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Tiene la sonrisa de su madre

E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
700 Seiten
Spanisch
Capitán Swing Libroserschienen am20.02.20231. Auflage
Charles Darwin desempeñó un papel crucial a la hora de convertir la herencia en una cuestión científica y, sin embargo, fracasó estrepitosamente a la hora de responderla. El nacimiento de la genética, a principios del siglo XX, pareció hacer precisamente eso. Poco a poco la gente tradujo sus antiguas nociones sobre la herencia a un lenguaje de genes. A medida que la tecnología para el estudio de los genes se abarató, millones de personas pidieron pruebas genéticas para relacionarse con padres desaparecidos, con antepasados lejanos, con identidades étnicas... Pero, escribe Zimmer, 'cada uno de nosotros es portador de una amalgama de fragmentos de ADN, cosidos a partir de algunos de nuestros muchos antepasados. Cada pieza tiene su propia ascendencia, recorriendo un camino diferente a través de la historia de la humanidad. Un fragmento concreto puede ser a veces motivo de preocupación, pero la mayor parte de nuestro ADN influye en lo que somos -nuestro aspecto, nuestra estatura, nuestras inclinaciones- de maneras inconcebiblemente sutiles'.   La herencia no se limita a los genes que pasan de padres a hijos. La herencia continúa dentro de nuestro propio cuerpo, ya que una sola célula da lugar a trillones de células que conforman nuestro cuerpo. Decimos que heredamos los genes de nuestros antepasados -utilizando una palabra que antaño se refería a reinos y haciendas-, pero heredamos otras cosas que importan tanto o más para nuestras vidas, desde los microbios hasta las tecnologías que utilizamos para hacer la vida más cómoda. Necesitamos una nueva definición de lo que es la herencia y, a través de la lúcida exposición y narración de Carl Zimmer, este resonante tour de force nos la proporciona.  Entrelazando investigaciones científicas históricas y actuales, su propia experiencia con sus dos hijas y el tipo de reportaje original que se espera de uno de los mejores periodistas científicos del mundo, Zimmer acaba por desentrañar los urgentes dilemas bioéticos que surgen de las nuevas tecnologías biomédicas, pero también las antiguas presunciones sobre quiénes somos realmente y qué podemos transmitir a las generaciones futuras.

Carl Zimmer, nacido en 1966, es uno de los divulgadores científicos más importantes de la actualidad. Empezó escribiendo sobre ciencia en la revista Discover, donde trabajó entre 1994 y 1998. Desde entonces ha escrito 13 libros sobre biología, medicina y neurociencia. De todos ellos, Parásitos: El extraño mundo de las criaturas más peligrosas de la naturaleza es el primero que se traduce al castellano. Publicado originalmente en el año 2000 con el título de Parasite Rex, según Los Ángeles Times, se trata de «un libro capaz de transformar la forma en que vemos el mundo».
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Verfügbare Formate
TaschenbuchKartoniert, Paperback
EUR41,96
E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
EUR13,99

Produkt

KlappentextCharles Darwin desempeñó un papel crucial a la hora de convertir la herencia en una cuestión científica y, sin embargo, fracasó estrepitosamente a la hora de responderla. El nacimiento de la genética, a principios del siglo XX, pareció hacer precisamente eso. Poco a poco la gente tradujo sus antiguas nociones sobre la herencia a un lenguaje de genes. A medida que la tecnología para el estudio de los genes se abarató, millones de personas pidieron pruebas genéticas para relacionarse con padres desaparecidos, con antepasados lejanos, con identidades étnicas... Pero, escribe Zimmer, 'cada uno de nosotros es portador de una amalgama de fragmentos de ADN, cosidos a partir de algunos de nuestros muchos antepasados. Cada pieza tiene su propia ascendencia, recorriendo un camino diferente a través de la historia de la humanidad. Un fragmento concreto puede ser a veces motivo de preocupación, pero la mayor parte de nuestro ADN influye en lo que somos -nuestro aspecto, nuestra estatura, nuestras inclinaciones- de maneras inconcebiblemente sutiles'.   La herencia no se limita a los genes que pasan de padres a hijos. La herencia continúa dentro de nuestro propio cuerpo, ya que una sola célula da lugar a trillones de células que conforman nuestro cuerpo. Decimos que heredamos los genes de nuestros antepasados -utilizando una palabra que antaño se refería a reinos y haciendas-, pero heredamos otras cosas que importan tanto o más para nuestras vidas, desde los microbios hasta las tecnologías que utilizamos para hacer la vida más cómoda. Necesitamos una nueva definición de lo que es la herencia y, a través de la lúcida exposición y narración de Carl Zimmer, este resonante tour de force nos la proporciona.  Entrelazando investigaciones científicas históricas y actuales, su propia experiencia con sus dos hijas y el tipo de reportaje original que se espera de uno de los mejores periodistas científicos del mundo, Zimmer acaba por desentrañar los urgentes dilemas bioéticos que surgen de las nuevas tecnologías biomédicas, pero también las antiguas presunciones sobre quiénes somos realmente y qué podemos transmitir a las generaciones futuras.

