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De sobremesa

E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
266 Seiten
Spanisch
Linkguaerschienen am01.01.2024
De sobremesa, la novela del poeta colombiano José Asunción Silva, muestra las complejas emociones y sensaciones del fin del siglo XIX, en Latinoamérica. Publicada en 1925, años después del fallecimiento del autor en 1896, esta obra literaria redefine la narrativa al fusionar elementos visuales y emocionales en un mosaico. La narrativa adopta el formato de diario, enmarcado por un relato introductorio. José Fernández de Sotomayor y Andrade, el protagonista, comparte extractos de su diario con un selecto grupo de amigos durante la sobremesa, tras un festín. La elección del formato del diario trasciende su definición convencional, llevándonos a una travesía emocional que conecta con el alma del lector. En De sobremesa los elementos visuales son construidos meticulosamente, dando vida a las experiencias sensoriales y las sensaciones del protagonista. Mientras que los aspectos externos se esbozan con agilidad, el mundo interno se explora en detalle, permitiendo al lector fusionarse con las vivencias de Fernández. Entre los aspectos visuales más distintivos se encuentran las descripciones de Helena de Scilly Dancourt. Su imagen, teñida de lo ultraterrenal, se dibuja con tintes celestiales. Su pelo, tocado por la luz de las velas, emana un halo brillante, transformándola en una figura mística. La representación visual de Helena refuerza su naturaleza inalcanzable, elevándola a un estado de aura que perdura en la mente del protagonista y del lector. La novela trasciende los límites de lo terrenal, adentrándose en lo sobrenatural y lo espiritual. La búsqueda incesante de Fernández por Helena se convierte en un motif que guía la narrativa. La interacción entre el entorno y las emociones se expresa en términos visuales, creando una atmósfera que fusiona lo físico con lo emocional.

José Asunción Silva, nacido en 1865, se ha consolidado como una de las figuras más emblemáticas y reverenciadas de la poesía colombiana y, por extensión, del modernismo hispanoamericano. Su contribución a la literatura no solo lo sitúa en un sitial de honor en Colombia sino que también lo establece como precursor de un movimiento literario que encontró su apogeo en la obra de Rubén Darío. La producción literaria de Silva se caracteriza por su diversidad y profundidad, con obras que abarcan desde 'El libro de versos', una compilación auto-curada, hasta 'Gotas amargas', una obra que prefirió mantener inédita. Su colección 'Versos varios' ofrece una panorámica amplia del resto de su producción poética. A diferencia de muchos de sus contemporáneos, Silva no se dejó seducir por el parnasianismo ni por el preciosismo típico de la década de 1890, como se evidencia en su sátira 'Sinfonía de color de fresa en leche'. Influenciado por figuras literarias de la talla de Edgar Allan Poe, Gustavo Adolfo Bécquer y José Martí, Silva es reconocido principalmente como un poeta simbolista. Su estilo, marcado por una sensibilidad única y un lenguaje evocador, refleja la complejidad emocional y la riqueza imaginativa que caracterizan su obra. La vida de Silva estuvo marcada por la tragedia personal, culminando en su suicidio en 1896. Este acto final puso en relieve la intensidad y la pasión que definieron su vida y su obra. La publicación póstuma de su poesía en Barcelona en 1908, con un prólogo apasionado de Miguel de Unamuno, sirvió no solo para consolidar su legado sino también para presentar su genio a una audiencia más amplia. Hoy en día, José Asunción Silva sigue siendo una figura central en la historia de la literatura hispanoamericana, un poeta cuya obra continúa inspirando y desafiando a lectores y escritores por igual. Su poesía, impregnada de melancolía y belleza, sigue siendo un testimonio conmovedor de su espíritu y su época.
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Verfügbare Formate
TaschenbuchKartoniert, Paperback
EUR25,78
E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
EUR2,99

Produkt

KlappentextDe sobremesa, la novela del poeta colombiano José Asunción Silva, muestra las complejas emociones y sensaciones del fin del siglo XIX, en Latinoamérica. Publicada en 1925, años después del fallecimiento del autor en 1896, esta obra literaria redefine la narrativa al fusionar elementos visuales y emocionales en un mosaico. La narrativa adopta el formato de diario, enmarcado por un relato introductorio. José Fernández de Sotomayor y Andrade, el protagonista, comparte extractos de su diario con un selecto grupo de amigos durante la sobremesa, tras un festín. La elección del formato del diario trasciende su definición convencional, llevándonos a una travesía emocional que conecta con el alma del lector. En De sobremesa los elementos visuales son construidos meticulosamente, dando vida a las experiencias sensoriales y las sensaciones del protagonista. Mientras que los aspectos externos se esbozan con agilidad, el mundo interno se explora en detalle, permitiendo al lector fusionarse con las vivencias de Fernández. Entre los aspectos visuales más distintivos se encuentran las descripciones de Helena de Scilly Dancourt. Su imagen, teñida de lo ultraterrenal, se dibuja con tintes celestiales. Su pelo, tocado por la luz de las velas, emana un halo brillante, transformándola en una figura mística. La representación visual de Helena refuerza su naturaleza inalcanzable, elevándola a un estado de aura que perdura en la mente del protagonista y del lector. La novela trasciende los límites de lo terrenal, adentrándose en lo sobrenatural y lo espiritual. La búsqueda incesante de Fernández por Helena se convierte en un motif que guía la narrativa. La interacción entre el entorno y las emociones se expresa en términos visuales, creando una atmósfera que fusiona lo físico con lo emocional.

