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La guerra y la música

E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
300 Seiten
Spanisch
Siruelaerschienen am21.02.20241. Auflage
«Eminente músico estadounidense, John Mauceri es un profundo observador y pensador; explora con brillantez el reñido territorio de la música clásica del siglo XX, y aporta una nueva dimensión a nuestro entendimiento de las políticas de la música y del repertorio musical».  Larry Wolff Esta ambiciosa obra es una revisión fundamental de la música clásica compuesta en el siglo XX. Su autor afirma que fueron las tres grandes guerras que tuvieron lugar en él las que conformaron su historia. Desde esta perspectiva, Mauceri indaga en los motivos por los que se han añadido tan escasas obras al canon musical desde 1930, examinando las diferentes trayectorias de los grandes compositores que, tras la Primera Guerra Mundial, desarrollaron una voz tan única como versátil, pero con una vocación más popular. Asimismo, defiende que el destino de los compositores durante la Segunda Guerra Mundial estuvo inextricablemente unido a los propósitos políticos de sus respectivos gobiernos. Ello derivó en acontecimientos tan significativos como la desaparición de la música experimental en Alemania, Italia y Rusia; el éxodo de numerosos compositores a Estados Unidos y la repentina recuperación de la música experimental -lo que Mauceri llama «la vanguardia institucional»-, entendida como la lengua franca de la música clásica occidental durante la Guerra Fría. La guerra y la música es un análisis novedoso y certero, realizado por un destacado musicólogo y director de orquesta, que señala, en definitiva, cómo los criterios estéticos contribuyeron a enmascarar los fines políticos de los países involucrados en las grandes guerras que sacudieron el siglo XX. «La gran virtud de La guerra y la música de John Mauceri es su capacidad para reconocer aquello que tantos escritores saben sobre el tema pero no pueden decir: que algo terrible sucedió en la música del siglo XX y en especial después de 1945... Un libro convincente, escrito con gran fluidez».Barton Swain, Wall Street Journal «Un argumento poderoso, decisivo y sólidamente armado para reexaminar toda la gran música del siglo pasado, buena parte de ella escrita en circunstancias extraordinarias, y valorar los motivos por los que necesitamos volver atrás y escuchar».Jon Burlingame «Dos guerras mundiales cambiaron el curso de la música en el siglo XX. Trazando la influencia maligna de la política desde Hitler a Stalin, Mauceri muestra cómo la música se convirtió en armamento al servicio de la ideología. Los compositores refugiados perdieron su lugar en la corriente principal y Mauceri defiende la revisión de aquellos que se vieron olvidados y desestimados». Richard Fairman, Financial Times «Esta brillante obra de Mauceri, La guerra y la música, comienza con una pregunta: '¿Por qué no interpretamos la música que Hitler prohibió?', y acto seguido levanta el telón para responderla hasta el más escalofriante detalle». Robert Thompson

