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Nueva York, ida y vuelta

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Spanisch
EDHASAerschienen am17.07.2024
Henry Miller llegó tarde al grupo de expatriados de los años 1920, entre los cuales escritores como Hemingway o Fitzgerald irrumpieron brillantemente en el firmamento literario. Para cuando Miller se trasladó a París, a instancias de su esposa June, América estaba entrando en la Gran Depresión y la sombra de Hitler comenzaba a moverse a través de Europa. Poco tiempo después, Miller conocía e iniciaba una larga relación con Anaïs Nin, a la que sigue hasta Nueva York en 1935. El viaje y las experiencias vividas lo llevan a escribir ese mismo año este 'Nueva York. Ida y vuelta'. Más diario que novela, y escrita desde el yo y la subjetividad propia del autor, esta obra es una larga y divertida carta que Miller dirige a su íntimo amigo Alfred Perlés, una carta llena de impresiones vivas y reflexiones escandalosas, en la que se incluye también un ameno fresco de su viaje, conformando así un retrato tan cómico como genial del autor y de su lugar de nacimiento. En este volumen se añade la también carta del autor Vía Dieppe-Newhaven, donde nos narra un malogrado viaje a Londres desde París.

HENRY MILLER ( 26-12-1891 / 07-06-1980 ) Henry Miller es uno de los autores que, quizá sin proponérselo, más ha hecho por el triunfo de la libertad de expresión en la literatura y por la distinción entre los juicios morales y los juicios estéticos. Tras su paso por el City College de Nueva York y después de aceptar los empleos más diversos, en 1930 se estableció en París, donde se dedicó de lleno a la creación literaria y llevó una vida independiente y anticonvencional que lo convirtió en el ejemplo más conocido de bohemia moderna y en un modelo para la beat generation (Burroughs, Kerouac, Ginsberg...) y para autores como Bukowski o Norman Mailer. Entre su obra narrativa, donde confluyen los elementos autobiográficos, la especulación filosófica, la ternura y la obscenidad, destacan Trópico de Cáncer (1934), Trópico de Capricornio (1939), la trilogía formada por Sexus (1949), Plexus (1953) y Nexus (1960), y, entre otras, Primavera negra, Big Sur y las naranjas de El Bosco, El coloso de Marusi, Días tranquilos en Clichy y Nueva York. Ida y vuelta. Sumo interés tiene también el extenso espistolario que mantuvo con su buen amigo Lawrence Durrell, editado por Ian S. MacNiven.
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Verfügbare Formate
TaschenbuchKartoniert, Paperback
EUR14,55
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EUR7,99

Produkt

KlappentextHenry Miller llegó tarde al grupo de expatriados de los años 1920, entre los cuales escritores como Hemingway o Fitzgerald irrumpieron brillantemente en el firmamento literario. Para cuando Miller se trasladó a París, a instancias de su esposa June, América estaba entrando en la Gran Depresión y la sombra de Hitler comenzaba a moverse a través de Europa. Poco tiempo después, Miller conocía e iniciaba una larga relación con Anaïs Nin, a la que sigue hasta Nueva York en 1935. El viaje y las experiencias vividas lo llevan a escribir ese mismo año este 'Nueva York. Ida y vuelta'. Más diario que novela, y escrita desde el yo y la subjetividad propia del autor, esta obra es una larga y divertida carta que Miller dirige a su íntimo amigo Alfred Perlés, una carta llena de impresiones vivas y reflexiones escandalosas, en la que se incluye también un ameno fresco de su viaje, conformando así un retrato tan cómico como genial del autor y de su lugar de nacimiento. En este volumen se añade la también carta del autor Vía Dieppe-Newhaven, donde nos narra un malogrado viaje a Londres desde París.

HENRY MILLER ( 26-12-1891 / 07-06-1980 ) Henry Miller es uno de los autores que, quizá sin proponérselo, más ha hecho por el triunfo de la libertad de expresión en la literatura y por la distinción entre los juicios morales y los juicios estéticos. Tras su paso por el City College de Nueva York y después de aceptar los empleos más diversos, en 1930 se estableció en París, donde se dedicó de lleno a la creación literaria y llevó una vida independiente y anticonvencional que lo convirtió en el ejemplo más conocido de bohemia moderna y en un modelo para la beat generation (Burroughs, Kerouac, Ginsberg...) y para autores como Bukowski o Norman Mailer. Entre su obra narrativa, donde confluyen los elementos autobiográficos, la especulación filosófica, la ternura y la obscenidad, destacan Trópico de Cáncer (1934), Trópico de Capricornio (1939), la trilogía formada por Sexus (1949), Plexus (1953) y Nexus (1960), y, entre otras, Primavera negra, Big Sur y las naranjas de El Bosco, El coloso de Marusi, Días tranquilos en Clichy y Nueva York. Ida y vuelta. Sumo interés tiene también el extenso espistolario que mantuvo con su buen amigo Lawrence Durrell, editado por Ian S. MacNiven.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788435049641
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisDRM Adobe
FormatE101
Verlag
Erscheinungsjahr2024
Erscheinungsdatum17.07.2024
SpracheSpanisch
Dateigrösse1443 Kbytes
Artikel-Nr.16175326
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe


