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La habitación de los niños

E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
200 Seiten
Spanisch
Siruelaerschienen am12.04.20161. Auflage
Premio de los Libreros franceses 2014 1944, campo de concentración de Ravensbrück. Cuarenta mil mujeres libran una batalla diaria por la supervivencia en un universo en el que la vida no tiene cabida. Pero siempre hay un espacio para la esperanza: la habitación de los niños. Mila, una jovencísima militante de la Resistencia francesa, es deportada a Ravensbrück tras ser detenida en una acción clandestina. Al igual que las demás prisioneras políticas, se siente aliviada al saber que no será condenada a muerte, pero lo ignora todo sobre el viaje que le aguarda y las normas necesarias para sobrevivir en su futuro lugar de confinamiento. Gracias a la solidaridad de las compañeras y a una tenacidad inquebrantable, Mila conseguirá vislumbrar un rayo de luz en mitad de las tinieblas al descubrir el Kinderzimmer, un barracón destinado a los recién nacidos; un lugar lleno de vida en mitad de un paisaje de desesperación al que la protagonista se aferrará con todas sus fuerzas, por ella y por el niño que lleva en su seno. En esta intensa y conmovedora novela, convincente recreación de uno de los más dramáticos episodios de la historia del siglo XX, Valentine Goby consigue articular lo indecible, transmitiéndonos todo el coraje y la esperanza de un grupo de mujeres anhelantes de libertad.

Valentine Goby (Grasse, Francia, 1974) publicó en 2002 su primera novela y desde entonces se ha dedicado a la creación literaria. La habitación de los niños ha recibido importantes distinciones, entre las que se incluye el prestigioso Premio de los Libreros franceses en 2014. Actualmente está siendo traducida a las principales lenguas europeas.
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Verfügbare Formate
TaschenbuchKartoniert, Paperback
EUR25,78
E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
EUR7,99

Produkt

KlappentextPremio de los Libreros franceses 2014 1944, campo de concentración de Ravensbrück. Cuarenta mil mujeres libran una batalla diaria por la supervivencia en un universo en el que la vida no tiene cabida. Pero siempre hay un espacio para la esperanza: la habitación de los niños. Mila, una jovencísima militante de la Resistencia francesa, es deportada a Ravensbrück tras ser detenida en una acción clandestina. Al igual que las demás prisioneras políticas, se siente aliviada al saber que no será condenada a muerte, pero lo ignora todo sobre el viaje que le aguarda y las normas necesarias para sobrevivir en su futuro lugar de confinamiento. Gracias a la solidaridad de las compañeras y a una tenacidad inquebrantable, Mila conseguirá vislumbrar un rayo de luz en mitad de las tinieblas al descubrir el Kinderzimmer, un barracón destinado a los recién nacidos; un lugar lleno de vida en mitad de un paisaje de desesperación al que la protagonista se aferrará con todas sus fuerzas, por ella y por el niño que lleva en su seno. En esta intensa y conmovedora novela, convincente recreación de uno de los más dramáticos episodios de la historia del siglo XX, Valentine Goby consigue articular lo indecible, transmitiéndonos todo el coraje y la esperanza de un grupo de mujeres anhelantes de libertad.

Valentine Goby (Grasse, Francia, 1974) publicó en 2002 su primera novela y desde entonces se ha dedicado a la creación literaria. La habitación de los niños ha recibido importantes distinciones, entre las que se incluye el prestigioso Premio de los Libreros franceses en 2014. Actualmente está siendo traducida a las principales lenguas europeas.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788416749287
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisDRM Adobe
FormatE101
Verlag
Erscheinungsjahr2016
Erscheinungsdatum12.04.2016
Auflage1. Auflage
Reihen-Nr.339
Seiten200 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse1190 Kbytes
Artikel-Nr.3248740
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe

I
El agotamiento de Mila ante la entrada al campo. Lo que ella cree ser la entrada al campo, altos muros esbozados en la noche más allá de los haces de luz que apuntan al azar, sus párpados cerrados de golpe y las agujas que, después, perforan la vista. Alrededor, cuatrocientos cuerpos de mujeres que las linternas recortan en fragmentos fosforescentes -son cuatrocientas, lo sabe, las contaron en Romainville-; nucas, sienes, codos, cráneos, bocas y clavículas. Ladridos de hombres, de mujeres, de perros, mandíbulas, lenguas, encías, pelos, botas, porras estroboscópicas. Los destellos, las ráfagas de sonidos impiden que Mila se tambalee, la mantienen en vertical como lo haría una ráfaga de ametralladora.

Los hombros de Mila, sus vértebras, sus caderas en carne viva por la postura en el vagón para ganado, tendida de lado o de pie a la pata coja durante cuatro días. Su lengua, piedra en la boca. Una vez asomó la cabeza por el ventanuco por el que las mujeres vaciaban la orina, y bebió la lluvia.

