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La mujer de la arena

E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
248 Seiten
Spanisch
Siruelaerschienen am20.03.20241. Auflage
UNA DE LAS GRANDES NOVELAS JAPONESAS DEL SIGLO XX EN EL CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE SU AUTOR «Kobo Abe, junto con Yukio Mishima y Kenzaburo Oe, fueron los grandes renovadores literarios en el Japón de principios del siglo pasado».  Página 12 «Siempre sinuoso, adictivo, de lectura compulsiva... Abe es un consumado estilista».  David Mitchell Tras una excursión a orillas del mar, un entomólogo aficionado pierde el último autobús de regreso y se ve obligado a pasar la noche en una cabaña al fondo de un inmenso foso entre las dunas. Cuando a la mañana siguiente intenta marcharse, descubre para su sorpresa que los lugareños tienen otros planes para él... Sin posibilidad de escapar, se verá forzado a apartar sin descanso con una pala la arena, que gana terreno sin cesar y amenaza con destruir el pueblo. Su destino se verá entrelazado con el de su única compañera allí abajo, una extraña joven que, codo con codo, luchará a su lado en la interminable batalla contra ese elemento que avanza inexorable, absorbiendo las cosas y los seres, cubriéndolo todo con un manto de olvido. Considerada una de las obras maestras de la literatura japonesa del siglo XX, La mujer de la arena es una narración de un fluir imparable y poderoso, que combina la esencia del mito con el suspense y la novela existencial. Ko?bo? Abe plantea de forma intensa y precisa el conflicto del ser humano enfrentado a sus propios límites, en un mundo sin más realidad que la materia y que solo puede ser aprehendido a través de una exacerbada sensualidad. «Siempre sinuoso, adictivo, de lectura compulsiva... Abe es un consumado estilista».  David Mitchell Tras una excursión a orillas del mar, un entomólogo aficionado pierde el último autobús de regreso y se ve obligado a pasar la noche en una cabaña al fondo de un inmenso foso entre las dunas. Cuando a la mañana siguiente intenta marcharse, descubre para su sorpresa que los lugareños tienen otros planes para él... Sin posibilidad de escapar, se verá forzado a apartar sin descanso con una pala la arena, que gana terreno sin cesar y amenaza con destruir el pueblo. Su destino se verá entrelazado con el de su única compañera allí abajo, una extraña joven que, codo con codo, luchará a su lado en la interminable batalla contra ese elemento que avanza inexorable, absorbiendo las cosas y los seres, cubriéndolo todo con un manto de olvido. Considerada una de las obras maestras de la literatura japonesa del siglo XX, La mujer de la arena es una narración de un fluir imparable y poderoso, que combina la esencia del mito con el suspense y la novela existencial. Ko?bo? Abe plantea de forma intensa y precisa el conflicto del ser humano enfrentado a sus propios límites, en un mundo sin más realidad que la materia y que solo puede ser aprehendido a través de una exacerbada sensualidad.

