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Spanisch
Capitán Swing Libroserschienen am27.05.20241. Auflage
En 'Mercaderes de la duda', Naomi Oreskes y Erik M. Conway revelaron los orígenes del negacionismo del cambio climático. Ahora, desvelan la verdad sobre otro dogma desastroso: la 'magia del mercado'. A principios del siglo XX, las élites empresariales, las asociaciones comerciales, los poderosos ricos y los aliados de los medios de comunicación se propusieron construir una nueva ortodoxia estadounidense: abajo el 'gran gobierno' y arriba los mercados sin trabas. Con asombrosas pruebas de archivo, Oreskes y Conway documentan las campañas para reescribir los libros de texto, combatir los sindicatos y defender el trabajo infantil. Detallan las estratagemas que convirtieron a los economistas de línea dura Friedrich von Hayek y Milton Friedman en nombres conocidos; relatan las raíces libertarias de los libros de La pequeña casa en la pradera; y sintonizan con el programa de televisión patrocinado por General Electric que transmitió la doctrina del libre mercado a millones de personas y lanzó la carrera política de Ronald Reagan. En la década de 1970, esta propaganda estaba teniendo éxito. La ideología del libre mercado definiría el siguiente medio siglo a través de las administraciones republicanas y demócratas, dándonos una crisis de la vivienda, el azote de los opioides, la destrucción del clima y una nefasta respuesta a la pandemia del Covid-19. Sólo si comprendemos esta historia podremos imaginar un futuro en el que los mercados sirvan a la democracia y no la repriman.

Nueva York, (EE:UU) 1958. Historiadora de la ciencia de nacionalidad estadounidense. Tras quince años como profesora de Historia y Estudios de la Ciencia en la Universidad de California, se convirtió en profesora de Historia de la Ciencia y profesora asociada de Ciencias de la Tierra y Planetarias de la Universidad de Harvard en 2013. Ha participado en estudios de geofísica y ha escrito sobre todo tipo de asuntos ambientales, como el calentamiento global. Su ensayo «Más allá de la torre de marfil», publicado en 2004 en la revista Science fue un hito en la lucha contra el negacionismo sobre el calentamiento global.
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Verfügbare Formate
TaschenbuchKartoniert, Paperback
EUR43,00
E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
EUR13,99

Produkt

KlappentextEn 'Mercaderes de la duda', Naomi Oreskes y Erik M. Conway revelaron los orígenes del negacionismo del cambio climático. Ahora, desvelan la verdad sobre otro dogma desastroso: la 'magia del mercado'. A principios del siglo XX, las élites empresariales, las asociaciones comerciales, los poderosos ricos y los aliados de los medios de comunicación se propusieron construir una nueva ortodoxia estadounidense: abajo el 'gran gobierno' y arriba los mercados sin trabas. Con asombrosas pruebas de archivo, Oreskes y Conway documentan las campañas para reescribir los libros de texto, combatir los sindicatos y defender el trabajo infantil. Detallan las estratagemas que convirtieron a los economistas de línea dura Friedrich von Hayek y Milton Friedman en nombres conocidos; relatan las raíces libertarias de los libros de La pequeña casa en la pradera; y sintonizan con el programa de televisión patrocinado por General Electric que transmitió la doctrina del libre mercado a millones de personas y lanzó la carrera política de Ronald Reagan. En la década de 1970, esta propaganda estaba teniendo éxito. La ideología del libre mercado definiría el siguiente medio siglo a través de las administraciones republicanas y demócratas, dándonos una crisis de la vivienda, el azote de los opioides, la destrucción del clima y una nefasta respuesta a la pandemia del Covid-19. Sólo si comprendemos esta historia podremos imaginar un futuro en el que los mercados sirvan a la democracia y no la repriman.

