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La roja insignia del valor

E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
192 Seiten
Spanisch
Rey Learerschienen am01.05.20111 (NED)
Con tan solo 24 años, Stephen Crane cambió el curso de la literatura bélica con su obra maestra La roja insignia del valor. Por primera vez, la guerra deja de ser un escenario romántico para convertirse en un infierno de fango, desesperación y miedo. La novela no tardó en convertirse en un best-seller que atrajo la atención de todo tipo de lectores, incluidos los más jóvenes. Crane conjuga con talento inigualable la descripción expresionista del campo de batalla con las dudas que siente el individuo hacia su valor en una situación extrema. Ambientada durante la Guerra Civil Americana, un joven se alista voluntario ingenuamente para defender unos ideales que irán siendo destruídos con el fragor de los cañonazos. Su capacidad narrativa y la agilidad de los diálogos sorprendieron a autores como Joseph Conrad, Henry James o H. G. Wells, aunque serían los narradores norteamericanos de la Generación Perdida (Hemigway, Dos Passos y Faulkner) quienes más se verían influidos por la prosa de Crane. Fallecido prematuramente a los 28 años, poco antes de morir acudió como corresponsal de prensa a la Guerra de Cuba, lo que le llevó a escribir Heridas bajo la lluvia, también publicada por Rey Lear en el número 1 de esta colección.

Stephen Crane (Newark, 1871 - Bandeweiler, 1900) El norteamericano Stephen Crane logró en tan sólo 28 años el reconocimiento literario de escritores como Joseph Conrad, Ford Madox Ford, Henry James o H. G. Wells. Con su primera novela, Maggie, una chica de la calle (1893), introduce en Estados Unidos el naturalismo narrativo, pero será La roja insignia del valor (1895), ambientada en la guerra civil de su país, la que le convierta en un autor de culto, cuya influencia se percibe en futuras generaciones literarias. John Dos Passos, William Faulkner, Ernest Hemingway, Kurt Vonnegut o Norman Mailer encontraron en el poderoso antibelicismo de La roja insignia del valor un modelo para analizar las contradiciones humanas que surgen ante la violencia y una reflexión moral sobre la degradación humana inherente a los ejércitos en armas. En 1897 fija su residencia en Inglaterra. Desde allí viajará, como corresponsal de prensa, a la guerra greco-turca y a la que enfrentó en Cuba a España y Estados Unidos en 1898. Stephen Crane murió en 1900 en un sanatorio de la ciudad alemana de Badenweiler, donde había ingresado enfermo de tuberculosis.
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Produkt

KlappentextCon tan solo 24 años, Stephen Crane cambió el curso de la literatura bélica con su obra maestra La roja insignia del valor. Por primera vez, la guerra deja de ser un escenario romántico para convertirse en un infierno de fango, desesperación y miedo. La novela no tardó en convertirse en un best-seller que atrajo la atención de todo tipo de lectores, incluidos los más jóvenes. Crane conjuga con talento inigualable la descripción expresionista del campo de batalla con las dudas que siente el individuo hacia su valor en una situación extrema. Ambientada durante la Guerra Civil Americana, un joven se alista voluntario ingenuamente para defender unos ideales que irán siendo destruídos con el fragor de los cañonazos. Su capacidad narrativa y la agilidad de los diálogos sorprendieron a autores como Joseph Conrad, Henry James o H. G. Wells, aunque serían los narradores norteamericanos de la Generación Perdida (Hemigway, Dos Passos y Faulkner) quienes más se verían influidos por la prosa de Crane. Fallecido prematuramente a los 28 años, poco antes de morir acudió como corresponsal de prensa a la Guerra de Cuba, lo que le llevó a escribir Heridas bajo la lluvia, también publicada por Rey Lear en el número 1 de esta colección.

