí ya te ordenaré qué tienes que hacer». Y aunque parezca asombroso y cruel, algunos-muchos-demasiados van hacia la muerte, no porque crean que deba ser así, sino porque una voz en la sombra les ha prometido el sol. La plaza es placentera. Hasta que comienza a llover. Hormigas. Muchas morirán pisoteadas. La mayoría. Cuando su padre cayó al suelo abatido, seguramente habría atrapado muchas debajo de sí. Cuántas muertes. En eso iba pensado Oihana cuando vio una hilera de hormigas en el lugar donde hubo un rastro de sangre de su padre: ¡cuántas muertes! Fue muy duro el retorno. Nadie le hizo ningún gesto de bienvenida. Ni para bien ni para mal. Indiferencia. Un laberinto mudo.

Como no podía conciliar el sueño, de madrugada se metía en la cama de su madre. Fue una de esas noches cuando su madre la llevó, a rastras, empujada, al lugar donde esparcieron las cenizas de su padre. Arrojaron las margaritas silvestres. Las suicidaron en las aguas del riachuelo. «Oihana, tenemos que pedirle más a la vida, ¿me has oído?». Oihana le entendió enseguida. ¡Eran tan claras la voz y la mirada de Feli! Enseguida entendió que aquel pedir tenía mucho de dar. Y ahí Oihana se perdió. Ella precisaba otro ritmo.

A Fran lo conoció más tarde. A la vuelta de Italia, Oihana retomó sus estudios. Pasaba casi todo el tiempo en Bilbao. En el campus de Leioa, en cambio, el menor tiempo posible, lo estrictamente necesario; y el resto del tiempo en el piso que tenía alquilado con otras dos estudiantes. Tenía una relación bonita con sus compañeras de piso, sobre todo con Zuhara. A las dos les gustaba cocinar. Zuhara era estudiante de Química, y para ella la cocina era su laboratorio. Para Oihana, un taller. La una hacía mezclas y la otra creaba esculturas. Luego se comían todo lo que hacían. Su sueño nocturno dependía del número de gotas de limón. Sueño casi siempre ácido. Pero también dulce en ocasiones. Zuhara tenía una fijación especial con el limón. Con lo ácido. «Es una explosión dulce», le decía a Oihana, «nunca llega a ser agradable, pero es como un dolor necesario. La lengua se me mete en la garganta». Y Oihana le decía entonces: «Entonces, echa más jugo de limón. Que la obra de arte haga que los músculos se contraigan». La...

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IRATI GOIKOETXEA (Beasain, 1984). Profesora de Matemáticas en Enseñanza Secundaria. Dirige el espacio de literatura de Segura Irratia.
Ha actuado como bertsolari, y, en su faceta de escritora, ha obtenido diversos premios en literatura infantil y juvenil (BBK-Azkue, Urruzuno, Satarka, Bordari, entre otros). Ha cultivado también la poesía y la narrativa. En 2014 publicó el libro de relatos Andraizea.
La edición en euskera de la presente novela (Herriak ez du barkatuko, Elkar) fue editada en 2021.