John Mauceri (Nueva York, 1945), director de orquesta que goza de reconocimiento mundial y reputado estudioso de la música, ha dirigido a la mayoría de las grandes orquestas y compañías de ópera del mundo. Profesor en la Universidad de Yale durante quince años, también ha sido rector de la Escuela de Arte de la Universidad de Carolina del Norte.
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Klappentext«Eminente músico estadounidense, John Mauceri es un profundo observador y pensador; explora con brillantez el reñido territorio de la música clásica del siglo XX, y aporta una nueva dimensión a nuestro entendimiento de las políticas de la música y del repertorio musical».  Larry Wolff Esta ambiciosa obra es una revisión fundamental de la música clásica compuesta en el siglo XX. Su autor afirma que fueron las tres grandes guerras que tuvieron lugar en él las que conformaron su historia. Desde esta perspectiva, Mauceri indaga en los motivos por los que se han añadido tan escasas obras al canon musical desde 1930, examinando las diferentes trayectorias de los grandes compositores que, tras la Primera Guerra Mundial, desarrollaron una voz tan única como versátil, pero con una vocación más popular. Asimismo, defiende que el destino de los compositores durante la Segunda Guerra Mundial estuvo inextricablemente unido a los propósitos políticos de sus respectivos gobiernos. Ello derivó en acontecimientos tan significativos como la desaparición de la música experimental en Alemania, Italia y Rusia; el éxodo de numerosos compositores a Estados Unidos y la repentina recuperación de la música experimental -lo que Mauceri llama «la vanguardia institucional»-, entendida como la lengua franca de la música clásica occidental durante la Guerra Fría. La guerra y la música es un análisis novedoso y certero, realizado por un destacado musicólogo y director de orquesta, que señala, en definitiva, cómo los criterios estéticos contribuyeron a enmascarar los fines políticos de los países involucrados en las grandes guerras que sacudieron el siglo XX. «La gran virtud de La guerra y la música de John Mauceri es su capacidad para reconocer aquello que tantos escritores saben sobre el tema pero no pueden decir: que algo terrible sucedió en la música del siglo XX y en especial después de 1945... Un libro convincente, escrito con gran fluidez».Barton Swain, Wall Street Journal «Un argumento poderoso, decisivo y sólidamente armado para reexaminar toda la gran música del siglo pasado, buena parte de ella escrita en circunstancias extraordinarias, y valorar los motivos por los que necesitamos volver atrás y escuchar».Jon Burlingame «Dos guerras mundiales cambiaron el curso de la música en el siglo XX. Trazando la influencia maligna de la política desde Hitler a Stalin, Mauceri muestra cómo la música se convirtió en armamento al servicio de la ideología. Los compositores refugiados perdieron su lugar en la corriente principal y Mauceri defiende la revisión de aquellos que se vieron olvidados y desestimados». Richard Fairman, Financial Times «Esta brillante obra de Mauceri, La guerra y la música, comienza con una pregunta: '¿Por qué no interpretamos la música que Hitler prohibió?', y acto seguido levanta el telón para responderla hasta el más escalofriante detalle». Robert Thompson

John Mauceri (Nueva York, 1945), director de orquesta que goza de reconocimiento mundial y reputado estudioso de la música, ha dirigido a la mayoría de las grandes orquestas y compañías de ópera del mundo. Profesor en la Universidad de Yale durante quince años, también ha sido rector de la Escuela de Arte de la Universidad de Carolina del Norte.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788410183025
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisDRM Adobe
FormatE101
Verlag
Erscheinungsjahr2024
Erscheinungsdatum21.02.2024
Auflage1. Auflage
Reihen-Nr.148
Seiten300 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse1828 Kbytes
Artikel-Nr.13945693
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe


Introducción

En los primeros meses de la tercera década del siglo XXI, Washington D. C. publicó un decreto ley que recibió el nombre de «Hagamos que los edificios federales sean bellos otra vez». Se trataba de una ordenanza para que los nuevos edificios federales de Estados Unidos adoptaran en su diseño el estilo clásico de la arquitectura de los templos romanos, que habría de convertirse en el «estilo por defecto». Como era de esperar, esto escandalizó a muchos y desató una falsa contienda entre los conservadores americanos (los republicanos y el presidente Donald Trump) y los liberales (los demócratas y los sedicentes progresistas). Y, también como era de esperar, el 24 de febrero de 2021 -apenas cinco semanas después de su investidura- el presidente demócrata Joe Biden revocó la orden. La belleza era lo que justificaba el decreto de la administración Trump. Consistencia y referencia eran los medios para conseguir ese fin.

