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Historia de las abejas

E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
328 Seiten
Spanisch
Siruelaerschienen am25.10.20161. Auflage
Historia de las abejas, la novela revelación de las letras noruegas, es una historia épica y global en la que, mediante tres narraciones entrelazadas, Maja Lunde reflexiona sobre los seres humanos y su relación con la naturaleza a lo largo del tiempo. En la Inglaterra de 1852, William, un naturalista y comerciante de semillas que no pasa por su mejor momento, lucha por desarrollar un tipo de colmena totalmente nuevo que les valdrá a él y a sus hijos fama y respeto. George es un apicultor de los Estados Unidos que en 2007 pone todas sus esperanzas en que su hijo universitario continúe con el sacrificado negocio familiar. En la China del año 2098, donde las abejas han desaparecido y con ellas el mundo tal y como se conocía, Tao se dedica a la polinización manual, con el deseo de dar a su hijo una vida mejor que la suya. Maja Lunde despliega en esta ambiciosa novela un extenso lienzo donde, a la vez que muestra las primeras y humildes tentativas del ser humano en el campo de la cría de abejas, la apicultura industrial de hoy en día y un futuro en el que estos insectos se han extinguido por completo, explora también con sutileza y profundidad las relaciones familiares, el desarrollo y el medio ambiente. «Una escritora novel que tiene el valor suficiente para ejecutar tan amplio y logrado mosaico y, además, poner sobre la mesa un tema polémico y de actualidad es algo que no se ve todos los días».Aftenposten

Maja Lunde (Oslo, 1975) es conocida por su trabajo para algunas de las series más populares de la televisión noruega. Ha publicado tres libros infantiles, una obra juvenil y tres novelas para adultos. Historia de las abejas recibió el Premio de la Asociación de Libreros Noruegos y ha sido traducida a una treintena de lenguas.
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Verfügbare Formate
TaschenbuchKartoniert, Paperback
EUR29,00
E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
EUR10,99

Produkt

KlappentextHistoria de las abejas, la novela revelación de las letras noruegas, es una historia épica y global en la que, mediante tres narraciones entrelazadas, Maja Lunde reflexiona sobre los seres humanos y su relación con la naturaleza a lo largo del tiempo. En la Inglaterra de 1852, William, un naturalista y comerciante de semillas que no pasa por su mejor momento, lucha por desarrollar un tipo de colmena totalmente nuevo que les valdrá a él y a sus hijos fama y respeto. George es un apicultor de los Estados Unidos que en 2007 pone todas sus esperanzas en que su hijo universitario continúe con el sacrificado negocio familiar. En la China del año 2098, donde las abejas han desaparecido y con ellas el mundo tal y como se conocía, Tao se dedica a la polinización manual, con el deseo de dar a su hijo una vida mejor que la suya. Maja Lunde despliega en esta ambiciosa novela un extenso lienzo donde, a la vez que muestra las primeras y humildes tentativas del ser humano en el campo de la cría de abejas, la apicultura industrial de hoy en día y un futuro en el que estos insectos se han extinguido por completo, explora también con sutileza y profundidad las relaciones familiares, el desarrollo y el medio ambiente. «Una escritora novel que tiene el valor suficiente para ejecutar tan amplio y logrado mosaico y, además, poner sobre la mesa un tema polémico y de actualidad es algo que no se ve todos los días».Aftenposten

Maja Lunde (Oslo, 1975) es conocida por su trabajo para algunas de las series más populares de la televisión noruega. Ha publicado tres libros infantiles, una obra juvenil y tres novelas para adultos. Historia de las abejas recibió el Premio de la Asociación de Libreros Noruegos y ha sido traducida a una treintena de lenguas.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788416854691
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisDRM Adobe
FormatE101
Verlag
Erscheinungsjahr2016
Erscheinungsdatum25.10.2016
Auflage1. Auflage
Reihen-Nr.474
Seiten328 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse1410 Kbytes
Artikel-Nr.3276553
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe

Tao

Distrito 242, Sirón, Sichuan,
2098
Cual pájaros contrahechos nos balanceamos cada una en nuestra rama, con un recipiente de plástico en una mano y un cepillo de plumas en la otra.

Subí trepando, despacio, con todo el cuidado de que era capaz. Aquello no se me daba muy bien: a diferencia de muchas de las otras mujeres del pelotón de trabajo, mis movimientos eran a menudo demasiado bruscos, me faltaban esa delicada motricidad y ligereza exigidas. Yo no estaba hecha para eso, y sin embargo tenía que estar allí doce horas al día.

