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Heridas bajo la lluvia

E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
248 Seiten
Spanisch
Rey Learerschienen am01.05.20111 (NED)
Dos años antes de su muerte, Stephen Crane viajó como corresponsal de prensa norteamericano a la Guerra de Cuba que enfrentó a España contra Estados Unidos. Fruto de esa experiencia escribió Heridas bajo la lluvia, que hasta ahora jamás había sido traducida ni publicada en español. Famoso mundialmente por la novela El rojo emblema del valor, donde por primera vez relató con lenguaje preciso y directo los horrores de la violencia bélica, Crane retoma en Heridas bajo la lluvia el mismo asunto e indaga en la condición humana, sometida en las trincheras a la presión de la miseria, el hambre y el miedo. La agilidad de sus diálogos, su capacidad para crear personajes creíbles y cercanos al lector, la potencia de sus imágenes literarias y su ironía ofrecen una visión sorprendente de la Guerra de Cuba por su crudeza y modernidad. Este relato, ambientado en paisajes como la bahía de La Habana, Guantánamo o la colina de San Juan, describe la vida cotidiana de soldados y periodistas, incapaces de comprender realmente los motivos por los que se enfrentan a la muerte.

Stephen Crane (Newark, 1871 - Bandeweiler, 1900) El norteamericano Stephen Crane logró en tan sólo 28 años el reconocimiento literario de escritores como Joseph Conrad, Ford Madox Ford, Henry James o H. G. Wells. Con su primera novela, Maggie, una chica de la calle (1893), introduce en Estados Unidos el naturalismo narrativo, pero será La roja insignia del valor (1895), ambientada en la guerra civil de su país, la que le convierta en un autor de culto, cuya influencia se percibe en futuras generaciones literarias. John Dos Passos, William Faulkner, Ernest Hemingway, Kurt Vonnegut o Norman Mailer encontraron en el poderoso antibelicismo de La roja insignia del valor un modelo para analizar las contradiciones humanas que surgen ante la violencia y una reflexión moral sobre la degradación humana inherente a los ejércitos en armas. En 1897 fija su residencia en Inglaterra. Desde allí viajará, como corresponsal de prensa, a la guerra greco-turca y a la que enfrentó en Cuba a España y Estados Unidos en 1898. Stephen Crane murió en 1900 en un sanatorio de la ciudad alemana de Badenweiler, donde había ingresado enfermo de tuberculosis.
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Produkt

KlappentextDos años antes de su muerte, Stephen Crane viajó como corresponsal de prensa norteamericano a la Guerra de Cuba que enfrentó a España contra Estados Unidos. Fruto de esa experiencia escribió Heridas bajo la lluvia, que hasta ahora jamás había sido traducida ni publicada en español. Famoso mundialmente por la novela El rojo emblema del valor, donde por primera vez relató con lenguaje preciso y directo los horrores de la violencia bélica, Crane retoma en Heridas bajo la lluvia el mismo asunto e indaga en la condición humana, sometida en las trincheras a la presión de la miseria, el hambre y el miedo. La agilidad de sus diálogos, su capacidad para crear personajes creíbles y cercanos al lector, la potencia de sus imágenes literarias y su ironía ofrecen una visión sorprendente de la Guerra de Cuba por su crudeza y modernidad. Este relato, ambientado en paisajes como la bahía de La Habana, Guantánamo o la colina de San Juan, describe la vida cotidiana de soldados y periodistas, incapaces de comprender realmente los motivos por los que se enfrentan a la muerte.