Carl Zimmer, nacido en 1966, es uno de los divulgadores científicos más importantes de la actualidad. Empezó escribiendo sobre ciencia en la revista Discover, donde trabajó entre 1994 y 1998. Desde entonces ha escrito 13 libros sobre biología, medicina y neurociencia. De todos ellos, Parásitos: El extraño mundo de las criaturas más peligrosas de la naturaleza es el primero que se traduce al castellano. Publicado originalmente en el año 2000 con el título de Parasite Rex, según Los Ángeles Times, se trata de «un libro capaz de transformar la forma en que vemos el mundo».
Details
Weitere ISBN/GTIN9788412613063
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisePub Wasserzeichen
FormatE101
Erscheinungsjahr2023
Erscheinungsdatum20.02.2023
Auflage1. Auflage
ReiheEnsayo
Seiten700 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse1509 Kbytes
Artikel-Nr.11099951
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe



Prólogo

Los peores sustos de mi vida me los he llevado en lugares desconocidos. Todavía me invade el pánico cuando recuerdo el viaje a la selva de Sumatra en el que descubrí que mi hermano Ben tenía el dengue. Me falta el aire cada vez que pienso en esa noche en Buyumbura en la que un amigo y yo fuimos asaltados. Se me siguen encogiendo los dedos al acordarme de ese paleontólogo loco por los fósiles que me llevó al resbaladizo borde musgoso de un acantilado de Terranova donde escalamos en busca de restos de vida precámbrica. Pero el mayor sobresalto, el que hizo que el mundo me resultara súbitamente ajeno, me sobrevino estando sentado junto a mi mujer Grace en la cómoda consulta de una obstetra.

Grace estaba embarazada de nuestra primera hija y la obstetra insistía en que nos reuniéramos con un asesor genético. No veíamos el motivo. No nos preocupaba fantasear con el futuro, dondequiera que acabáramos. Sabíamos que Grace tenía un segundo latido en su interior, uno sano, y eso nos bastaba. Ni siquiera queríamos saber si el bebé era niña o niño. Nos limitábamos a debatir los nombres divididos en dos columnas: Liam o Henry, Charlotte o Catherine.

Aun así, nuestra médica insistió, por lo que una tarde fuimos a una consulta en el bajo Manhattan, donde nos encontramos frente a una mujer de mediana edad, quizá diez años mayor que nosotros. Era alegre, directa y hablaba de la salud de nuestra futura hija más allá de lo que pudiera decirnos el latido de su corazón. Fuimos educadamente fríos, intentando terminar con la visita lo antes posible.

Ya habíamos hablado entre nosotros sobre los riesgos a los que nos enfrentábamos al formar una familia a los treinta años, de cómo crecían las probabilidades de que nuestros hijos tuvieran síndrome de Down. Acordamos que encararíamos cualquier reto que le surgiera a nuestra hija. En ese momento me sentí orgulloso de mi compromiso. Pero ahora, cuando miro atrás y recuerdo a mi yo más joven, no me siento tan convencido. En aquel momento no sabía nada de lo que significa realmente criar a un niño con síndrome de Down. Unos años más tarde, conocí a algunos padres que estaban haciendo precisamente eso y pude ver cómo era una vida así: las operaciones de corazón, la lucha por enseñar a los niños a comportarse con personas ajenas a la familia y la preocupación por el futuro del niño una vez que los padres hayan fallecido.