PREFACIO

Al lector europeo puede interesarle saber que el texto que sigue fue escrito hace unos veinte años, a consecuencia de un repentino viaje forzoso a Nueva York, de donde me había yo evadido unos años antes y que esperaba no volver a ver jamás. Pensaba que iba a permanecer allí tan sólo unas semanas, pero fueron varios meses. Durante el tiempo transcurrido desde entonces, me había instalado en París, había pasado a ser lo que se llama un «expatriado». Al pensar en lo que había sido mi vida en Nueva York, donde había nacido y me había criado, me parecía haber estado siempre expatriado. Desde luego, no había elegido nacer allí y ruego sinceramente al Cielo que no me deje morir allí.

Lo que me llama la atención al releer este curioso documento es que, por grotesca y deformada que sea la descripción de esa gran ciudad -y, por reflejo, de los Estados Unidos en conjunto-, sigue pareciéndome verdadera: más que nunca, en realidad. El acelerado ritmo de la vida americana, la acelerada mecanización, el acelerado absurdo de la existencia para todo el mundo corroboran mis predicciones más demenciales y les dan consistencia. Tengo más que nunca la sensación de que es inminente el día en que el mito que rodea a los Estados Unidos saltará por los aires.

En el texto hay un elemento sobre el cual he tenido dudas; son las agrias y aparentemente injustificables reflexiones sobre los judíos.

Yo no soy antisemita. No soy anti nada, aunque haya caricaturizado, ridiculizado, fulminado, atronado y blasfemado con el mayor gusto en la mayoría de mis escritos. Si en aquellos primeros meses del año 1934, cuando escribí esta larga carta, me mostré más excesivo y temerario en mi lenguaje, fue porque era más joven y pensaba menos en los demás. Además, la escritura de una carta incita a tirar por la borda toda clase de reserva. Cuando entregué el manuscrito a Jack Kahane, entonces propietario y director de la Obelisk Press, en París, tenía pocas esperanzas de que se publicara. Después de la publicación de Trópico de Cáncer, en modo alguno era lo que se esperaba de mí. Sólo conseguí convencerlo para que lo publicara -en una edición limitada- pagando la edición de mi bolsillo. Diez años después, fue impreso en edición no venal en los Estados Unidos. Aquella vez lo costeó otra persona. Por no sé qué razón absurda, se vendió exclusivamente bajo cuerda, por lo que ni una ni otra de esas ediciones llegó al gran público. Lo que es importante es que el lector europeo sepa sobre todo que Fred, Alf o Joey, como se lo llama en diversas ocasiones, es el primer amigo verdadero que hice en París. He hablado de nuestros primeros días juntos en varias obras: primero, en un librito titulado ¿Qué vais a hacer por Alf?; después en un capítulo titulado «Remember to Remember» («No olvides recordar») del libro del mismo título, y, además, en Días tranquilos en Clichy, texto que no se ha publicado ni se publicará nunca, a no ser que el hombre que robó el manuscrito tenga el detalle de devolvérmelo. Perlès figura también, desde luego, como uno de los personajes de Trópico de Cáncer, donde mencioné por primera vez su inclinación a escribir cartas. ¡Qué lastima que sólo se hayan publicado algunas de ellas! Eran siempre de una longitud extraordinaria, dirigidas generalmente a mujeres, y casi siempre de amor. (Una excepción, que superó magníficamente los límites, fue una epístola de elogios a la dirección del fabricante de las Sales Kruschen. Alguna alma buena debería publicarla, envolverla en celofán y colgarla en todos los retretes públicos y privados.) Las cartas que, lamentablemente, nunca veremos son las que se escribía a sí mismo: las escribía y -conviene añadir- las echaba al correo, pero eso forma parte de la historia de una soledad que precedió a nuestro encuentro en París. A él corresponde contarla algún día.