Stephen Crane (Newark, 1871 - Bandeweiler, 1900) El norteamericano Stephen Crane logró en tan sólo 28 años el reconocimiento literario de escritores como Joseph Conrad, Ford Madox Ford, Henry James o H. G. Wells. Con su primera novela, Maggie, una chica de la calle (1893), introduce en Estados Unidos el naturalismo narrativo, pero será La roja insignia del valor (1895), ambientada en la guerra civil de su país, la que le convierta en un autor de culto, cuya influencia se percibe en futuras generaciones literarias. John Dos Passos, William Faulkner, Ernest Hemingway, Kurt Vonnegut o Norman Mailer encontraron en el poderoso antibelicismo de La roja insignia del valor un modelo para analizar las contradiciones humanas que surgen ante la violencia y una reflexión moral sobre la degradación humana inherente a los ejércitos en armas. En 1897 fija su residencia en Inglaterra. Desde allí viajará, como corresponsal de prensa, a la guerra greco-turca y a la que enfrentó en Cuba a España y Estados Unidos en 1898. Stephen Crane murió en 1900 en un sanatorio de la ciudad alemana de Badenweiler, donde había ingresado enfermo de tuberculosis.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788492403660
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisDRM Adobe
FormatE101
Verlag
Erscheinungsjahr2011
Erscheinungsdatum01.05.2011
Auflage1 (NED)
Reihen-Nr.6
Seiten192 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse1027 Kbytes
Artikel-Nr.3089403
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe

CAPÍTULO 1

EL FRÍO SE RETIRABA de mala gana de la tierra y, al desvanecerse, la niebla reveló a un ejército que descansaba acampado en las colinas. A medida que el paisaje pasaba del marrón al verde, el ejército se despertó y comenzó a estremecerse de ansiedad ante la propagación de rumores. Fijaba la mirada en los caminos, que dejaban de ser largos lodazales casi líquidos para transformarse en auténticas carreteras. Un río, de tonalidad ambarina bajo la sombra de sus orillas, murmuraba a los pies de los soldados; y por la noche, cuando la corriente se transformaba en una negrura triste, se podía divisar el brillo rojizo, parpadeante, de las hogueras del campamento enemigo, apostado en las cimas bajas de las lejanas colinas.

De pronto, un soldado de gran estatura se sintió diligente y bajó a lavar una camisa. Regresó a toda prisa desde el arroyo ondeando la prenda como si fuera una bandera. Traía noticias que le había transmitido un amigo de confianza, quien, a su vez, las había recibido de un honesto soldado de caballería, que también las había escuchado de un hermano fiable, uno de los ordenanzas del cuartel general. Al hablar, se dio la importancia de un heraldo ataviado de grana y oro.

-Mañana nos movemos seguro -dijo pomposamente a un grupo que se encontraba en la calle principal de la compañía-. Vamos a remontar el río, lo cruzaremos y les rodearemos por detrás.

Detalló a su atenta audiencia el llamativo y elaborado plan de una brillantísima campaña. Cuando terminó, los hombres de azul se dispersaron para discutir en pequeños grupos entre las filas de barracas chatas y pardas. Un carretero negro, que había estado bailando sobre un embalaje de galletas ante cuarenta soldados que le jaleaban entre risas, se vio abandonado. El hombre fue a sentarse con tristeza. El humo se dispersaba perezosamente desde multitud de pintorescas chimeneas.

-¡Eso es mentira! ¡Es una patraña! -gritó otro soldado. Su rostro suave había enrojecido y tenía las manos hundidas con mal humor en los bolsillos del pantalón. Se había tomado el asunto como una afrenta personal-. Este maldito y viejo ejército no va a salir en la vida. Estamos listos. Me he preparado para salir ocho veces en las dos últimas semanas, y nunca nos hemos movido.

El soldado alto se sintió obligado a defender la autenticidad del rumor que él mismo había propagado. La controversia hizo que ambos casi llegaran a las manos.

Un cabo comenzó a quejarse ante el grupo. Acababa de poner un costoso suelo de madera en su barraca, dijo. Y a principios de la primavera se había abstenido de aumentar significativamente la comodidad de su morada porque creyó que el ejército emprendería la marcha en cualquier momento. Sin embargo, últimamente tenía la impresión de que se encontraban en una especie de campamento perpetuo.