Kobo Abe (Tokio, 1924-1993) vivió su adolescencia en Manchuria, entonces dominada por el ejército japonés, lo que dejó hondas huellas tanto en su literatura como en su visión del mundo. Tras doctorarse en Medicina por la Universidad de Tokio, se dedicó a creaciones literarias de tendencia vanguardista y, en 1951, obtuvo el Premio Akutagawa por La pared: el crimen del señor S. Karma. El reconocimiento mundial de sus novelas La mujer de la arena y El rostro ajeno (ambas publicadas por Siruela) lo ha convertido en uno de los escritores más destacados de la literatura japonesa moderna.
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KlappentextUNA DE LAS GRANDES NOVELAS JAPONESAS DEL SIGLO XX EN EL CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE SU AUTOR «Kobo Abe, junto con Yukio Mishima y Kenzaburo Oe, fueron los grandes renovadores literarios en el Japón de principios del siglo pasado».  Página 12 «Siempre sinuoso, adictivo, de lectura compulsiva... Abe es un consumado estilista».  David Mitchell Tras una excursión a orillas del mar, un entomólogo aficionado pierde el último autobús de regreso y se ve obligado a pasar la noche en una cabaña al fondo de un inmenso foso entre las dunas. Cuando a la mañana siguiente intenta marcharse, descubre para su sorpresa que los lugareños tienen otros planes para él... Sin posibilidad de escapar, se verá forzado a apartar sin descanso con una pala la arena, que gana terreno sin cesar y amenaza con destruir el pueblo. Su destino se verá entrelazado con el de su única compañera allí abajo, una extraña joven que, codo con codo, luchará a su lado en la interminable batalla contra ese elemento que avanza inexorable, absorbiendo las cosas y los seres, cubriéndolo todo con un manto de olvido. Considerada una de las obras maestras de la literatura japonesa del siglo XX, La mujer de la arena es una narración de un fluir imparable y poderoso, que combina la esencia del mito con el suspense y la novela existencial. Ko?bo? Abe plantea de forma intensa y precisa el conflicto del ser humano enfrentado a sus propios límites, en un mundo sin más realidad que la materia y que solo puede ser aprehendido a través de una exacerbada sensualidad. «Siempre sinuoso, adictivo, de lectura compulsiva... Abe es un consumado estilista».  David Mitchell Tras una excursión a orillas del mar, un entomólogo aficionado pierde el último autobús de regreso y se ve obligado a pasar la noche en una cabaña al fondo de un inmenso foso entre las dunas. Cuando a la mañana siguiente intenta marcharse, descubre para su sorpresa que los lugareños tienen otros planes para él... Sin posibilidad de escapar, se verá forzado a apartar sin descanso con una pala la arena, que gana terreno sin cesar y amenaza con destruir el pueblo. Su destino se verá entrelazado con el de su única compañera allí abajo, una extraña joven que, codo con codo, luchará a su lado en la interminable batalla contra ese elemento que avanza inexorable, absorbiendo las cosas y los seres, cubriéndolo todo con un manto de olvido. Considerada una de las obras maestras de la literatura japonesa del siglo XX, La mujer de la arena es una narración de un fluir imparable y poderoso, que combina la esencia del mito con el suspense y la novela existencial. Ko?bo? Abe plantea de forma intensa y precisa el conflicto del ser humano enfrentado a sus propios límites, en un mundo sin más realidad que la materia y que solo puede ser aprehendido a través de una exacerbada sensualidad.

Kobo Abe (Tokio, 1924-1993) vivió su adolescencia en Manchuria, entonces dominada por el ejército japonés, lo que dejó hondas huellas tanto en su literatura como en su visión del mundo. Tras doctorarse en Medicina por la Universidad de Tokio, se dedicó a creaciones literarias de tendencia vanguardista y, en 1951, obtuvo el Premio Akutagawa por La pared: el crimen del señor S. Karma. El reconocimiento mundial de sus novelas La mujer de la arena y El rostro ajeno (ambas publicadas por Siruela) lo ha convertido en uno de los escritores más destacados de la literatura japonesa moderna.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788410183070
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisDRM Adobe
FormatE101
Verlag
Erscheinungsjahr2024
Erscheinungsdatum20.03.2024
Auflage1. Auflage
Reihen-Nr.530
Seiten248 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse1269 Kbytes
Artikel-Nr.14175741
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe


II

Una tarde de agosto, un hombre que llevaba una gorra de visera color gris, una gran caja de madera y una cantimplora colgadas de los hombros, y los perniles del pantalón metidos en los calcetines, como quien se dispone a subir a la montaña, bajó a la plataforma de la estación S.

Sin embargo, en esa zona no había montañas dignas de ser escaladas. Incluso el guarda que le cogió el billete lo observó con extrañeza. El hombre subió con decisión al autobús que esperaba frente a la estación y se acomodó en un asiento del fondo. El vehículo se dirigía exactamente en sentido contrario a las montañas.

El hombre siguió hasta el final de la ruta. Cuando bajó, observó la topografía ondulante del lugar. La parte baja eran arrozales divididos en pequeñas fracciones, y en medio había parcelas de plantaciones de caqui, un poco elevadas, que parecían islas esparcidas. Atravesó el pueblo y siguió caminando hacia la playa; el suelo se iba volviendo más blanco y seco.

Cuando ya no hubo más casas y se encontró con un ralo bosquecillo de pinos, el suelo era una fina arena que se adhería a los pies. En varios lugares había maleza seca proyectando sombras en las depresiones de la arena, y ocasionalmente, como por error, aparecían berenjenales raquíticos del tamaño de una estera; pero ni señal de alguna sombra humana. Más adelante, al parecer, estaría el mar, la meta de ese hombre.