Cuando encontré a Alfred Perlès en París, la primera vez en 1930, en la terraza del Dôme, en modo alguno daba la sensación de soledad. (Para ser exactos, nos habíamos conocido en el año 1928 en el mismo sitio precisamente, pero no había llegado el momento de la amistad que iba a madurar más adelante.) El hombre que hizo su aparición al final del verano de 1930 en el Café du Dôme, que me protegió y me devolvió al buen camino como un barco desarbolado, me pareció un ser totalmente distinto del que yo había conocido dos años antes. En el momento de aquella primera estancia en París yo tenía dinero, estaba de visita por Europa, no tenía trabas y era libre. Ni siquiera había pensado en la posibilidad de escribir libros como los Trópicos. Dos años después, yo había cambiado en verdad de piel. Tras unos pocos meses, estaba en las últimas. Con la aparición de Alf en el horizonte, mi vida se enderezó. No voy a explayarme sobre el aspecto sentimental de nuestras relaciones: preparábamos mentiras uno para el otro, engañábamos y robábamos uno para el otro. Nos dirigíamos uno al otro cheques de un millón de francos (sin valor, claro está) cuando estábamos sin un céntimo, arramblábamos con pasajes de los manuscritos del uno o del otro para insertarlos en cartas de amor o utilizábamos cada uno el nombre del otro cuando no conseguíamos que aceptaran un relato o un ensayo con el nuestro. Quiero insistir sobre todo en que, desde el día en que Alfred Perlès irrumpió en mi vida, nunca conocí ni un instante de aburrimiento. Hasta 1938, creo, cuando se marchó a Londres para comenzar una nueva vida, nos vimos casi todos los días. Vivimos más de un año juntos en Clichy: uno de los períodos más felices de mi vida. Aunque, cuando me mudé a Villa Seurat, en septiembre de 1934, teníamos oficialmente vidas separadas, seguíamos igual de unidos. Si él no aparecía para el desayuno o el almuerzo, lo hacía para la cena, es decir, por lo general para el resto de la velada. Teníamos muchos amigos comunes, aunque él con frecuencia se sentía morir de aburrimiento con los míos. Tenía la singularidad de que parecía conocer tan bien mi vida pasada como si la hubiera vivido él mismo. De su propia vida, antes de su llegada a París, ni yo ni nadie parecía saber gran cosa. Lo poco que se obtenía había que arrancárselo.

Hay un detalle que debo -creo yo- mencionar. Cuando lo conocí, hablaba bastante bien el inglés, si bien con un marcado acento que no era ni francés ni alemán: probablemente vienés. Añado que conocía bastante bien la lengua para corregir de vez en cuando mi inglés relajado. Sin embargo, no había adoptado la forma de hablar americana y, como quería a toda costa hablar como un americano de nacimiento, empecé a usar un habla jergal y subida de tono que él devoraba, insaciable. Al cabo de unos meses, la usaba tan bien, que me derrotaba en mi propio campo.

Por eso, cuando empecé a escribir Nueva York. Ida y vuelta, recaí en la misma jerga directa, vulgar y mordaz a la que acostumbraba a recurrir en mis conversaciones con él e incluso, de regreso en la tierra natal y al sentir la necesidad de reaprovisionarme de la jerga original, probablemente exagerara un poco. Es que, tras una ausencia de cuatro años, no fue sólo la vista de Nueva York y la conducta de sus habitantes lo que me sorprendió, sino también -y aún más- su lengua. En Nueva York se oye el peor inglés del mundo, como confirmarán casi todos los americanos, incluidos los neoyorquinos. Además, después de haber forcejeado con el francés todos los días de mi vida en el extranjero, hablar inglés de nuevo era volver a la infancia. Incluso en los medios intelectuales, lo que yo oía me parecía destinado a los niños. El caso es que nunca he conocido -y se trata de una triste confesión en un escritor- a un americano que me encantara por su lenguaje. Me refiero a la capacidad creadora, poética, de su lengua. De regreso al país, descubrí con delicia mucho más encanto, inventiva e imaginación en la lengua del pueblo.

En cuanto a si Nueva York es en verdad o no el lugar innoble, sórdido y fantasmal que he descrito, es algo que sólo se puede elucidar viviendo en ella y ni siquiera eso basta. Hay que haber nacido en ella y, además, haber conocido la pobreza en ella, haber mendigado unas migajas, como indígena, no como emigrante. Hay que verla desde dentro y de punta a punta. He conocido a muchos americanos de nacimiento que acudieron a Nueva York «para triunfar», como se suele decir, y a los que pareció encantadora, apasionante, embriagadora. Desde luego, no hay una ciudad de los Estados Unidos -ni tal vez del mundo- que se le parezca, pero para mí sigue siendo lo que siempre ha sido: el último lugar de la Tierra con el cual quiero tener algo que ver. Que se queden en ella quienes lo deseen, que suelten gilipolleces de admiración quienes lo deseen, pero, ¡que no me pidan mi asentimiento!

Cuando volví de Grecia a Nueva York en 1940, fue como si hubiera quedado borrada de un plumazo toda la felicidad que había conocido jamás. Nunca habría creído que fuese posible pasar -o empezar de nuevo a pasar- días tan tristes, tan desolados, tan deprimentes. Me había precipitado de las cumbres a los abismos, más sombríos que los que había conocido en mi juventud. Cuando por fin conseguí librarme de ellos, tarea difícil, ya que mi padre estaba muriéndose, cuando por fin partí a echar un vistazo al resto del país, descubrí que los Estados Unidos en conjunto eran una pesadilla, «una pesadilla de aire acondicionado».

Pero no concluyamos con acritud. La recompensa de la vida en el desierto es la de que, más que en...
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