Stephen Crane (Newark, 1871 - Bandeweiler, 1900) El norteamericano Stephen Crane logró en tan sólo 28 años el reconocimiento literario de escritores como Joseph Conrad, Ford Madox Ford, Henry James o H. G. Wells. Con su primera novela, Maggie, una chica de la calle (1893), introduce en Estados Unidos el naturalismo narrativo, pero será La roja insignia del valor (1895), ambientada en la guerra civil de su país, la que le convierta en un autor de culto, cuya influencia se percibe en futuras generaciones literarias. John Dos Passos, William Faulkner, Ernest Hemingway, Kurt Vonnegut o Norman Mailer encontraron en el poderoso antibelicismo de La roja insignia del valor un modelo para analizar las contradiciones humanas que surgen ante la violencia y una reflexión moral sobre la degradación humana inherente a los ejércitos en armas. En 1897 fija su residencia en Inglaterra. Desde allí viajará, como corresponsal de prensa, a la guerra greco-turca y a la que enfrentó en Cuba a España y Estados Unidos en 1898. Stephen Crane murió en 1900 en un sanatorio de la ciudad alemana de Badenweiler, donde había ingresado enfermo de tuberculosis.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788492403714
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisDRM Adobe
FormatE101
Verlag
Erscheinungsjahr2011
Erscheinungsdatum01.05.2011
Auflage1 (NED)
Reihen-Nr.1
Seiten248 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse986 Kbytes
Artikel-Nr.3089397
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe

EL PRECIO DEL ARNÉS

I

VEINTICINCO HOMBRES construían una carretera en lo alto de la ladera, a partir de un sendero. Las baterías ligeras de la retaguardia estaban impacientes por avanzar, pero primero era necesario realizar todas esas tareas de excavación y allanamiento que en la guerra no se premian con medallas. Los hombres trabajaban como jardineros y la carretera crecía sobre una antigua senda para animales de carga. Los árboles se arqueaban desde un campo de hierba de guinea, que recordaba al maíz joven y salvaje. El día era tranquilo y seco. Los trabajadores vestían con el habitual uniforme azul de los regulares de Estados Unidos. Pese al calor y al trabajo parecían indiferentes, casi imperturbables. Hablaban poco. De vez en cuando una reata del gobierno, encabezada por una débil y zalamera yegua con un cencerro, llegaba desde una u otra dirección y los hombres se apartaban hacia un lado mientras los animales fuertes, duros, negros y tostados se agolpaban impacientes detrás de su pequeña y singular líder.

Apareció en mitad de la labor un oficial voluntario del Estado Mayor y, sentado en su caballo, le hizo al sargento al mando algunas preguntas aparentemente irrelevantes desde el punto de vista militar.

Desperdigados en sus tareas, los hombres soltaron casi invariablemente alguna broma a medida que eran formuladas las preguntas.

Un cabo y cuatro soldados custodiaban las cajas de munición extra en lo alto de la colina, y uno de ellos a menudo bajaba a los pies de esa elevación, haciendo bailar las cantimploras.

El día dejaba paso al crepúsculo cubano, donde todas las sombras son torvas y de aspecto fantasmal. Los hombres comenzaron a levantar los ojos de los picos y las palas y a mirar en dirección al campamento. El sol arrojó un último destello sobre el follaje. La escarpada cordillera del Este se volvió azul y sin matices, como un telón. Al frente, un pequeño rubí de luz evidenciaba que la guarnición responsable de la munición estaba cocinando su cena. Desde algún lugar llegó un disparo de rifle. Aparecieron figuras oscuras entre las sombras de los árboles. Un murmullo, un suspiro de alivio contenido emergió desde el grupo de trabajadores. Más tarde remontaron la colina en formación irregular, pero siempre como soldados, incapaces siquiera de acarrear la pala con un estilo que no delatase su condición de regulares de Estados Unidos. Mientras atravesaban algunos campos, la luz suave y blanca del final del día acariciaba los perfiles duros, broncíneos.

-Me gustaría saber si tendremos algo para comer -dijo Watkins en voz baja.

-Eso espero -añadió Nolan en el mismo tono. No parecían impacientes; evidenciaban cierto temor ante la situación.

El sargento se dio la vuelta. Se podía ver el destello de su mirada fría y gris bajo el ala del sombrero de campaña. «¿De qué demonios habláis vosotros dos?», preguntó. No respondieron, entendían que estaban siendo reprendidos.

