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El destino de los caballos blancos

E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
264 Seiten
Spanisch
Siruelaerschienen am13.11.20131. Auflage
Sirviéndose, como línea argumental, de la historia de los caballos de raza lipizana, Frank Westerman recorre la historia contemporánea de la Europa del siglo XX en este brillante y original ensayo, que se lee como una novela. Siguiendo el árbol genealógico y las vicisitudes de las yeguadas imperiales, el autor-narrador reconstruye la historia de cuatro generaciones de purasangres y de cómo consiguieron sobrevivir a las guerras napoleónicas, la caída del Imperio austrohúngaro, las dos guerras mundiales, los delirantes experimentos para mejorar las razas proyectados por Hitler, Stalin y Ceaucescu y las terribles condiciones que soportaron durante la guerra de los Balcanes. El lector es conducido, a través de Europa, desde los establos imperiales del pasado hasta los controvertidos laboratorios genéticos de hoy día.

Durante los últimos cinco años, Frank Westerman (1964) vivió y trabajó en Moscú como escritor y periodista. Su libro anterior, De Graanrepubliek, fue galardonado con el Premio Dr. Lou de Jong de historia contemporánea. Ha obtenido numerosos galardones por sus obras Ingenieros del alma y El Negro y yo. Ararat ha sido nominado para el premio neerlandés de literatura AKO en el 2007.
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Verfügbare Formate
TaschenbuchKartoniert, Paperback
EUR34,18
E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
EUR9,99

Produkt

KlappentextSirviéndose, como línea argumental, de la historia de los caballos de raza lipizana, Frank Westerman recorre la historia contemporánea de la Europa del siglo XX en este brillante y original ensayo, que se lee como una novela. Siguiendo el árbol genealógico y las vicisitudes de las yeguadas imperiales, el autor-narrador reconstruye la historia de cuatro generaciones de purasangres y de cómo consiguieron sobrevivir a las guerras napoleónicas, la caída del Imperio austrohúngaro, las dos guerras mundiales, los delirantes experimentos para mejorar las razas proyectados por Hitler, Stalin y Ceaucescu y las terribles condiciones que soportaron durante la guerra de los Balcanes. El lector es conducido, a través de Europa, desde los establos imperiales del pasado hasta los controvertidos laboratorios genéticos de hoy día.

Durante los últimos cinco años, Frank Westerman (1964) vivió y trabajó en Moscú como escritor y periodista. Su libro anterior, De Graanrepubliek, fue galardonado con el Premio Dr. Lou de Jong de historia contemporánea. Ha obtenido numerosos galardones por sus obras Ingenieros del alma y El Negro y yo. Ararat ha sido nominado para el premio neerlandés de literatura AKO en el 2007.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788415937463
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisDRM Adobe
FormatE101
Verlag
Erscheinungsjahr2013
Erscheinungsdatum13.11.2013
Auflage1. Auflage
Reihen-Nr.74
Seiten264 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse2095 Kbytes
Artikel-Nr.2985539
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe

Prólogo

Para mis hermanos y para mí la guerra transcurrió en paz. En verano no pasaba ni un solo día sin que montáramos a caballo siguiendo el curso del río. Mi padre estaba al frente de una parada de sementales en el sur de Polonia. Tenía a su cargo más de un centenar de animales de raza, los más nobles del Reich. Cada primavera acudían a padrear a la yeguada y en julio volvían con nosotros. Entre ellos había dos esbeltos purasangres ingleses, dos lipizanos de la Escuela Española de Equitación de Viena, cinco bereberes confiscados en Francia, un puñado de árabes tanto cruzados como puros, además de varias bestias de tiro de la raza noric y obedientes huzules, que aprendí a cabalgar con 5 años.

Nosotros vivíamos en Schloss Ochab, una mansión enlucida de blanco que hacía de residencia oficial. Las instalaciones de la parada de sementales de Draschendorf, situadas al otro lado del Vístula, ofrecían cobijo a los talabarteros, los guardianes y los palafreneros polacos, de los cuales los más jóvenes se alojaban en el henar encima de las cuadras. Auschwitz se encontraba a 35 kilómetros río abajo. De niños ignorábamos qué significaba Konzentrationslager, campo de concentración. La palabra nos resultaba tan difícil que acostumbrábamos a sustituirla por Konzertlager, campo de concierto.