Los árboles tenían ya una veintena de años. Las ramas, frágiles como cristal fino, crujían bajo nuestro peso. Yo me doblaba con cuidado, había que evitar dañar el árbol. Coloqué la pierna derecha sobre una rama aún más alta, luego la izquierda. Por fin encontré una postura de trabajo segura, incómoda, pero estable. Desde allí alcanzaría hasta las flores de más arriba.

El pequeño recipiente de plástico estaba lleno del ligerísimo oro, pesado con precisión y repartido entre todas nosotras al comienzo de la jornada laboral, exactamente la misma cantidad para cada una. De un modo ingrávido intentaba llevar cantidades invisibles desde el recipiente hasta los árboles. Cada flor tenía que ser polinizada con el minúsculo cepillo de plumas de gallina, fabricado tras una investigación justo para este fin. Ninguna pluma artificial había mostrado ser ni la mitad de eficaz. Se había probado una y otra vez porque no teníamos prisa, en nuestro distrito la tradición tenía más de cien años. Aquí las abejas habían desaparecido ya en la década de 1980, mucho antes del Colapso, las mataron los insecticidas. Unos años más tarde, cuando estos dejaron de emplearse, las abejas volvieron, pero para entonces ya se había puesto en marcha la polinización manual. Los resultados mejoraron, aunque requería una gran cantidad de personas, muchísimas manos. Y entonces, cuando se produjo el Colapso, mi distrito tenía una ventaja en competencia. A nosotros nos había resultado rentable ser de los que más contaminaban. Éramos un país pionero en contaminación, razón por la que nos convertimos en un país pionero en polinización manual. Una paradoja nos había salvado.

Aunque me estiré todo lo que pude, no llegaba a la flor de más arriba. Estaba a punto de darme por vencida, pero como sabía que podían penalizarme, lo intenté una vez más. Nos reducían el sueldo si gastábamos el polen demasiado deprisa, y también si gastábamos demasiado poco. El resultado del trabajo era invisible. Cuando al final de la jornada nos bajábamos de los árboles, no había nada que diera cuenta de nuestro esfuerzo, salvo las cruces de tiza roja en los troncos de los árboles, a poder ser unas cuarenta al día. Hasta la llegada del otoño, en que los árboles estaban repletos de frutos, no se veía con claridad dónde se había hecho un buen trabajo. Pero para entonces nosotras ya hacía tiempo que habíamos olvidado quién había polinizado qué árboles.

Ese día me habían colocado en el sector 748. ¿De cuántos? No lo sabía. Mi grupo era uno de cientos. Con los monos de trabajo color beis éramos tan homogéneas como los árboles. Y estábamos tan cerca las unas de las otras como las flores. Nunca solas, siempre en grupo, arriba en los árboles o andando por los surcos de un sector al siguiente. Únicamente se nos permitía estar solas entre las paredes de nuestras pequeñas casas unas pocas horas al día. Por lo demás, toda nuestra vida transcurría allí.

Reinaba el silencio. No se nos permitía hablar mientras trabajábamos. Lo único que se oía eran nuestros cuidadosos desplazamientos por los árboles, un carraspeo por lo bajo, algún que otro bostezo, la tela de la ropa de trabajo rozando contra el tronco. Y algunas veces ese sonido por el que todas habíamos llegado a sentir aversión: una rama que crujía, o, en el peor de los casos, que se rompía. Una rama rota significaba menos frutos y una razón más para reducirnos el sueldo. Por lo demás, los únicos ruidos que se oían eran los producidos por el viento al pasar por entre las ramas, al barrer las flores o al deslizarse por la hierba del suelo.

Soplaba desde el sur, desde el bosque, oscuro y salvaje, azotando los frutales de flores blancas que aún estaban sin follaje. Al cabo de unas semanas el bosque sería una frondosa pared verde. Nunca nos internábamos en él, no teníamos nada que hacer allí. Pero ahora corrían rumores de que también el bosque sería arrancado y replantado.

Una mosca venía zumbando de allí, algo poco corriente. Hacía días que no veía un pájaro, también había cada vez menos. Cazaban los pocos insectos que quedaban, y pasaban hambre, como el resto del mundo.

Pero entonces un sonido cortante rompió el silencio. El silbato del barracón de la dirección, el que señalaba la segunda y última pausa de la jornada. De repente me di cuenta de lo seca que tenía la boca.

Mis compañeras de trabajo y yo bajamos deslizándonos de los árboles al suelo. Ellas ya se habían puesto a charlar, ese balbuceo cacofónico que se encendía como con un interruptor en cuanto sabían que estaba permitido.

Yo no dije nada, me concentré en bajar lentamente, en llegar abajo sin romper ninguna rama. Lo conseguí. Pura suerte. Era torpe, patosa, y ya llevaba allí el tiempo suficiente como para saber que jamás llegaría a ser verdaderamente buena en aquel trabajo.

