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E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
188 Seiten
Englisch
Linkguaerschienen am01.04.2019
Cumandá, también titulado Un drama entre salvajes, es una novela del ecuatoriano Juan León Mera. Juan León Mera, como auténtico hijo de su país y de su tierra, revela en toda su obra una clara predilección por los temas nativos. Cumandá es un anticipo de la novela indigenista que vendrá pocos años más tarde, pues refleja ya en este libro la protesta social indígena y su venganza contra su opresor. Tres hilos temáticos conforman esta novela de Juan León Mera: - el amor, - el indio - y la selva.El subtítulo lo advierte y la narración se perfila entre pasiones, huidas, persecuciones y sacrificios. Cumandá es una novela fundadora de la narrativa ecuatoriana, y es también heredera ejemplar de la tradición romántica latinoamericana. A su manera, le da continuidad y la reorganiza. Así el amor imposible de una india y un blanco se engarza con la figura del buen salvaje. Juntos abren el universo sublime y misterioso de la selva. No falta la intriga, tampoco asombro. En Cumandá están los ecos de esas mujeres imaginadas en María de Jorge Isaacs, en Cecilia Valdés de Cirilo Villaverde o en Amalia de José Marmol. En los cuerpos de esos personajes literarios se pergeñaban proyectos biopolíticos y programas civilizatorios. También encontramos un diálogo con los textos de los exploradores, a la vez admirados y aterrados, frente a la naturaleza americana. Se dialoga además con las crónicas del Nuevo Mundo y las Tradiciones. Esas ingeniosas reconstrucciones del pasado que Ricardo Palmallevó a su cúspide. No son menos interesantes los modos en que Juan León Mera impugna las teorías sobre la inferioridad del indio. Aquí se cuestiona a Buffon, Montesquieu, Robertson, Domingo Faustino Sarmiento o José Ingenieros. A la vez pone en jaque todas aquellas concepciones de origen roussoniano, que enarbolaban al indio como un otro deseado. Se cuestiona la idea del idea del indio como estandarte que asegura el sueño colonial de América como un lugar ideal, virgen e impoluto. Queda por decidir si Cumandá se ubica a caballo entre una corriente indianista que insiste en una imagen exótica, decorativa y folclórica del indio, y otra corriente indigenista que lo pone en el centro del escenario, le da voz y se hace eco de su complejo universo cultural. En todo caso, esta novela reúne muchas de las preguntas que acompañan y aún acompañan el devenir de Ecuador y de América Latina.

Juan León Mera
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KlappentextCumandá, también titulado Un drama entre salvajes, es una novela del ecuatoriano Juan León Mera. Juan León Mera, como auténtico hijo de su país y de su tierra, revela en toda su obra una clara predilección por los temas nativos. Cumandá es un anticipo de la novela indigenista que vendrá pocos años más tarde, pues refleja ya en este libro la protesta social indígena y su venganza contra su opresor. Tres hilos temáticos conforman esta novela de Juan León Mera: - el amor, - el indio - y la selva.El subtítulo lo advierte y la narración se perfila entre pasiones, huidas, persecuciones y sacrificios. Cumandá es una novela fundadora de la narrativa ecuatoriana, y es también heredera ejemplar de la tradición romántica latinoamericana. A su manera, le da continuidad y la reorganiza. Así el amor imposible de una india y un blanco se engarza con la figura del buen salvaje. Juntos abren el universo sublime y misterioso de la selva. No falta la intriga, tampoco asombro. En Cumandá están los ecos de esas mujeres imaginadas en María de Jorge Isaacs, en Cecilia Valdés de Cirilo Villaverde o en Amalia de José Marmol. En los cuerpos de esos personajes literarios se pergeñaban proyectos biopolíticos y programas civilizatorios. También encontramos un diálogo con los textos de los exploradores, a la vez admirados y aterrados, frente a la naturaleza americana. Se dialoga además con las crónicas del Nuevo Mundo y las Tradiciones. Esas ingeniosas reconstrucciones del pasado que Ricardo Palmallevó a su cúspide. No son menos interesantes los modos en que Juan León Mera impugna las teorías sobre la inferioridad del indio. Aquí se cuestiona a Buffon, Montesquieu, Robertson, Domingo Faustino Sarmiento o José Ingenieros. A la vez pone en jaque todas aquellas concepciones de origen roussoniano, que enarbolaban al indio como un otro deseado. Se cuestiona la idea del idea del indio como estandarte que asegura el sueño colonial de América como un lugar ideal, virgen e impoluto. Queda por decidir si Cumandá se ubica a caballo entre una corriente indianista que insiste en una imagen exótica, decorativa y folclórica del indio, y otra corriente indigenista que lo pone en el centro del escenario, le da voz y se hace eco de su complejo universo cultural. En todo caso, esta novela reúne muchas de las preguntas que acompañan y aún acompañan el devenir de Ecuador y de América Latina.