Todo esto rememoraba uno de los períodos del arte y de la música más polémicos, irónicos y peor entendidos: la desnazificación de Europa tras la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría y el apoyo oficial de la entonces administración republicana a un estilo artístico muy diferente -la vanguardia-, al que ponía como fundamental ejemplo de una libertad expresiva en el arte y la música, oponiéndose así a la postura oficial de rechazo a la vanguardia que los soviéticos habían resuelto adoptar. Los soviéticos defendían las artes visuales figurativas -una manzana pintada debía parecer una manzana- y la música que continuaba una larga tradición tonal: una música rebosante de tensión, conflicto y desafío, pero que concluía inevitablemente con la victoria y la elevación del espíritu. El rasgo más importante de la música soviética era que tenía que resultar comprensible al público. Y, del mismo modo en que los regímenes de Mussolini y Hitler defendían un concepto de arte y de belleza que negaba la experimentación, el Ejército americano consideraba que cualquier compositor que hubiera escrito música atonal durante la guerra ni era un nazi ni un fascista, y solo por ese motivo se le concedía un salvoconducto. Dicha política tuvo una consecuencia inesperada, y es que aquellos músicos que habían compuesto obras clásicas de «no-vanguardia» (si tal expresión es admisible), ya fueran sinfonías, óperas o música de cámara, estaban obligados a demostrar que no habían sido ni nazis ni fascistas.

La Guerra Fría se convirtió en un campo de batalla entre el punto de vista soviético, favorable a un tradicionalismo en constante evolución, y la acogida occidental a todo movimiento radicalmente nuevo, desafiante e iconoclasta que consideraba la belleza en la música algo tan inapropiado como banal. El concepto de lo «nuevo», sin embargo, se sostenía en las teorías derivadas del Manifiesto futurista de 1909. Qué importancia tenía que el público no recibiese con los brazos abiertos la nueva música, fuese en la década de 1910, la de 1960 o, ya puestos, la de 2020. Esto fue y sigue siendo una batalla de filosofías y políticas.

Quizá la música y el arte siempre hayan sido, hasta cierto punto, peones de la política: juguetes de los reyes y los papas. Al arzobispo de Salzburgo le gustaba la música de Mozart hasta que un día dejó de gustarle. El público siempre ha tenido su predilección por ciertas canciones y bailes, y cada rey las suyas, si bien había ocasiones en que ambas coincidían, como sucedió cuando el rey Jorge II encargó al popular compositor de Londres, Georg Friedrich Händel, la Música para los reales fuegos de artificio en 1749.

La arquitectura comparte con la música algunos aspectos, pero solo algunos. Una y otra se experimentan a lo largo del tiempo. Ambas son inherentemente estructurales, aunque las estructuras de la música son temporales y no visibles. Los edificios cambian con el tiempo por encontrarse expuestos a los elementos y verse sometidos a la erosión y, a veces, a la explosión. La música solo desaparece al silenciarla, cosa que, como veremos, puede ser el resultado de una acción directa o simplemente por una falta de interés general. Incluso los mayores logros arquitectónicos pueden sufrir cambios radicales, como esa gran catedral católica construida en el siglo VI y que se transformó un siglo después en una mezquita tras la destrucción de sus campanas y su altar, el enyesado de los mosaicos cristianos y la construcción en su exterior de unos minaretes. La catedral de Santa Sofía, en Estambul, fue reconvertida en museo secular en 1935, y en el año 2020 fue catalogada una vez más como mezquita, aunque potencialmente estará sometida a ulteriores cambios arquitectónicos. La música se encuentra en un sempiterno estado de transformación dado que su existencia depende de la repetición, y aun cuando esa repetición sea exacta gracias a las grabaciones, la percepción de una repetición exacta no siempre será la misma, dado que habrá de interpretarla una audiencia en constante evolución.

Lo que esperamos de un banco, una iglesia o una escuela es que su apariencia exterior nos indique lo que hay en el interior. Y para ello no se necesita ningún provocador decreto ley. Más bien es puro sentido común. Los edificios concebidos como referencias modernas de la antigua Roma «expresan» algo de nuestras expectativas colectivas. Tal y como veremos, la cultura europea, de la que emana buena parte de la cultura americana e internacional, está llena de «falsos templos romanos», por usar una frase de un editorial del New York Times.1

Muchos edificios gubernamentales de Washington D. C. son buenos ejemplos de esa monumentalidad romana, pero también lo son la Puerta de Brandeburgo de Berlín y el Arco del Triunfo de París. Ambos son falsos, en la medida en que no han sido construidos durante el gobierno de Julio César, pero expresan algo que la gente esperaba de la arquitectura en la época de su construcción, y hablamos de símbolos que son muy queridos, como también lo son la arquitectura radical de la Torre Eiffel, la Sagrada Familia de Gaudí en Barcelona y el Museo Guggenheim de Frank Gehry en Bilbao. No es necesariamente una cuestión de confrontar lo conservador y lo moderno.