En el suelo, junto al árbol, estaba la botella de agua de metal arañado. La cogí y bebí a toda prisa. El agua estaba templada. Sabía a aluminio, el sabor me hizo beber menos de lo que necesitaba.

Dos jóvenes vestidos de blanco del equipo de Nutrición repartieron rápido las cajas recicladas que contenían la segunda comida del día. Me senté sola, con la espalda apoyada en el tronco del árbol y abrí la mía. Ese día el arroz estaba mezclado con granos de maíz. Probé un poco. Como siempre demasiado salado, condimentado con chile y soja artificialmente producidos. Hacía mucho tiempo que no probaba la carne. El forraje para animales requería demasiado campo cultivado. Y gran parte del forraje tradicional requería polinización. No valía la pena dedicar nuestro minucioso trabajo manual a los animales.

La caja se vació antes de que me hubiera saciado. Me levanté y la devolví a la cesta de recogida. Luego empecé a moverme. Tenía las piernas cansadas, también entumecidas de estar tanto tiempo encogida subida en los árboles. Me bullía la sangre, no era capaz de mantener el cuerpo quieto.

Pero de nada sirvió. Eché una mirada rápida a mi alrededor. Nadie de la dirección estaba atento. Me tumbé rápidamente en el suelo para estirar la espalda, que me dolía muchísimo.

Cerré por un instante los ojos, intentando reprimir las voces de las demás mujeres del equipo. Prefería escuchar cómo el balbuceo subía y bajaba de nivel. ¿De dónde venía esa necesidad de hablar tantas a la vez? Ellas lo hacían desde niñas. Horas y horas de conversaciones en grupo en las que el tema era siempre un mínimo común múltiplo y en las que nunca se profundizaba en nada. Excepto tal vez cuando la persona de la que se hablaba no estaba presente.

Yo prefería conversar con una sola persona. O estar sola. En el trabajo casi siempre esto último. Y en casa tenía a Kuan, mi marido. Ciertamente no eran nuestras largas conversaciones lo que nos unía. Las referencias de Kuan eran de aquí y ahora, él era un hombre concreto, no anhelaba conocimientos. En sus brazos yo encontraba la paz. Y teníamos a Wei-Wen, nuestro hijo de tres años. De él sí podíamos hablar.

Justo cuando estaba a punto de quedarme dormida con el balbuceo, este cesó de repente. Todas se habían callado.

Me incorporé. Las demás mujeres del equipo habían vuelto la cara hacia el camino.

El séquito venía bajando por los surcos hacia nosotras.

No tenían más de ocho años, algunos me sonaban del colegio de Wei-Wen. Todos vestían igual, los mismos trajes sintéticos color beis que llevábamos nosotras. Se acercaban lo más rápidamente que les permitían sus cortas piernas. Dos monitores adultos los controlaban. Uno delante y otro detrás. Los dos tenían potentes voces que corregían sin parar a los niños. Pero no regañaban, les transmitían los mensajes con afecto y compasión. Porque aunque los niños no fueran del todo conscientes de adónde los llevaban, los adultos sí lo eran.

Los niños iban cogidos de la mano en parejas desiguales, los más altos con los más bajos, los mayores se ocupaban de los más pequeños. Un paso irregular, desorganizado, pero siempre cogidos de la mano, como si las tuvieran pegadas. Tal vez les habían pedido que no se soltaran.

Sus miradas se posaron sobre nosotras, sobre los árboles. Curiosos, algunos nos miraban con los ojos entornados y las cabezas inclinadas. Como si estuvieran allí por primera vez, aunque todos se habían criado en el distrito y no conocían otra naturaleza que la de las filas interminables de árboles frutales, en contraste con la sombra del bosque cubierto de vegetación al sur. Una niña bajita se me quedó mirando con sus ojos grandes, algo juntos. Parpadeó un par de veces, luego sorbió por la nariz con fuerza. Llevaba de la mano a un niño delgado, que bostezó ruidosamente, sin taparse la boca con la mano libre, inconsciente por completo de que su cara se convirtió en una gran boca abierta. No bostezó como para expresar aburrimiento, era demasiado joven para eso, era la falta de comida lo que le producía cansancio. Una chica alta y esbelta llevaba de la mano a un niño pequeño que respiraba con...

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Autor

Maja Lunde (Oslo, 1975) es conocida por su trabajo para algunas de las series más populares de la televisión noruega. Ha publicado tres libros infantiles, una obra juvenil y tres novelas para adultos. Historia de las abejas recibió el Premio de la Asociación de Libreros Noruegos y ha sido traducida a una treintena de lenguas.