Ahora espera delante de la barrera. Con la mano derecha sujeta con fuerza el asa de su pequeña maleta. Dentro, la foto de su hermano detenido en enero, veintidós años; la foto de su padre ante el banco de trabajo, en la calle Daguerre, entre las tijeras, los rascadores y las leznas; los restos de un paquete de alimentos recibido en Fresnes; un jersey, unas bragas, una blusa y dos peleles tejidos en la cárcel. Aprieta el asa de la maleta, el territorio conocido, 40x60 cm, la maleta y la mano de Lisette, que no es más Lisette de lo que ella es Mila, pero Maria y Suzanne era en otra vida. Lo que hay más allá no tiene nombre. Lo que hay más allá es negro sajado por filos y focos blancos.

 

Supo que partía hacia Alemania. Lo supieron todas en Romainville. No las fusilarían, las iban a deportar, pocas lo lamentaban entonces salvo unas cuantas -fusilada como un hombre, oye, como un soldado, un enemigo del Reich, en el Mont Valérien-. Mila había cumplido con su deber, así decía ella, mi deber, como se le cede el asiento a una anciana en el autobús, con naturalidad y sin alardes, no tiene ningún deseo de heroísmo y, si es posible, no quiere morir. Antes Alemania que una bala en el corazón. No es una elección ni una alegría, solo un alivio. Sale en fila, bien derecha, entre las otras cuatrocientas mujeres, bajo un sol grandioso. Desde el camión sin lona hasta el tren, algunos se paran a su paso, la Marsellesa, el pan y las flores la llevan hasta las vías, hasta el vagón, desde dentro oye cantar a los ferroviarios, y a los alemanes furiosos pulverizar los cristales de la estación. Así pues, lo de Alemania sí que lo supo.

 

Alemania es Hitler, los nazis, el Reich. Allí están cautivos los prisioneros de guerra, los reclutados del Servicio de Trabajo Obligatorio y los deportados políticos; en Alemania matan a los judíos; matan a los enfermos y a los viejos con una inyección y con gas, lo sabe por Lisette, por su hermano, por la red de la Resistencia; hay campos de concentración; ella no es ni judía ni vieja, ni está enferma. Está embarazada, no sabe si eso cuenta y, si cuenta, de qué manera.

 

Dónde en Alemania, lo ignora. No sabe nada de la distancia ni de la duración del viaje. Paradas breves, sin pausa, puertas abiertas que se cierran al instante con un estruendo de chatarra. Bruscos deslumbramientos y bocanadas de aire fresco que apenas dejan entrever la alternancia del día y de la noche, de la noche y del día. Tres noches, cuatro días. En algún momento cruzan la frontera, claro. ¿Antes o después de que el orinal lleno de pis ruede por la paja ya sucia y dos mujeres se peleen a puñetazos? ¿Antes o después de que Mila dormite contra la espalda de Lisette, con el vientre muy tenso por encima del útero minúsculo? ¿Antes o después de que Mila ya no pueda cerrar la boca por falta de saliva? ¿Justo después del papel lanzado a las vías? Si no fuera antes del papel estaría bien, así este tendría alguna posibilidad de llegar a su destinatario, tres líneas escritas a lápiz para Jean Langlois, calle Daguerre, París, estoy bien papá besos, y una moneda para el sello metida dentro de la hoja arrugada. Los frenazos del tren son golpes en el pecho y anuncian potencialmente Alemania; entonces algunas mujeres cantan, o aprietan los puños, o gritan que no se apearán en tierra de boches, o rezan o predicen un pronto desembarco; otras, extenuadas, callan; las hay que golpean a otras mujeres. Mila escucha. Abre los ojos de par en par. Busca una señal. Alemania no puede pasar inadvertida. Entonces el tren acelera sin que nadie sepa nada. Nada señala la frontera. El paso ha sido silencioso pero seguro una vez que el tren se detiene en la estación, y las mujeres son arrojadas fuera del vagón: en el andén, frente a ella, Mila descifra en grandes letras el nombre de Fürstenberg. Fürstenberg no es ningún lugar, no se puede situar en un mapa, pero es Alemania, suena alemán, de eso no hay duda. Y, enseguida, los perros.