Mientras avanzaban, un murmullo surgió a ambos lados desde la hierba alta. Era el ruido del campamento de diez mil hombres, aunque desde el sendero apenas podía verse nada. El sargento condujo a su grupo por un terraplén arcilloso y húmedo hasta un campo pisoteado. Aquí se desperdigaban tiendas de campaña diminutas y blancas, que en la oscuridad eran luminosas, como las lápidas en un cementerio. Algunas hogueras ardían en color rojo sangre y las siluetas oscuras de los hombres se movían sin matices, como follaje oscilando en una noche de viento.

El grupo de trabajo continuó su camino hasta donde tenían instaladas sus tiendas. De pronto, un hombre blasfemó; había perdido algo y sabía que esa noche no lo encontraría. Watkins habló de nuevo, con la monotonía de un reloj.

-Me pregunto si tendremos algo de comer.

Martin, pensativo, mirando las estrellas, comenzaba una disertación.

-Estos españoles…

-¡Oh, no empieces! -gritó Nolan- ¿Qué narices sabes tú de los españoles, cabeza de chorlito? Mejor ocúpate de tu estómago, puerco idiota, y de si vas a meterle dentro hierba o mierda.

Una carcajada, una especie de gruñido profundo, surgió entre los hombres postrados. Mientras tanto, el sargento había reaparecido y estaba de pie, junto a ellos. «Esta noche no hay raciones», dijo malhumorado y, girando sobre sus talones, se alejó.

La noticia fue recibida en silencio. Pero Watkins se había tirado al suelo boca abajo y, con los labios cerca de una mata de hierba, comenzó a lanzar blasfemias. Martin se levantó y, yendo hacia su tienda, se arrastró dentro de mala gana. Después de un largo rato, Nolan gritó: «¡Al infierno!» Grierson, que se había alistado para la guerra, levantó una voz quejosa: «Bueno, me pregunto cuándo vamos a comer».

Desde algún lugar próximo llegó la risita débil que ironizaba sobre la ausencia de ciertas habilidades de Grierson que los otros sí creían poseer.


II

EN LA FRÍA LUZ DEL AMANECER los hombres permanecían de rodillas mientras empaquetaban, ataban las correas y cerraban las hebillas de sus fardos. El cómico pueblecito de tiendas de campaña había sido arrancado como por un ciclón. A través de los árboles podía distinguirse el rojo carmesí de las mantas de una batería ligera, cuyas ruedas crujían imitando el ruido de una batalla de mosquetes. Nolan amarró con fuerza la manta y la cartuchera a la tienda de campaña y, portando su rifle, avanzó entre un pequeño grupo que estaba terminándose con prisa una lata de café.

-¿Oye, no podríais darme un sorbito? -preguntó ansioso. Tenía la mirada triste de un mendigo huérfano.

Todos los del grupo le miraron fijamente a los ojos. Había pedido lo más valioso que tenían, su mejor tesoro. Se hizo un silencio tenso. Entonces uno dijo: «¿Para qué?». Nolan bajó la mirada y se alejó tímidamente.

Sin embargo, divisó a Watkins y Martin rodeando a Grierson, quien había conseguido tres galletas gracias a su audaz inexperiencia. Grierson se defendía lloroso de sus camaradas. «No seáis cerdos», gritaba. «Esperad un minuto.» Nolan también intervino. Grierson gimió. Arrodillándose piadosamente dividió las galletas en cuatro porciones con minucioso cuidado. Los hombres, que habían permanecido con las cabezas juntas, como jugadores observando la ruleta, se incorporaron de pronto, todos ellos masticando. Nolan intercaló un trago de agua y suspiró satisfecho.

Todo el bosque parecía estar moviéndose. Una columna de figuras azules se desperdigaba lentamente desde la pradera al otro lado de la carretera; la batería crujía al frente; de la retaguardia llegaba el rumor de los regimientos al avanzar. Entonces, a una milla de distancia, se escuchó el sonido de un disparo, luego otro; en seguida los rifles estaban tronando, tronando, tronando. La artillería bramó de pronto. Acababa de comenzar un día de batalla.