Cabría también señalar que buena parte de la arquitectura romana es a su vez falsa, dado que las columnas, por lo general, no eran necesarias para soportar la estructura desde que los romanos perfeccionaron el uso del cemento hacia el 200 a. C., pero seguían apegándose al «aspecto» de la arquitectura griega. Esas impresionantes columnas romanas no eran otra cosa que ornamentos. Todas las manifestaciones de lo que se ha dado en llamar «falsa arquitectura» ofrecía a la población un auténtico sentido fundacional de poder, estabilidad y victoria.

En 1984, el edificio AT&T de Philip Johnson -un rascacielos de treinta y siete plantas en Madison Avenue, Manhattan- fue rematado con un frontón sin funcionalidad alguna que recordaba a la parte superior del Partenón, lo que unía los logros de la arquitectura moderna con los principios clásicos de la antigüedad griega y romana. Por mucho que aquello consternase en su día, terminó por encarnar un rechazo a las rígidas doctrinas de la arquitectura moderna, que por su parte había repudiado todo ornamento y, podríamos decir, la historia. El rascacielos de Johnson no era ni un falso templo romano ni un edificio de estilo internacional que privilegiaba la escasez de adornos. El genio siempre trascenderá las doctrinas y los decretos ley.

Sin embargo, cuando lo que en otro tiempo fue una iglesia se convierte en una fábrica de cerveza o en una pizzería, como es el caso de la Church Brew Works de Pittsburgh, la mente y el espíritu se ven obligados a enfrentarse a algo «equivocado», lo que se añade a la sensación de estar participando de un acto herético comunal: ya tiene algo de osado ser moderno sin que uno tenga que verse además en la tesitura de entrar en alguno de los antiguos confesionarios llevando una cerveza y una porción de pizza. Y una sinfonía que arranca con un atronador acorde de mi bemol mayor plantea muy diferentes propuestas de otra que comience con un big bang: el familiar fortissimo (un amasijo de disonancias) con que arrancan tantas obras orquestales de la vanguardia del período de la Guerra Fría.

Independientemente de lo que las guías para la arquitectura nacional digan que es más apropiado para los nuevos edificios federales, los arquitectos y los ciudadanos mantendrán un intercambio, como siempre ha ocurrido, se celebrarán reuniones, se alcanzarán compromisos y se tomarán decisiones. El delicado equilibrio entre referencia y fotocopia nunca ha dejado de pender sobre el arte y la música. ¿Cabe entender la sencilla melodía que Brahms compuso para el último movimiento de su Primera sinfonía como un homenaje al célebre «Himno a la alegría» de Beethoven -el coro que cierra su Novena sinfonía-, o no pasa de ser una casualidad? (Brahms reconoció la semejanza con un escueto: «Cualquier asno podría darse cuenta»). El genio que puso Brahms en esa melodía consiguió dos cosas a la vez: su final no solo reconocía el monumental edificio creado por su apreciado predecesor; también reivindicaba que la sinfonía pidiese un coro y cuatro solistas vocales para expresar su narrativa musical.

Inevitablemente, oficializar cualquier cosa en el arte y la música funciona en ambos sentidos, como veremos. La orden «no pienses en un elefante» se traduce en una única cosa: un paquidermo con auténtico poder de permanencia. En el caso de la música clásica del último siglo,...

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Autor

John Mauceri (Nueva York, 1945), director de orquesta que goza de reconocimiento mundial y reputado estudioso de la música, ha dirigido a la mayoría de las grandes orquestas y compañías de ópera del mundo. Profesor en la Universidad de Yale durante quince años, también ha sido rector de la Escuela de Arte de la Universidad de Carolina del Norte.