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E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
160 Seiten
Spanisch
Trama Editorialerschienen am01.10.20231. Auflage
Este libro es una apología de la lectura y una alabanza del lector. A diferencia de otros adictos -léase: coleccionistas, escritores, bibliotecarios-, quien se define como «lector» es una persona distinta de aquella que colecciona, escribe o trabaja con libros... incluso si ambas comparten un mismo rostro en el carnet de identidad. Las autoras y los autores de los textos que reunimos en estas páginas fueron muchas cosas a lo largo de sus vidas. Pero aquí solo son, por convicción y decisión propia, lectores. Como Borges, están tan satisfechos con sus lecturas que dejan que los demás se enorgullezcan de lo que han hecho o escrito.mehr
Verfügbare Formate
TaschenbuchKartoniert, Paperback
EUR30,04
E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
EUR8,99

Produkt

KlappentextEste libro es una apología de la lectura y una alabanza del lector. A diferencia de otros adictos -léase: coleccionistas, escritores, bibliotecarios-, quien se define como «lector» es una persona distinta de aquella que colecciona, escribe o trabaja con libros... incluso si ambas comparten un mismo rostro en el carnet de identidad. Las autoras y los autores de los textos que reunimos en estas páginas fueron muchas cosas a lo largo de sus vidas. Pero aquí solo son, por convicción y decisión propia, lectores. Como Borges, están tan satisfechos con sus lecturas que dejan que los demás se enorgullezcan de lo que han hecho o escrito.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788412715637
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisePub Wasserzeichen
FormatE101
Erscheinungsjahr2023
Erscheinungsdatum01.10.2023
Auflage1. Auflage
Seiten160 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse832 Kbytes
Artikel-Nr.12755792
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Inhaltsverzeichnis
En alabanza del lector, presentación de Íñigo García Ureta.
- De los libros y de cómo almacenarlos, W. E. Gladstone.
- El vicio de la lectura, Edith Wharton.
- Los libros, Joseph Conrad.
- ¿Son los libros demasiado caros?, John Maynard Keynes.
- Alimentar el intelecto, Lewis Carroll.
- La mutabilidad de la literatura, Washington Irving.
- Libros para unas vacaciones al aire libre, Theodore Roosevelt.
- Lo terrible y lo trágico en la ficción, Jack London.
- De la afición a las citas, Bradford Torrey.
- De ladrones de libros, gorrones y demás especies, William Roberts.
- Leer o no leer, Oscar Wilde.
- ¿Cómo debería leerse un libro?, Virginia Woolf.
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Leseprobe

en alabanza del lector
La multitud lectora

En 2019 publicamos un libro titulado Del vicio de los libros que con el tiempo es inencontrable. Eso nos ha animado a pergeñar este volumen en donde hemos añadido contenido y, tal como indica el título, mucho más vicio.

Ésta es una diferencia sustancial.

Lo que no debe cambiar es la advertencia que hice en su día y que aquí repito, porque tanto entonces como ahora podría parecer que esta obra trata de libros (de si son caros o no, de cómo debemos almacenarlos, de las distintas formas de robarlos, de los vicios que suscitan y las digestiones que nos provocan, de si hay libros que no deberíamos leer en absoluto), cuando la realidad sigue siendo otra. Se trata de un panegírico. Lo que tienes en las manos es una apología de la lectura y una alabanza del lector, y entendamos por lector a aquella persona vehemente y excéntrica que entabla con los libros la misma relación que un gato con una pantufla vieja. Porque, a diferencia de las demás clases de adictos -léase, coleccionistas, escritores, bibliotecarios-, quien se define como «lector» es una persona distinta de aquella que colecciona, escribe o trabaja con libros⦠incluso cuando ambas comparten un mismo rostro en el carnet de identidad. Nos lo advirtió Walt Whitman: contenemos multitudes. Y hablando de multitudes, procederé a explicar lo anterior refugiándome en un ejemplo manido: el fútbol.