En vísperas de Navidad solíamos escoger un cerdo bien cebado para luego sacrificarlo. «¡Adiós, Churchill!», exclamaba mi padre mientras le cortaba el pescuezo. Entre tanto yo daba saltos de entusiasmo, si bien no tenía ni idea de quién pudiera ser aquel hombre. El carnicero nos preparaba embutidos y rollos de carne que nos duraban meses. En Nochebuena mi madre entonaba cánticos del cancionero evangélico, acompañándose a sí misma al piano. Mi padre tocaba el violonchelo. Recibía clases de una chelista a la que hacía venir expresamente desde Viena y hacia la cual sentíamos una gran admiración, pues era la única persona que osaba llevarle la contraria.

Mi padre se mostraba duro y severo con sus subalternos, y también con nosotros. Aunque jamás llegó a azotarnos con el cinturón no dudaba en propinarnos bofetadas. Cada cierto tiempo obligaba a los mozos solteros a formar en fila y bajarse los pantalones ante el veterinario, llamado a averiguar si padecían alguna enfermedad venérea.

En el verano de 1944 mi padre mandó instalar una sirena en el tejado de Schloss Ochab e instauró una ronda de vigilancia nocturna para que pudiéramos dormir tranquilos. Comencé a soñar con los rusos: que conseguían apresarnos o capturar los caballos. Teníamos conocimiento de que se acercaban deprisa. Ya habían rechazado a nuestros soldados desde el Volga hasta bastante más allá del Dniéper. Sin embargo, se nos garantizaba que serían detenidos en el Vístula. Nuestra casa se ubicaba en la orilla segura del río, pero la parada de sementales estaba en la ribera oriental. Había que evitar a toda costa que los animales cayeran en manos del Ejército Rojo.

Mi padre empezó a llevar a cabo simulacros de emergencia. Cada vez que hacía sonar de forma inesperada la sirena, todos se apresuraban a ensillar la mitad de las monturas y uncir la otra mitad a los carros y carruajes de la cochera. Avena y heno, cuerdas, aparejos, las herramientas del herrero y del veterinario... Lo cargaban y lo ataban todo. En menos de tres horas se apostaba en la carretera una columna de personas y caballerías. Durante una de esas demostraciones, en presencia de una visita importante, mi padre hasta dio orden de marcha. En lugar de enviar al cortejo por el puente lo mandó directo al Vístula, obligando a todos a vadear el río y encaramarse a la colina situada en la margen opuesta.

«Por si el enemigo nos deja sin puentes», nos explicó por la noche.

El 7 de agosto de 1944, el primer enjambre de cazas rusos surcó el cielo. Salí corriendo. Desde debajo de un haya contemplé cómo pasaban los aviones. El estruendo hacía vibrar el aire. Eran tantos que el ambiente se fue oscureciendo en plena luz del día. De entre los cientos de aparatos que nos sobrevolaban había uno cuya bodega de pronto se abrió. El proyectil impactó detrás de nuestra casa, junto a las cuadras privadas, donde se alojaban las bestias de tiro así como Hildach, el caballo de silla de mi padre. Me preparé para encajar el golpe, pero no llegó a producirse. Al acercarnos hallamos un depósito de combustible con capacidad para quinientos litros. La gasolina se había desparramado formando unos charcos fangosos. «Una bomba incendiaria», observó mi padre, «destinada para nosotros».

Yo tenía 9 años. En ese momento supe que no nos libraríamos de la guerra.

Nos enseñaron a disparar a mi hermana -dos años mayor que yo- y a mí. «¡Beate! ¡Venga, compórtate como la hija de un soldado!», le gritaban cuando algo le infundía miedo o le resultaba difícil. Ignorábamos que mi padre llevaba semanas tratando de que sus superiores le dieran permiso para retirar los caballos más allá del Óder. Se lo negaron, reacios a mostrar semejante señal de debilidad. Nadie debía saber que el Reich estaba a punto de derrumbarse, de manera que todo siguió como siempre. En la primera semana de 1945 se ultimaron los preparativos para la nueva campaña de cubrición. El 16 de enero celebramos el séptimo cumpleaños de mi hermana Heidi. Vino una amiga suya a casa y todo el mundo estaba alegre. A la mañana siguiente, mi padre recibió una llamada de un teniente coronel. «¡Marchaos de inmediato!», rezaba la orden. Aquella noche los rusos habían cruzado el Vístula y amenazaban con romper las líneas defensivas.