Por primera vez sus pies se detuvieron; miró a su alrededor, mientras se enjugaba con la manga el sudor de la frente. Lentamente abrió la caja de madera y de la tapa sacó varios palitos que traía atados en manojo. Una vez acomodados, se convirtieron en una red para insectos. Luego comenzó a caminar de nuevo, golpeando con el mango de la red las malezas. Sobre la arena se había instalado el olor del mar.

Pasaba el tiempo, pero el mar no aparecía; tal vez impedía verlo el ondulado terreno en el que un monótono paisaje continuaba sin límites. Pero repentinamente el panorama se abrió y emergió una pequeña aldea, común y anodina, más bien pobre: unas cuantas casas, cuyos techos de madera tenían pesas de piedra, se agrupaban alrededor de una alta torre de alarma para los incendios. Algunos de los techos eran de teja negra, otros de zinc y pintados de rojo. Un edificio con techo de zinc, situado en el único cruce de caminos, parecía ser el centro de reunión de la cooperativa de pescadores. La aldea cubría un área mucho mayor de lo imaginable. Más allá es probable que hubiera muchas dunas, y el mar.

Había algunas manchas de tierra fértil, pero el suelo estaba principalmente formado por la arena blanca y seca. Se veían huertas de cacahuete y patata, y mezclado con el olor del mar llegaba también el de animales domésticos. Una pila de conchas rotas formaba un montículo blanco a un lado del camino de arena y arcilla, tan duro como el cemento.

Al pasar el hombre por ese camino, los niños que jugaban en el terreno baldío frente a la cooperativa, algunos viejos que sentados en la baranda inclinada reparaban sus redes, y las mujeres de cabellos ralos agrupadas frente al único almacén, cesaron sus movimientos por un instante, y lo miraron con sospecha y curiosidad. Pero el hombre no demostró el menor interés por ellos. Lo único que le interesaba eran la arena y los insectos.

Lo sorprendente no era solo el tamaño de la aldea. En contra de lo que esperaba, el camino se iba empinando gradualmente, cuando lo natural hubiera sido que descendiera, puesto que conducía al mar. ¿Se habría equivocado al ver el mapa? El hombre trató de preguntar a una joven aldeana que en ese momento pasaba cerca de él, pero ella desvió la mirada y pasó de largo como si nada hubiera oído. No importaba; de todas maneras seguiría adelante, pues el calor de la arena, las redes de pesca y los montículos de conchas le indicaban claramente que el mar estaba cerca. Nada había, en verdad, que le anunciara algún peligro.

El camino subía cada vez más abruptamente y el terreno se volvía pura arena.

Pero lo curioso era que el área donde estaban las casas no estaba más alta que el camino; es decir, el camino ascendía, pero la aldea se mantenía en el mismo nivel. No, no solo se trataba del camino, sino que los espacios entre las casas también se elevaban en la misma proporción que el camino. En cierto modo, parecía que todo el terreno se elevaba dejando las casas en el nivel original.

Esta impresión crecía a medida que avanzaba, y en un momento dado parecía que todas las casas quedaban hundidas en agujeros hechos en la arena.

De pronto, se acentuó el declive. Desde el nivel de la arena hasta el techo de las casas había más de veinte metros. Preguntándose cómo era posible vivir en estas condiciones, trató de asomarse a uno de los agujeros. Al rodear el borde, súbitamente se sintió ahogado por un fuerte viento. El campo visual se abrió de forma repentina; un mar turbio y espumoso lamía la costa bajo sus ojos. Estaba encima de la duna que era su meta.

El lado de la duna que miraba al mar y recibía el fuerte viento de los monzones se elevaba de forma abrupta, y las hierbas achaparradas se agrupaban donde el terreno era menos empinado. Pero al darse la vuelta en dirección a la aldea, el hombre pudo ver que los enormes agujeros -más hondos a medida que se aproximaban a la cima de la colina- se escalonaban en varios niveles hacia el centro del poblado; todo el panorama parecía una colmena en ruinas. Era como si la aldea se superpusiera a las dunas, o más bien las dunas a la aldea. En todo caso, era un paisaje perturbador, inquietante.

Pero lo importante era haber llegado, por fin, a su meta. Bebió agua de su cantimplora, luego respiró hondo, y el viento, que parecía transparente, llenó de asperezas su garganta.