Pero ese día, al sentarnos frente a nuestra consejera en genética, yo seguía alegre y confiado. Ella se dio cuenta de que no teníamos ningunas ganas de estar allí, pero se las arregló para mantener animada la conversación. Dijo que el síndrome de Down no era lo único en lo que debían pensar los futuros padres. Era posible que los dos fuéramos portadores de variaciones genéticas que podríamos transmitir a nuestro hijo, causando otros trastornos. Sacó un papel y dibujó un árbol genealógico para mostrarnos cómo se heredan los genes.

«No hace falta que nos explique todo eso», le aseguré. Después de todo, me ganaba la vida escribiendo sobre temas parecidos. No necesitaba un sermón de instituto.

«Bueno, déjame preguntarte un poco sobre tu familia», respondió.

Era el año 2001. Unos meses antes, dos genetistas habían acudido a la Casa Blanca para anunciar junto al presidente Bill Clinton lo siguiente: «Estamos aquí para celebrar la finalización del primer estudio de todo el genoma humano -dijo Clinton-. Sin duda, se trata del mapa más importante y maravilloso[1] jamás elaborado por la humanidad».

El «genoma humano completo» que Clinton pregonaba no procedía de una única persona de la Tierra, sino que era un borrador lleno de errores, un collage de material genético reconstruido a partir de una mezcla de personas[2] que había costado 3.000 millones de dólares. Sin embargo, por tosco que fuera, su terminación fue un hito en la historia de la ciencia. Un mapa aproximado es mucho mejor que no tener nada. Los científicos empezaron a comparar el genoma humano con los de otras especies, para saber cómo evolucionamos a nivel molecular a partir de ancestros comunes. Pudieron examinar los veinte mil genes que codifican las proteínas humanas, uno por uno, para saber cómo contribuyeron a conformar un humano y cómo hacen que nos enfermemos.

En 2001, Grace y yo no albergábamos ninguna esperanza de ver el genoma de nuestra hija, de examinar con detalle cómo nuestro ADN se combinaba formando una nueva persona. Más nos habría valido soñar con comprar un cohete para ir a la Luna. En cambio, nuestra asesora genética realizó una especie de secuenciación verbal del genoma. Nos preguntó por nuestras familias. Las historias que le contábamos le daban pistas de si había mutaciones agazapadas en nuestros cromosomas que podrían transformarse en potenciales peligros para nuestra hija.

La historia de Grace fue rápida: irlandesa hasta la médula. Sus antepasados habían llegado a Estados Unidos a principios del siglo XX, procedentes de Galway por un lado y de Kerry y Derry por otro. Mi historia, hasta donde yo sabía, era un embrollo. Mi padre era judío y su familia había llegado de Europa del Este a finales del siglo XIX. Como el apellido Zimmer era alemán, supuse que él también debía de tener alguna ascendencia alemana. La familia de mi madre era mayoritariamente inglesa, mezclada con algo de alemán y posiblemente de irlandés, aunque una extraña historia familiar se transmitió de generación en generación diciendo que nuestro antepasado que decía ser irlandés era en realidad galés, aunque nadie quería admitirlo. «Oh, definitivamente alguien por parte de madre de la familia había llegado en el Mayflower», añadí. Tenía la impresión de que se había caído del barco y había tenido que ser rescatado en el Atlántico.

A medida que hablaba podía sentir que mi petulancia iba disipándose. ¿Qué conocía realmente de las personas que me habían precedido? Apenas podía recordar sus nombres. ¿Cómo iba a saber siquiera algo sobre lo que había heredado de ellos?