Muchos de los hombres se enzarzaron en una acalorada discusión. Uno resumió con peculiar lucidez todos los planes del general al mando. Se le enfrentaron quienes defendían que los proyectos de campaña eran otros. Se gritaban, muchos intentaban en vano llamar la atención de la asamblea. Mientras, el soldado que había propagado el rumor se paseó de un lado para otro con aires de grandeza.

Le llovían preguntas de todas partes:

-¿Qué ocurre, Jim?

-El ejército va a salir.

-¿De qué hablas? ¿Cómo lo sabes?

-Bueno, puedes creerme o no, tú verás. Me importa un rábano.

La manera en la que respondía daba que pensar. Al no dignarse a proporcionar ninguna prueba, llegó casi a convencerlos. El asunto encendió los ánimos.

Un soldado joven había estado escuchando con ansiedad las palabras del soldado alto y los diversos comentarios que habían suscitado en sus compañeros. Cuando se hartó de discusiones sobre marchas y ataques, se dirigió a su barraca y se arrastró a través del intrincado agujero que hacía de puerta. Deseaba rumiar a solas ciertos pensamientos que le asaltaban últimamente.

Se echó en la amplia litera que se extendía al fondo de la habitación. En el otro extremo de la estancia, varios embalajes de galletas servían de mobiliario. Se hallaban agrupados cerca de la chimenea. En la pared de troncos descansaba la foto de una revista semanal y, colgados de ganchos, tres rifles se alineaban en paralelo. Varias piezas del equipo pendían de unos salientes situados al alcance de la mano, y algunos platos de hojalata reposaban sobre una pila de leña. Una tienda de campaña plegada les servía de techo.

La luz del sol, al caer sobre ella, le confería un brillo amarillo claro. Un ventanuco arrojaba un cuadrado oblicuo de luz invernal sobre el suelo abarrotado. El humo de la hoguera en ocasiones se salía de la chimenea de arcilla e inundaba la estancia. Aquella endeble chimenea de arcilla y ramas amenazaba constantemente con prender fuego a todo la barraca.

El joven pasaba por una especie de pequeño trance de estupor. Así que, finalmente iban a luchar. Tal vez, al día siguiente habría una batalla, y él tomaría parte en ella. Le costó tiempo y esfuerzo hacerse a la idea. No podía aceptar del todo el presentimiento de que estaba a punto de tomar parte en uno de los grandes conflictos de la Tierra.

Por supuesto que había soñado con batallas toda su vida, con vagos y sangrientos conflictos cuyo fuego y devastación le sobrecogieron el ánimo. Se había imaginado en numerosas contiendas. Había fantaseado con la idea de que las gentes hallaban seguridad bajo la sombra de su valor y su mirada de lince. Pero, despierto, veía las batallas como manchas sangrientas en las páginas del pasado. Las tomaba por cosas del ayer, asociadas a fabulaciones de pesadas coronas y altos castillos. Había una parte de la historia del mundo que él consideraba como el tiempo de las guerras, pero ese tiempo, creía, había desaparecido para siempre.

Desde su hogar, sus ojos juveniles habían contemplado con desconfianza la guerra en su propio país. Debía de tratarse de una especie de teatro. Hacía ya mucho tiempo que había perdido la esperanza de presenciar una batalla al estilo griego. Aquello no volvería a ocurrir, se había dicho. Los hombres eran mejores o más medrosos. La educación seglar y religiosa había eliminado el instinto de agarrarse por el gaznate. O, tal vez, era la solidez de la economía la que mantenía controladas las pasiones.

Había deseado alistarse muchas veces. Los relatos sobre grandes gestas zarandeaban el país. Podían no ser precisamente homéricas, pero aún así parecían gloriosas. Había leído sobre marchas, asedios, conflictos, y había soñado presenciar todo aquello con sus ojos. Su agitada mente había dibujado grandes cuadros de extravagante colorido, refulgentes de hazañas que quitaban el aliento.