Mi madre se puso a hacer maletas. A mis hermanas Beate y Heidi y a mí nos mandó embalar nuestros cuadernos escolares y un juguete cada uno. Después se sentó a la mesa de la cocina y untó una enorme pila de emparedados. Heidi y yo saldríamos primero, acompañados de un cabo mayor. El cochero ya nos estaba esperando en el trineo para conducirnos a la estación. Aún era de noche y no había más luz que el tenue brillo de la nieve. Me daba la impresión de que el paisaje nos decía adiós. El tren tardó tres cuartos de hora en llegar y, después de hacer cinco transbordos, alcanzamos nuestro refugio al otro lado del Óder, ya no en Polonia, sino en Checoslovaquia.

A altas horas de la noche, nuestro chófer llegó con mi madre, Beate y los dos pequeños en el automóvil oficial. Mi padre venía en coche de caballos. Los soldados y los palafreneros recorrieron el trayecto en cinco días y cinco noches, a -20 ºC. Quien viajaba a lomos de una caballería llevaba otra montura de la mano. Cada hora los jinetes se veían obligados a caminar un buen rato para no congelarse.

Nos instalamos en la finca de una baronesa con suficiente espacio para alojar los caballos. Me creía a salvo, entre otras razones porque el Óder es más profundo que el Vístula. Sin embargo, a primeros de febrero mi madre cayó enferma: sufría un dolor punzante en el bajo vientre. Mi padre la acercó en el coche de servicio al hospital de Olmütz, donde la ingresaron enseguida. Cada dos días, mi padre acudía a verla con uno de sus hijos. Heidi fue la primera en acompañarlo. A la vuelta nos contó que mi madre estaba muy pálida y que tenía las mejillas hundidas. El 15 de febrero fue mi turno. Frau Hartwig, que era quien cuidaba a la paciente, nos estaba aguardando en la entrada. Mi padre se apeó y se dirigió a ella con paso tembloroso. Supe de inmediato que a mamá le había pasado algo. La espera se me hizo eterna, sentado en aquel coche helado. De repente, mi padre se giró hacia mí. «¡Friedel! Mamá ha muerto», me dijo.

Entramos en el hospital, nos apresuramos por los pasillos de alto techo, escaleras arriba. En cuanto divisé el rostro de mi madre, no pude contenerme por más tiempo. Frau Hartwig y las demás enfermeras trataron de consolarme en vano. Hasta que mi padre elevó su voz de comandante. A su juicio, el llanto no era digno de un militar; nos lo tenía prohibido desde pequeños.

Al día siguiente incineramos a mi madre en el cementerio de Olmütz y depositamos sus cenizas en una urna de cobre. Por desgracia, no pudimos entonar su canción favorita, Befiehl du deine Wege, pues el organista no disponía de la partitura. Terminada la ceremonia, mi padre nos encareció a Beate y a mí que en adelante nos armáramos de coraje al ser los mayores. Según nos explicó, habríamos de afrontar más momentos difíciles. No nos atrevimos a preguntar a qué momentos se refería. Aun así ambos presentimos que en ese instante nuestro padre compartía con nosotros algo importante del mundo de los adultos, y eso nos bastó para sentir que habíamos crecido de repente.

Al poco tiempo de mi décimo cumpleaños, él se marchó. Había recibido orden de transportar el mayor número posible de caballos por ferrocarril a Dresde, donde intentaría pasarlos al otro lado del Elba. Tan pronto como lograra su propósito, vendría a buscarnos a nosotros y a los quince sementales que no podría llevar consigo en su primer viaje. Mientras tanto, nosotros formaríamos la retaguardia de la parada de caballos de Draschendorf, bajo el mando del sargento Wiszik. Mi padre partió un Sábado Santo y no volvimos a verlo nunca más. Nos despedimos con prisas, porque había que aprovechar la súbita disponibilidad de unos vagones para ganado.

Esperamos todo el mes de abril a que mi padre regresara. Cada día nos llegaban rumores nuevos sobre los rusos. Mientras la vanguardia del Ejército Rojo avanzaba con paso firme hacia Berlín, mucho más al norte de donde nos hallábamos, desde atrás se nos...

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