Nuestra asesora nos explicó que mi ascendencia judía podía aumentar la posibilidad de padecer la enfermedad de Tay-Sachs, un trastorno que destruye los nervios y que se produce al heredar dos copias mutantes de un gen llamado HEXA. El hecho de que mi madre no fuera judía reducía las probabilidades de que yo tuviera la mutación, e incluso si la tuviera, la ascendencia irlandesa de Grace probablemente significaba que no teníamos nada de lo que preocuparnos.

Cuanto más hablábamos de nuestros genes, más ajenos me parecían. Mis mutaciones parpadeaban en mi ADN como luces rojas de advertencia. Quizá una de las luces estaba en una copia de mi gen HEXA;[3] tal vez tenía otras en los genes a los que la ciencia todavía no había puesto nombre, pero que podrían causar estragos en nuestra hija. Me había convertido en un transmisor de la herencia, permitiendo que el pasado biológico se abriera paso hacia el futuro. Y, sin embargo, no tenía ni idea de lo que estaba transmitiendo.

Nuestra consejera seguía tratando de encontrar alguna pista. ¿Algún pariente murió de cáncer? ¿De qué tipo? ¿Qué edad tenían? ¿Alguien tuvo un derrame cerebral? Intenté construir un pedigrí médico para ella, pero todo lo que podía recordar eran historias de segunda mano. Recordé a William Zimmer, el padre de mi padre, que murió a los cuarenta años de un ataque al corazónâ¦, creo que fue un ataque al corazón. Pero ¿no mencionó una vez un viejo primo algo sobre exceso de trabajo y desesperación? Su mujer, mi abuela, murió de algún tipo de cáncer, de eso estaba seguro. ¿Fueron los ovarios o los ganglios linfáticos? Murió años antes de que yo naciera y, ya de niño, nadie quiso agobiarme con los detalles oncológicos.

¿Cómo podía permitirse que alguien como yo, con tan poco conocimiento de su propia herencia, tuviera un hijo? Fue entonces cuando, presa del pánico, recordé a un tío al que nunca había conocido. Ni siquiera supe que existía hasta la adolescencia. Un día mi madre me habló de su hermano Harry, de cómo visitaba su cuna cada mañana para saludarlo, hasta que un día la cuna estaba vacía.

La historia me dejó boquiabierto, indignado. No fue hasta mucho después cuando supe que los médicos de los años cincuenta ordenaban a los padres que internaran a niños como Harry en un hospicio y siguieran adelante con sus vidas. No comprendía esa incómoda vergüenza que había convertido a esos niños en seres aún más invisibles.

Intenté describir al tío Harry a nuestra experta en genética, pero era como dibujar un fantasma. Mientras hablaba, me convencí de que nuestra hija estaba en peligro. Lo que Harry había heredado de nuestros antepasados había viajado silenciosamente en mí y de mí a mi hija, en la que causaría algún tipo de desastre.

La asesora no parecía preocupada, lo cual me incomodó. Me preguntó si sabía algo sobre la enfermedad de Harry y si tenía el síndrome X frágil. ¿Cómo eran sus manos y sus pies?

No podía darle ninguna respuesta. Nunca lo conocí. Ni siquiera había intentado localizarlo. Supongo que me daba miedo que me mirara como lo habría hecho con cualquier extraño. Puede que compartiéramos algo de ADN, pero ¿compartíamos algo realmente importante?

«Bueno -dijo tranquilamente la experta-, la fragilidad X se lleva en el cromosoma X. Así que no hay nada de que preocuparse». Su tranquilidad me pareció ahora...

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Autor

Carl Zimmer, nacido en 1966, es uno de los divulgadores científicos más importantes de la actualidad. Empezó escribiendo sobre ciencia en la revista Discover, donde trabajó entre 1994 y 1998. Desde entonces ha escrito 13 libros sobre biología, medicina y neurociencia. De todos ellos, Parásitos: El extraño mundo de las criaturas más peligrosas de la naturaleza es el primero que se traduce al castellano. Publicado originalmente en el año 2000 con el título de Parasite Rex, según Los Ángeles Times, se trata de «un libro capaz de transformar la forma en que vemos el mundo».