Pensemos, por un segundo, en la grada de un estadio. Allá, bajo unos mismos colores, con idénticas bufandas al cuello, se encuentran gentes de todas las edades y oficios: procuradoras y panaderos, peritos y peones, periodistas, pediatras y políticos de ambos sexos. De seguro, si en cualquier otro contexto se les preguntara qué les define o cuáles son sus señas de identidad, contestarían que sus hijos, sus convicciones políticas, su fe religiosa, una asumida actitud cívica o su pertenencia a una determinada clase social, o todo aquello que un código postal revela de nosotros por vivir aquí o allá. Sin embargo, en los noventa minutos que dura el encuentro eso se queda en agua de borrajas. Durante el partido no importará nada más que lo que allí los une y que se resume en un escudo, una afición y un equipo al que apoyar hasta el final. Así, Roberts y Roosevelt, Wharton y Woolf, Conrad, Keynes y compañía son aquí lecto res. Ésta es, a mi buen entender, la clave de los textos que ofrecemos a continuación. A veces parecerá que se enfrascan en otros temas, pero quien preste atención observará cómo no logran reprimir del todo una sonrisa furtiva al saberse entre iguales. Porque, como los tahúres de Las Vegas, estos lectores saben que lo que pasa en los libros se queda en los libros.
De la satisfacción del lector

Como es natural, estos lectores fueron también muchas otras cosas. Así, el inglés Gladstone fue primer ministro y el americano Roosevelt presidente. (El destino les ha deparado un recuerdo chocante: al primero, como personaje en el Flying Circus de Monty Python y al segundo como uno de los rostros esculpidos en el monte Rushmore.)

Lewis Carroll fue matemático y fotógrafo. El economista John Maynard Keynes dio clases en la Universidad de Cambridge, y asimismo estuvo unido al grupo Bloomsbury, al que pertenecía Virginia Woolf, que fue editora como Mark Twain, quien, como Jack London, también hizo sus pinitos como buscador de oro e igualmente fue capitán de barco, aunque Twain optó por la navegación fluvial, mientras London hacía surcar su goleta por Hawái o Australia. Al igual que ellos, el polaco Joseph Conrad, huérfano desde los once años, sintió el influjo del mar y de los ríos y fue capitán de la marina mercante inglesa, surcando tanto los mares del sur o el archipiélago malayo como el río Congo. Por su parte, Edith Wharton, la primera mujer nombrada doctora honoris causa por la Universidad de Yale, se granjeó en vida una merecida popularidad como decoradora e interiorista. Oscar Wilde fue un famoso conferenciante. William Roberts, impresor. Washington Irving, abogado y diplomático. Bradford Torrey, ornitólogo. No obstante, reunidos en estas páginas sólo son, por convicción y decisión propia, lectores. Como Jorge Luis Borges, están tan satisfechos con sus lecturas que dejan que los demás se enorgullezcan por lo que han hecho o escrito.
De si el saber ocupa lugar

Empecemos por el primero de los textos. William Ewart Gladstone (1809-1898) fue un entusiasta coleccionista de libros, un vehemente rival de Disraeli y, como se ha avanzado, también un contumaz primer ministro del Reino Unido en cuatro ocasiones: 1868-1874, 1880-1885, 1886 y 1892-1894.

Durante sus días de colegial en Eton, Gladstone comenzó a coleccionar libros, vicio del que no pudo zafarse mientras estudiaba en Oxford y al que se vio sometido hasta el final, pues durante toda su longeva vida -murió a los 88 años- disfrutó vaciándose los bolsillos en librerías. En un momento dado, al advertir que había acumulado una colección seria, decidió fundar la biblioteca que lleva su nombre en Hawarden, Gales. Ésta es una biblioteca peculiar, no sólo por ser la única creada por un primer ministro de Gran Bretaña, sino porque hoy también es un hotel.1