Juan León Mera
Details
Weitere ISBN/GTIN9788490076514
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisePub Wasserzeichen
FormatE101
Verlag
Erscheinungsjahr2019
Erscheinungsdatum01.04.2019
Reihen-Nr.122
Seiten188 Seiten
SpracheEnglisch
Dateigrösse1424 Kbytes
Artikel-Nr.4288418
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe

I. Las selvas del oriente

El monte Tungurahua, de hermosa figura cónica y de cumbre siempre blanca, parece haber sido arrojado por la mano de Dios sobre la cadena oriental de los Andes, la cual, hendida al terrible golpe, le ha dado ancho asiento en el fondo de sus entrañas. En estas profundidades y a los pies del coloso, que, no obstante su situación, mide 5.087 metros de altura sobre el mar,1 se forma el río Pastaza de la unión del Patate, que riega el este de la provincia que lleva el nombre de aquella gran montaña, y del Chambo que, después de recorrer gran parte de la provincia del Chimborazo, se precipita furioso y atronador por su cauce de lava y micaesquista.

El Chambo causa vértigo a quienes por primera vez lo contemplan: se golpea contra los peñascos, salta convertido en espuma, se hunde en sombríos vórtices, vuelve a surgir a borbotones, se retuerce como un condenado, brama como cien toros heridos, truena como la tempestad, y mezclado luego con el otro río continúa con mayor ímpetu cavando abismos y estremeciendo la tierra, hasta que da el famoso salto de Agoyán, cuyo estruendo se oye a considerable distancia. Desde este punto, a una hora de camino del agreste y bello pueblecito de Baños, toma el nombre de Pastaza, y su carrera, aunque majestuosa, es todavía precipitada hasta muchas leguas abajo. Desde aquí también comienza a recibir mayor número de tributarios, siendo los más notables, antes del cerro Abitahua, el Río-verde, de aguas cristalinas y puras, y el Topo, cuyos orígenes se hallan en las serranías de Llanganate, en otro tiempo objeto de codiciosas miras, porque se creía que encerraba riquísimas minas de oro.

El Pastaza, uno de los reyes del sistema fluvial de los desiertos orientales, que se confunden y mueren en el seno del monarca2 de los ríos del mundo, tiene las orillas más groseramente bellas que se puede imaginar, a lo menos desde las inmediaciones del mentado pueblecito hasta largo espacio adelante de la confluencia del Topo. El cuadro, o más propiamente la sucesión de cuadros que ellas presentan, cambian de aspecto, en especial pasado el Abitahua hasta el gran Amazonas. En la parte en que nos ocupamos, agria y salvaje por extremo, parece que los Andes, en violenta lucha con las ondas, se han rendido solo a más no poder y las han dejado abrirse paso por sus más recónditos senos. A derecha e izquierda la secular vegetación ha llegado a cubrir los estrechos planos, las caprichosas gradas, los bordes de los barrancos, las laderas y hasta las paredes casi perpendiculares de esa estupenda rotura de la cadena andina; y por entre columnatas de cedros y palmeras, y arcadas de lianas, y bóvedas de esmeralda y oro bajan, siempre a saltos y tumbos, y siempre bulliciosos, los infinitos arroyos que engruesan, amén de los ríos secundarios, el venaje del río principal. Podría decirse que todos ellos buscan con desesperación el término de su carrera seducidos y alucinados por las voces de su soberano que escucharon allá entre las breñas de la montaña.

El viajero no acostumbrado a penetrar por esas selvas, a saltar esos arroyos, esguazar esos ríos, bajar y subir por las pendientes de esos abismos, anda de sorpresa en sorpresa, y juzga los peligros que va arrastrando mayores de lo que son en verdad. Pero estos mismos peligros y sorpresas, entre las cuales hay no pocas agradables, contribuyen a hacerle sentir menos el cansancio y la fatiga, no obstante que, ora salva de un vuelo un trecho desmesurado, ora da pasitos de a sesma; ya va de puntillas, ya de talón, ya con el pie torcido; y se inclina, se arrastra, se endereza, se balancea, cargando todo el cuerpo en el largo bastón de caña brava,3 se resbala por el descortezado tronco de un árbol caído, se hunde en el cieno, se suspende y columpia de un bejuco, mirando a sus pies por entre las roturas del follaje las agitadas aguas del Pastaza, a más de doscientos metros de profundidad, o bien oyendo solamente su bramido en un abismo que parece sin fondo... En tales caminos, si caminos pueden llamarse, todo el mundo tiene que ser acróbata por fuerza.