Nueva York, (EE:UU) 1958. Historiadora de la ciencia de nacionalidad estadounidense. Tras quince años como profesora de Historia y Estudios de la Ciencia en la Universidad de California, se convirtió en profesora de Historia de la Ciencia y profesora asociada de Ciencias de la Tierra y Planetarias de la Universidad de Harvard en 2013. Ha participado en estudios de geofísica y ha escrito sobre todo tipo de asuntos ambientales, como el calentamiento global. Su ensayo «Más allá de la torre de marfil», publicado en 2004 en la revista Science fue un hito en la lucha contra el negacionismo sobre el calentamiento global.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788412838855
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisePub Wasserzeichen
FormatE101
Erscheinungsjahr2024
Erscheinungsdatum27.05.2024
Auflage1. Auflage
ReiheEnsayo
SpracheSpanisch
Dateigrösse1754 Kbytes
Artikel-Nr.15624374
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe



01

Los costes sociales

del capitalismo

El capitalismo estadounidense de finales del siglo XIX era una empresa de lo más letal. Cada año, miles de personas resultaban heridas, mutiladas o muertas en el curso de su trabajo diario. Morían mineros en explosiones y derrumbamientos. Trabajadores del ferrocarril eran aplastados entre vagones. Trabajadores de fábricas perdían sus extremidades, atrapadas en las máquinas. Una estimación sugiere que a finales del siglo casi la mitad de los trabajadores del ferrocarril sufrían cada año heridas relacionadas con su trabajo.[31] Un hombre joven nacido en Estados Unidos en 1899 habría estado más seguro yendo a luchar en la Primera Guerra Mundial que trabajando en los ferrocarriles.[32] La carnicería era tan grande que los comentaristas contemporáneos la comparaban con una guerra emprendida por un ejército industrial.[33]

La actividad más peligrosa era la minería del carbón. A mediados del siglo XIX, un 6 por ciento de los trabajadores de las minas de antracita de Pensilvania resultaban muertos cada año y el doble resultaban heridos o incapacitados. A lo largo de su carrera, era más probable que un minero en un campo de antracita de Scranton resultase muerto, seriamente herido o incapacitado permanentemente que lo contrario. Si se las apañaba para llegar intacto a su vejez, podía perfectamente morir de una enfermedad pulmonar.[34] En todo el mundo industrial, los accidentes laborales constituían una pandemia. Según una estimación, en 1900, uno de cada mil trabajadores moría en su puesto de trabajo, el equivalente actual de 1,5 millones de personas al año.[35]

Cuando el trabajador resultaba gravemente herido, ni él ni su familia recibían ninguna indemnización. Las viudas y los huérfanos eran abandonados a la generosidad de familia y amigos, si es que los tenían, o de instituciones de caridad. Cuando las madres eran incapaces de cuidar de sus hijos o de encontrar familiares para que los cuidasen, los niños acababan en orfanatos, normalmente lugares de malnutrición y abandono.[36] Había también un componente racial, porque la mayoría de los trabajadores industriales eran inmigrantes con escaso poder político.

Las industrias responsables de este desperdicio de vidas humanas y de potencial no pagaban nada. Tampoco los estadounidenses lo consideraban una responsabilidad colectiva. No existían programas estatales ni federales para ayudar a los trabajadores heridos ni a las familias de los fallecidos. Hacia finales del siglo XX, algunos trabajadores -especialmente los cualificados y los sindicados- estaban asegurados a través de asociaciones cooperativas o de sociedades de ayuda mutua, pero la mayoría no lo estaban. Raramente había seguros privados para los trabajadores, precisamente porque era normal que muriesen de manera prematura; muchas compañías se negaban categóricamente a vender pólizas a trabajadores empleados en actividades peligrosas. Las únicas pólizas que ofrecían la mayoría de las aseguradoras eran las que cubrían los costes del entierro.[37]

En teoría, un trabajador podía demandar a su empleador si podía demostrar negligencia; en la práctica, eso ocurría raramente, y cuando ocurría casi nunca llegaba a buen puerto. Pocos trabajadores tenían los recursos necesarios para presentar una demanda, y menos aún podían demostrar que las prácticas cotidianas del capitalismo industrial supusiesen negligencia.[38] Peor aún, la ley a menudo consideraba responsable a la víctima. En el influyente caso de 1842 Farwell contra Boston y el Ferrocarril Worcester, el juez presidente del Tribunal Supremo de Massachusetts sentenció que los empleadores no eran imputables cuando un trabajador resultaba lesionado por la negligencia de un compañero de trabajo sobre la base de que «estos son peligros que el empleado es probable que conozca, y contra los cuales puede guardarse tan efectivamente como el dueño».[39] Si un trabajador sufría un accidente laboral, era culpa suya por no tener más cuidado. A menos que el trabajador hubiese resultado herido por un ataque intencionado, no recibía ninguna indemnización legal.[40]