El propósito del hombre era coleccionar insectos de las dunas. Por supuesto, los insectos de estos lugares son pequeños y poco atractivos, pero él era un coleccionista devoto, y no se dejaba tentar por mariposas o libélulas. Este tipo de coleccionista no pretende decorar sus cajas con insectos vistosos, ni tampoco está interesado particularmente en acopiar y clasificar elementos para la medicina china. El verdadero placer de los entomólogos es mucho más sencillo, más directo; consiste en descubrir nuevos especímenes. Cuando esto ocurre, el nombre del descubridor aparece en las enciclopedias ilustradas de entomología junto con el nombre científico en latín del insecto descubierto: es la consagración. Sus esfuerzos serán coronados por el éxito si su nombre se perpetúa en la memoria de los hombres, aunque sea asociado a un insecto.

Los insectos pequeños y modestos, con sus innúmeras variedades, ofrecen muchas más ocasiones de descubrimientos. Por eso mismo, este hombre llevaba mucho tiempo dedicándose a las moscas de dos alas, especialmente las moscas comunes que la gente encuentra repulsivas. Por supuesto los tipos de moscas son increíblemente numerosos y variados, y desde que todos los entomólogos, al parecer, piensan lo mismo, se han investigado las ocho mutantes raras encontradas en Japón. Posiblemente tal profusión de mutantes se debe a que el ambiente en el que viven las moscas es parecido al del hombre.

Había pensado que era mejor empezar por observar el ambiente. ¿Acaso no indica la gran cantidad de variedades el alto grado de adaptabilidad de las moscas? Se alegró por este descubrimiento. Se dijo que su punto de vista no estaba del todo mal. El hecho de que las moscas muestren una gran adaptabilidad significa que pueden vivir incluso en condiciones desfavorables, adversas para otros insectos, como por ejemplo el desierto, donde perece el resto de los seres vivos.

Desde que, hacía tiempo, llegó a esa conclusión empezó a mostrar interés por la arena, y pronto fue recompensado.

Un día, en el lecho seco del río cercano a su casa descubrió un pequeño insecto rosa pálido que se parecía a un escarabajo de jardín (Cincindela japonica Monschulsky). Por supuesto, es un hecho conocido que el escarabajo de jardín presenta muchas variantes tanto en color como en diseño, pero en cambio la forma de sus patas delanteras varía muy poco. En verdad, las patas delanteras de insectos como los escarabajos son una característica importante para su clasificación. Y, ciertamente, el segundo artejo de la pata delantera del insecto que había descubierto tenía características peculiares.

En general, las patas delanteras de la familia de los escarabajos son negras, finas y ágiles, pero las del insecto que este hombre encontró parecían como cubiertas por una vaina gruesa; tenían forma redonda, casi regordetas, y eran de color crema. Claro está, podían haber estado manchadas de polen. Hasta se podía pensar que ciertas características, como el tener pelos, hubieran causado la adhesión del polen. Si su observación no estaba equivocada, había hecho un importante descubrimiento.

Desgraciadamente, se le había escapado el insecto. Tal vez el hombre estaba demasiado excitado; además este tipo de insecto vuela de una manera desconcertante. Vuela, y luego, como si dijera «¡Atrápame!», da la vuelta y espera. Si uno se acerca confiado, huye de nuevo; después de haber irritado al perseguidor, se sumerge entre las hierbas y desaparece.

El hombre quedó cautivado por el escarabajo de patas delanteras amarillentas.

Aparentemente, cuando se fijó en el suelo arenoso, su observación no había sido del todo errónea. En realidad, la familia de los escarabajos es representativa de los insectos del desierto. Una teoría...

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Autor

Kobo Abe (Tokio, 1924-1993) vivió su adolescencia en Manchuria, entonces dominada por el ejército japonés, lo que dejó hondas huellas tanto en su literatura como en su visión del mundo. Tras doctorarse en Medicina por la Universidad de Tokio, se dedicó a creaciones literarias de tendencia vanguardista y, en 1951, obtuvo el Premio Akutagawa por La pared: el crimen del señor S. Karma. El reconocimiento mundial de sus novelas La mujer de la arena y El rostro ajeno (ambas publicadas por Siruela) lo ha convertido en uno de los escritores más destacados de la literatura japonesa moderna.
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Sakai, Kazuya
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