El paso del Topo es de lo más medroso. Casi equidistantes una de otra hay en la mitad del cauce dos enormes piedras bruñidas por las ondas que se golpean y despedazan contra ellas; son los machones centrales del puente más extraordinario que se puede forjar con la imaginación, y que se lo pone, sin embargo, por mano de hombres en los momentos en que es preciso trasladarse a las faldas del Abitahua: ese puente es, como si dijésemos, lo ideal de lo terrible realizado por la audacia de la necesidad. Consiste la peregrina fábrica en tres guadúas de algunos metros de longitud tendidas de la orilla a la primera piedra, de ésta a la segunda y de aquí a la orilla opuesta. Sobre los hombros de los prácticos más atrevidos, que han pasado primero y se han colocado cual estatuas en las piedras y las márgenes, descansan otras guadúas que sirven de pasamanos a los demás transeúntes. La caña tiembla y se comba al peso del cuerpo; la espuma rocía los pies; el ruido de las ondas asorda; el vértigo amenaza, y el corazón más valeroso duplica sus latidos. Al cabo está uno de la banda de allá del río, y el puente no tarda en desaparecer arrebatado de la corriente.

Enseguida comienza la ascensión del Abitahua, que es un soberbio altar de gradas de sombría verdura, levantado donde acaba propiamente la rotura de los Andes que hemos bosquejado, y empiezan las regiones orientales. En sus crestas más elevadas, esto es, a una altura de cerca de mil metros, descuellan centenares de palmas que parecen gigantes extasiados en alguna maravilla que está detrás, y que el caminante no puede descubrir mientras no pise el remate del último escalón. Y cierto, una vez coronada la cima, se escapa de lo íntimo del alma un grito de asombro: allí está otro mundo; allí la naturaleza muestra con ostentación una de sus fases más sublimes: es la inmensidad de un mar de vegetación prodigiosa bajo la azul inmensidad del cielo. A la izquierda y a lo lejos la cadena de los Andes semeja una onda de longitud infinita, suspensa un momento por la fuerza de dos vientos encontrados; al frente y a la derecha no hay más que la vaga e indecisa línea del horizonte entre los espacios celestes y la superficie de las selvas, en la que se mueve el espíritu de Dios como antes de los tiempos se movía sobre la superficie de las aguas.4 Algunas cordilleras de segundo y tercer orden, ramajes de la principal, y casi todas tendidas del Oeste al Este, no son sino breves eminencias, arrugas insignificantes que apenas interrumpen el nivel de ese grande Sahara de verdura. En los primeros términos se alcanza a distinguir millares de puntos de relieve como las motillas de una inconmensurable manta desdoblada a los pies del espectador: son las palmeras que han levantado las cabezas buscando las regiones del aire libre, cual si temiesen ahogarse en la espesura. Unos cuantos hilos de plata en eses prolongadas y desiguales, y, a veces, interrumpidas de trecho en trecho, brillan allá distantes: son los caudalosos ríos que descendiendo de los Andes se apresuran a llevar su tributo al Amazonas. Con frecuencia se ve la tempestad como alado y negro fantasma cerniéndose sobre la cordillera y despidiendo serpientes de fuego que se cruzan como una red, y cuyo tronido no alcanza a escucharse; otras veces los vientos del Levante se desencadenan furiosos y agitan las copas de aquellos millones de millones de árboles, formando interminable serie de olas de verdemar, esmeralda y tornasol, que en su acompasado y majestuoso movimiento producen una especie de mugidos, para cuya imitación no se hallan voces en los demás elementos de la naturaleza. Cuando luego inmoble y silencioso aquel excepcional desierto recibe los rayos del Sol naciente, reverbera con luces apacibles, aunque vivas, a causa del abundante rocío que ha lavado las hojas. Cuando el astro del día se pone, el reverberar es candente, y hay puntos en que parece haberse dado a las selvas un baño de cobre derretido, o donde una ilusión óptica muestra llamas que se extienden trémulas por las masas de follaje sin abrasarlas. Cuando, en fin, se levanta la espesa niebla y lo envuelve todo en sus rizados pliegues, aquello es un verdadero caos en que la vista y el pensamiento se confunden, y el alma se siente oprimida por una tristeza indefinible y poderosa. Ese caos remeda los del pasado y el porvenir, entre los cuales puesto el hombre brilla un segundo cual leve chispa y desaparece para siempre; y el conocimiento de su pequeñez, impotencia y miseria es la causa principal del abatimiento que le sobrecoge a vista de aquella imagen que le hace tangible, por decirlo así, la verdad de su existencia momentánea y de su triste suerte en el mundo.

Desde las faldas orientales del Abitahua cambia el espectáculo: está el viajero bajo las olas del extraño y pasmoso golfo que hemos bosquejado; ha descendido de las regiones de la luz al imperio de las misteriosas sombras. Arriba, se dilataba el pensamiento a par de las miradas por la inmensidad de la superficie de las selvas y lo infinito del cielo; aquí abajo los troncos enormes, los más cubiertos de bosquecillos de parásitas, las ramas entrelazadas, las cortinas de floridas enredaderas que descienden desde la cima de los árboles, los flexibles bejucos que imitan los cables y jarcia de los navíos, le rodean a uno por todas partes, y a veces se cree preso en una dilatada red allí tendida por alguna ignota divinidad del desierto para dar caza al descuidado caminante. Sin embargo, ¡cosa singular!, esta aprensión que debía acongojar el espíritu,...

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