La llamada «crisis de los accidentes» fue uno de los primeros problemas que se reconocieron como costes sociales -o «externalidades negativas»- del capitalismo. En 1920, el economista británico Arthur Pigou desarrollaría una influyente teoría de los costes sociales, donde sugería que había que asumirlos mediante un impuesto a la actividad infractora. En cierta medida, esto ya se había llevado a cabo en Europa, donde se diseñaron los primeros sistemas de indemnización a los trabajadores: Alemania puso en marcha un programa de seguros de accidentes para trabajadores en 1884 e Inglaterra lo haría en 1897.[41] Los empresarios aportaban a un fondo de seguros, que compensaba a los trabajadores heridos o fallecidos en el trabajo. El sistema también generaba un incentivo positivo para promover la seguridad en el lugar de trabajo: los empresarios con más tasas de accidentes pagaban mayores primas.

Estados Unidos, sin embargo, no tenía esos programas, por lo que no resultaba sorprendente que las tasas de accidentes laborales fueran mucho mayores. El informe de 1872 de la Oficina de Estadísticas Laborales de Massachusetts, por ejemplo, señalaba que un trabajador de fábrica perdía como media treinta y un días por enfermedad o accidente, muchos más que la media en fábricas similares del Reino Unido, donde se tomaban más precauciones de seguridad.[42]

A comienzos del siglo XX, varios grupos de académicos, reformadores y empresarios habían viajado a Europa para aprender cómo enfrentaban otras naciones este problema.[43] Los comentaristas estadounidenses vinculaban las menores tasas de accidentes en Europa a los programas de seguros laborales.[44] La pregunta obvia era si había que desarrollar un programa de indemnización a los trabajadores en Estados Unidos. En caso afirmativo, ¿quién debería pagarlo? ¿Quién era responsable de los costes sociales de la actividad industrial? ¿El trabajador? ¿El empresario? ¿El gobierno?

Algunos empresarios aceptaron que la seguridad en la fábrica era responsabilidad suya, aunque solo fuera porque la muerte de muchos trabajadores en su puesto de trabajo desmoralizaba al resto de los empleados. El magnate del acero Andrew Carnegie, por ejemplo, donó cuatro millones de dólares para crear un fondo de ayuda a los trabajadores de Carnegie Steel.[45] Con la aparición de la ingeniería industrial como profesión, surgiría el argumento de que los accidentes eran «un derroche» y resultaban «ineficientes», de modo que el enfoque científico de la gestión industrial intentó reducir su incidencia. De acuerdo con esta línea de pensamiento, no era una cuestión de quién tenía la culpa; simplemente, mejorar la eficiencia beneficiaría a todos. Los ingenieros industriales y los administradores comenzaron a pedir mejores prácticas para aumentar la seguridad en el centro de trabajo y la lealtad del trabajador en aras de la productividad.

Sin embargo, solo unas pocas empresas siguieron el ejemplo de Carnegie y el consejo de los ingenieros industriales. La mayoría de los magnates de la industria y de los observadores aceptaban los accidentes como parte inseparable del capitalismo industrial; eran el precio del negocio. Pero en la mayoría de los casos no era el empresario quien pagaba el precio (ni tampoco los consumidores). Los accidentes los sufrían los trabajadores -en su mayoría hombres, aunque no siempre-, que no tenían más opción que trabajar en condiciones peligrosas; y sus parejas y sus hijos se quedaban abandonados. Este era el precio por el capitalismo del laissez faire. El libre mercado tenía unos costes sustanciales que no se medían en dólares, sino en vidas humanas.

En 1907, las cosas empezaron a cambiar cuando el presidente Theodore Roosevelt propuso un programa que dejaba al margen la culpabilidad: los trabajadores heridos en el desempeño de sus obligaciones recibirían una indemnización con independencia de la existencia de negligencia o intencionalidad. A lo largo de la siguiente década, veintiocho comisiones estatales y federales analizaron esta cuestión y hacia 1920 cuarenta y dos estados habían implementado alguna forma de indemnización a los trabajadores.[46]...

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