No hubo exclamaciones. Los hombres giraron los ojos en la dirección del sonido y luego barrieron de un vistazo tranquilo los bosques y las colinas que los rodeaban, bosques implacablemente misteriosos y colinas que le daban a cada disparo de rifle esa cualidad ominosa propia del asesinato oculto. Toda la escena les habría sugerido a los soldados rasos la idea de emboscadas, súbitos ataques desde los flancos, terribles desastres si no fuera por esos fríos caballeros con charreteras y espadas, que -los soldados rasos lo sabían- eran de otro mundo, omnipotentes en su trabajo.

Los batallones se movieron hacia el barro y comenzaron una lenta marcha bajo la sombra húmeda de los árboles. El avance de dos baterías había transformado la tierra negra en un formidable engrudo. Las polainas marrones, manchadas con el barro de otros días, adoptaron un color más oscuro. El sudor empezaba a brotar de las caras enrojecidas. Con la pesada manta enrollada y la mitad de la tienda de campaña cruzadas en el hombro derecho y bajo el brazo izquierdo, cada uno parecía estar siendo asido desde detrás por un par de brazos blancos y gruesos, estilo lucha libre. Había algo singular en la forma en que portaban los rifles. Tenían un aire de cazador añejo, el aire del hombre que ha convertido el rifle en un apéndice de su cuerpo. Además, casi cada camisa azul estaba remangada por encima del codo, destapando unos antebrazos de musculatura prácticamente increíble. Los rifles parecían ligeros, frágiles en las manos que remataban esos brazos, que nunca eran gordos, sino siempre musculosos y con venas que parecían a punto de reventar. Otra cosa eran el silencio y la maravillosa impasibilidad de los rostros mientras la columna continuaba su lento avance hacia el lugar donde el bosque chisporroteaba y se agitaba con la batalla.

Oportunamente, el batallón había hecho un alto a la orilla de un arroyo y, antes de ponerse de nuevo en movimiento, los hombres habían rellenado sus cantimploras. El fuego aumentó. Al frente y hacia la izquierda, una batería bramaba a intervalos regulares; mientras, el ruido de la infantería era ese tamborileo permanente que a menudo acaba sonando como la lluvia sobre un tejado. Justo al frente se podían escuchar las voces profundas de las piezas de campaña.

Algunos cubanos heridos eran transportados en camillas improvisadas con hamacas enrolladas en palos. Uno tenía un espantoso corte en la garganta, probablemente por culpa de un fragmento de granada, y su cabeza estaba ladeada como si la providencia hubiera tenido un interés especial en mostrar la ancha y extensa herida a la larga columna que se...


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Autor

Stephen Crane(Newark, 1871 - Bandeweiler, 1900)El norteamericano Stephen Crane logró en tan sólo 28 años el reconocimiento literario de escritores como Joseph Conrad, Ford Madox Ford, Henry James o H. G. Wells. Con su primera novela, Maggie, una chica de la calle (1893), introduce en Estados Unidos el naturalismo narrativo, pero será La roja insignia del valor (1895), ambientada en la guerra civil de su país, la que le convierta en un autor de culto, cuya influencia se percibe en futuras generaciones literarias. John Dos Passos, William Faulkner, Ernest Hemingway, Kurt Vonnegut o Norman Mailer encontraron en el poderoso antibelicismo de La roja insignia del valor un modelo para analizar las contradiciones humanas que surgen ante la violencia y una reflexión moral sobre la degradación humana inherente a los ejércitos en armas. En 1897 fija su residencia en Inglaterra. Desde allí viajará, como corresponsal de prensa, a la guerra greco-turca y a la que enfrentó en Cuba a España y Estados Unidos en 1898. Stephen Crane murió en 1900 en un sanatorio de la ciudad alemana de Badenweiler, donde había ingresado enfermo de tuberculosis.