El ensayo que aquí incluimos parece obra de alguien en verdad obsesionado por la distribución y el almacenamiento, los estantes, los formatos y las bibliotecas. Hoy, con nuestros actuales estudios universitarios en biblioteconomía, esto se nos antoja un capricho exótico, pero de creer a Anne Fadiman todos esos temas eran parte de la obsesión de la época. Así, en Ex libris: confesiones de una lectora, Fadiman afirma lo siguiente: «Quien desee entender el talante de W. E. Gladstone y saber más sobre la Inglaterra victoriana encontrará todo lo que necesita en ese pequeño tesoro que es De los libros y de cómo almacenarlos ».2 Y añade cómo al parecer Gladstone siempre llevaba un libro con él dondequiera que fuese. Y cómo, según sus propias estimaciones, leyó más de veinte mil títulos, añadiendo anotaciones de su puño y letra en los márgenes de la mitad de ellos.

Más que una semblanza de la Inglaterra victoriana, «De los libros y de cómo almacenarlos» me parece un texto casi distópico. Parte de una excusa descacharrante, la supuesta aseveración del teólogo alemán David Friedrich Strauss (1808-1874) de que la doctrina de la inmortalidad ha perdido su mayor argumento al descubrirse que las estrellas del universo están habitadas, por lo que ya no pueden servir para albergar los millones de almas que vagan por el firmamento. De ahí pasa a preguntarse qué sucederá ahora que nos vamos a ver obligados a compartir planeta con las almas de nuestros antepasados, para acto seguido cuestionar de qué espacio podremos disponer para almacenar libros; libros que, como todo el mundo sabe, abultan tanto o más que vivos y muertos. Y entonces procede a compartir algunas recetas para transformar cualquier estancia media en una biblioteca en condiciones. Para no destripar la lectura, avanzo únicamente que contempla tres premisas básicas -«economía, buena disposición y una buena accesibilidad, la que requiera la menor inversión posible de tiempo»-, de tal modo que ningún libro se vea forzado a «encajar con dificultad ni [a] ser embutido en su lugar correspondiente» y así podamos acceder a ellos sin necesidad de escaleras ni otros armatostes que nos escatiman el tiempo y el espacio.

Sin embargo, el aspecto que revela que se trata de un lector adicto no tiene tanto que ver con los centímetros [que según él deberán medir los estantes] como con la propia ordenación de los libros, pues «la disposición de una biblioteca debe de algún modo corresponder y encarnar el pensamiento del hombre que la ha creado». Gladstone sabía de lo que hablaba: al montar su propia biblioteca la dotó con más de treinta mil títulos de su propiedad, muchos de los cuales él mismo transportó en carretilla para ordenarlos pensando en qué compañía merecían yacer sus autores favoritos pues, como leeremos más abajo, «¿[q]ué hombre que en verdad ama sus libros y al que aún no le falla el aliento, delega en otro ser humano la tarea de darles cobijo en su propio hogar?».
De otorgar importancia

Edith Wharton amaba el arte y aborrecía la estupidez de la alta sociedad a la que pertenecía. Era una mujer resuelta, que durante la Primera Guerra Mundial usó sus contactos con el Gobierno francés para que se le permitiera recorrer la línea del frente en motocicleta y escribir sobre lo que veía. Tal vez por eso su humor resulta menos demente que el de Gladstone, pero es infinitamente más cáustico: su voz es la de alguien que no pierde tiempo con zarandajas. Así, bajo el paraguas de lo que debe considerarse la moral -es decir, lo bueno y lo malo- de la lectura, Wharton arremete contra un tipo de lector que considera impostado, inconsciente y falto de imaginación, al que denomina lector mecánico.

Dicho lector se define por a) no cuestionar jamás su competencia intelectual, b) asumir la lectura como una obligación y c) ser incapaz de formarse un juicio personal sobre la valía del título que lee.3 De ahí que sucumba al vicio de no reconocer qué nos brinda de bueno y de malo la literatura y caiga, por tanto, en falsos moralismos. Según Wharton, al lector mecánico se la meten doblada con virtudes impostadas, pues se queda con lo superficial, confunde la anécdota con el tono y «de forma persistente desdeña el hecho de que cualquier semblanza seria de la vida debe juzgarse no por los incidentes que el autor presenta, sino por el modo en que les otorga o no...
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