 

Las cuentan en fila como en Romainville. Faltan mujeres. Las vivas echan a andar. Alguien se cae. Restalla un látigo. Entonces los gritos, el martilleo de los pasos y los ladridos se funden en un sonido homogéneo que hay que mantener a distancia para poner un pie delante de otro, no dejarse alcanzar, atravesar, ni agotar por el ruido, tal es el cansancio. Andar, nada más, andar, no perder el rumbo. La noche densa emborrona el paisaje ya de por sí borroso por culpa del sueño, el hambre y la sed. Aquí y allá el cielo violeta esculpe la masa negra, perfila ramas y hojas; son abetos, pinos, alisos seguramente. Su padre es ebanista, por eso Mila conoce los árboles, las formas de las ramas y de las hojas, el olor de los árboles, de las resinas, de la corteza raspada. El olor envuelve la piel, amplio como un bosque. No dejarse arrastrar por el olor de los árboles, por la imagen del taller del padre, de la madera cortada y de París. No tropezar, seguir el paso de las cuatrocientas mujeres, delante, detrás. Entre los árboles, casas de una planta con todas las luces apagadas. Después, un vasto claro, un lago en calma, brillante bajo la luna, que resplandece con el mismo destello blanco que las metralletas. El estómago arde bajo la bilis pura; Mila inspira, espira e inspira de nuevo, pero la violencia de los espasmos quebranta toda voluntad: se aparta y vomita en la arena un charco transparente, camina vomitando, con los perros en los talones y la mano de Lisette abierta entre los omóplatos.

Por las tuberías de la cárcel, en Fresnes, Brigitte le dijo qué mala suerte esas náuseas. Por las tuberías otras voces conversaban de una celda a otra: un poema, noticias del frente ruso, palabras de amor pronunciadas en voz baja -de verdad, palabras de amor entre un hombre y una mujer, a las que los demás dejaban paso callando, para no ahogarlas-. Mila nunca ha visto a Brigitte, ambas estaban incomunicadas. Brigitte no ha sido más que un sonido durante semanas, pero un sonido tierno, fiel, su cita de todas las tardes; un día le hizo llegar a Mila un poco de lana y un par de pequeñas agujas en un pañuelo anudado, atado de un hilo que colgaba de una ventana. Mila no supo de dónde venían las agujas y la lana. Para compensar la mala suerte de las náuseas, Brigitte le jura tu hijo te protege, estoy segura, y canta una nana por el tubo de plomo, una nana española para el hijo de Mila, las hojitas de los árboles se caen, viene el viento y las levanta y se ponen a bailar1, para el niño y para Mila, que es como su niña, dice. La ignorancia de Mila no tiene límites, dentro de ella el embarazo, por delante Alemania, no queda otra que creer a alguien o en algo. Mila cree a Brigitte, no cabe hacer otra cosa. Está protegida: el niño es una suerte. Como en la canción, las hojas que el viento levanta se van a poner a bailar. Eso piensa Mila.

 

Ahora las cuatrocientas mujeres franquean las barreras y entran en el campo. Perros, gritos, focos. Dónde estamos, preguntan algunas voces, qué es esta mierda. Golpes, gritos, las cuentan y las vuelven a contar. Cruzan una plaza vacía, recorren una calle muy recta con edificios a ambos lados, y luego las encierran, apiñadas vientre contra vientre, espalda contra espalda, cuatrocientas mujeres menos las muertas, en pie en una única habitación oscura. ¿Cómo, no nos dan de beber? ¿Qué dices? Pero, por Dios, ¿sabéis dónde estamos? ¡Vete al cuerno! Encontronazos. Pisotones. Golpes involuntarios, disculpas cansadas, sonrisas extenuadas y golpes a propósito para conseguir mejor sitio. Las que entran las primeras se quedan con las dos filas de literas. Túmbate, murmura Lisette tambaleándose, rápido, antes de que tampoco quede sitio en el suelo. Y eso es lo que hacen, se tumban debajo de una mesa, apretadas, encajadas, con la cabeza apoyada en la maleta, entre el tufo a pis, a pies y a sudor. Ese lugar no tiene nombre. Es un poco inquietante. Por ahora darse la mano, anclarse a fondo en esa única certeza: la presencia de la otra. De haber sabido lo que está por venir habrían pedido que las fusilaran, en el Mont Valérien o en otra parte, o se habrían tirado del tren en marcha.

 

Para Mila nada tiene nombre todavía. Existen palabras, que ella ignora, verbos, sustantivos para todo, para cada actividad, cada función, cada lugar, cada empleado del campo. Un campo léxico y semántico completo que no es alemán, sino una mezcla de las lenguas de las prisioneras; alemán, ruso, checo, eslovaco, húngaro, polaco y francés. Una lengua que nombra, que cuadricula una realidad inconcebible fuera de sí misma, fuera del campo, que acorrala...

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Autor

Valentine Goby (Grasse, Francia, 1974) publicó en 2002 su primera novela y desde entonces se ha dedicado a la creación literaria. La habitación de los niños ha recibido importantes distinciones, entre las que se incluye el prestigioso Premio de los Libreros franceses en 2014. Actualmente está siendo traducida a las principales lenguas europeas.