Pero su madre le había desalentado. Mostraba cierto desprecio hacia la calidad de su ardor guerrero y su patriotismo. Era capaz de sentarse tranquilamente y, sin aparente dificultad, enumerar cientos de razones por las que resultaba mucho más necesario en la granja que en el campo de batalla. Se había expresado de tal manera que él comprendió que sus palabras provenían de una convicción profunda. Estaba convencido, además, de que las argumentaciones de su madre tenían un fundamento ético inatacable.

Al final, sin embargo, se había rebelado con firmeza contra aquella postura que pretendía empalidecer el color de sus ambiciones. Los periódicos, los cotilleos del pueblo, sus propias fabulaciones, le habían entusiasmado hasta extremos incontrolables. Se estaba combatiendo de verdad allá abajo. Casi cada día los periódicos daban cuenta de una victoria decisiva.

Una noche, cuando se encontraba en la cama, el viento le trajo el tañido de la campana de la iglesia. Algún entusiasta daba frenéticos tirones a la cuerda para propagar la noticia tendenciosa de una gran batalla. Aquella voz del pueblo entusiasmado en la noche le hizo vibrar en un prologado éxtasis de emoción. Luego acudió a la habitación de su madre para decirle:

-Madre, me voy a alistar.

-Henry, no seas tonto -le contestó su madre.

Después se cubrió la cara con el edredón.

Y el asunto quedó zanjado por esa noche.

Sin embargo, a la mañana siguiente se dirigió a un pueblo que se encontraba cerca de la granja de su madre y allí se alistó en una compañía que estaba formándose. Cuando volvió a casa su madre estaba ordeñando la vaca pinta. Otras cuatro esperaban.

-Madre, me he alistado -le anunció, cohibido.

Se produjo un silencio breve.

-Que se haga la voluntad del Señor, Henry -respondió ella finalmente, y continuó ordeñando la vaca pinta.

Al permanecer de pie en la puerta de entrada con el uniforme de soldado a la espalda y un fulgor ansioso y expectante en sus ojos, que casi derrotaba el brillo de añorante congoja hacia los lazos familiares, pudo ver cómo dos lágrimas dejaron su estela en el rostro ajado de su madre.

Aún así, le decepcionó que no le dijera nada sobre «volver con su escudo o sobre él[1]». Íntimamente se había preparado para una hermosa escena. Había preparado algunas frases que pensaba que podrían tener un efecto conmovedor. Pero las palabras de ella arruinaron sus planes. Continuó pelando patatas con obstinación y le dijo:

-Ve con ojo, Henry, y cuídate mucho en ese asunto de la guerra…, ve con ojo y cuídate mucho. No creas que puedes acabar con todo el ejército rebelde a la primera, porque no es así. No eres más que un muchacho...

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Autor

Stephen Crane(Newark, 1871 - Bandeweiler, 1900)El norteamericano Stephen Crane logró en tan sólo 28 años el reconocimiento literario de escritores como Joseph Conrad, Ford Madox Ford, Henry James o H. G. Wells. Con su primera novela, Maggie, una chica de la calle (1893), introduce en Estados Unidos el naturalismo narrativo, pero será La roja insignia del valor (1895), ambientada en la guerra civil de su país, la que le convierta en un autor de culto, cuya influencia se percibe en futuras generaciones literarias. John Dos Passos, William Faulkner, Ernest Hemingway, Kurt Vonnegut o Norman Mailer encontraron en el poderoso antibelicismo de La roja insignia del valor un modelo para analizar las contradiciones humanas que surgen ante la violencia y una reflexión moral sobre la degradación humana inherente a los ejércitos en armas. En 1897 fija su residencia en Inglaterra. Desde allí viajará, como corresponsal de prensa, a la guerra greco-turca y a la que enfrentó en Cuba a España y Estados Unidos en 1898. Stephen Crane murió en 1900 en un sanatorio de la ciudad alemana de Badenweiler, donde había ingresado enfermo de tuberculosis.