José Asunción Silva, nacido en 1865, se ha consolidado como una de las figuras más emblemáticas y reverenciadas de la poesía colombiana y, por extensión, del modernismo hispanoamericano. Su contribución a la literatura no solo lo sitúa en un sitial de honor en Colombia sino que también lo establece como precursor de un movimiento literario que encontró su apogeo en la obra de Rubén Darío. La producción literaria de Silva se caracteriza por su diversidad y profundidad, con obras que abarcan desde 'El libro de versos', una compilación auto-curada, hasta 'Gotas amargas', una obra que prefirió mantener inédita. Su colección 'Versos varios' ofrece una panorámica amplia del resto de su producción poética. A diferencia de muchos de sus contemporáneos, Silva no se dejó seducir por el parnasianismo ni por el preciosismo típico de la década de 1890, como se evidencia en su sátira 'Sinfonía de color de fresa en leche'. Influenciado por figuras literarias de la talla de Edgar Allan Poe, Gustavo Adolfo Bécquer y José Martí, Silva es reconocido principalmente como un poeta simbolista. Su estilo, marcado por una sensibilidad única y un lenguaje evocador, refleja la complejidad emocional y la riqueza imaginativa que caracterizan su obra. La vida de Silva estuvo marcada por la tragedia personal, culminando en su suicidio en 1896. Este acto final puso en relieve la intensidad y la pasión que definieron su vida y su obra. La publicación póstuma de su poesía en Barcelona en 1908, con un prólogo apasionado de Miguel de Unamuno, sirvió no solo para consolidar su legado sino también para presentar su genio a una audiencia más amplia. Hoy en día, José Asunción Silva sigue siendo una figura central en la historia de la literatura hispanoamericana, un poeta cuya obra continúa inspirando y desafiando a lectores y escritores por igual. Su poesía, impregnada de melancolía y belleza, sigue siendo un testimonio conmovedor de su espíritu y su época.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788498168396
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisePub Wasserzeichen
FormatE101
Verlag
Erscheinungsjahr2024
Erscheinungsdatum01.01.2024
Reihen-Nr.481
Seiten266 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse1309 Kbytes
Artikel-Nr.13562838
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe


De sobremesa

Recogida por la pantalla de gasa y encajes, la claridad tibia de la lámpara caía en círculo sobre el terciopelo carmesí de la carpeta, y al iluminar de lleno tres tazas de China, doradas en el fondo por un resto de café espeso, y un frasco de cristal tallado, lleno de licor transparente entre el cual brillaban partículas de oro, dejaba ahogado en una penumbra de sombría púrpura, producida por el tono de la alfombra, los tapices y las colgaduras, el resto de la estancia silenciosa.

En el fondo de ella, atenuada por diminutas pantallas de rojiza gasa, luchaba con la semioscuridad circunvecina, la luz de las bujías del piano, en cuyo teclado abierto oponía su blancura brillante el marfil al negro mate del ébano.

Sobre lo rojo de la pared, cubierta con opaco tapiz de lana, brillaban las cinceladuras de los puños y el acero terso de las hojas de dos espadas cruzadas en panoplia sobre una rodela, y destacándose del fondo oscuro del lienzo, limitado por el oro de un marco florentino, sonreía con expresión bonachona, la cabeza de un burgomaestre flamenco, copiada de Rembrandt.

El humo de dos cigarrillos, cuyas puntas de fuego ardían en la penumbra, ondeaba en sutiles espirales azulosas en el círculo de luz de la lámpara y el olor enervante y dulce del tabaco opiado de Oriente se fundía con el del cuero de Rusia en que estaba forrado el mobiliario.

Una mano de hombre se avanzó sobre el terciopelo de la carpeta, frotó una cerilla y encendió las seis bujías puestas en pesado candelabro de bronce cercano a la lámpara. Con el aumento de luz fue visible el grupo que guardaba silencio: el fino perfil árabe de José Fernández, realzado por la palidez mate de la tez y la negrura rizosa de los cabellos y de la barba; la contextura hercúlea y la fisonomía plácida de Juan Rovira, tan atrayente por el contraste que en ella forman los ojazos de expresión infantil y las canas del espeso bigote, sobre lo moreno del cutis atezado por el Sol; la cara enjuta y grave de Óscar Sáenz, que con la cabeza hundida en los cojines del diván turco y el cuerpo tendido sobre él, se retorcía la puntiaguda barbilla rubia y parecía perdido en una meditación interminable.

-¡Bonita sobremesa! Hace media hora que estamos callados como tres muertos. Esta media luz que te gusta a ti, Fernández, ayuda al silencio y es un narcótico -prorrumpió Juan Rovira, escogiendo un cigarro en la caja de habanos sobre la mesa, al pie del frasco de aguardiente de Danzig-. Bonita sobremesa para una comilona rociada con ese borgoña. ¡Si ya me sentía con principios de congestión! -y comenzó a pasearse a grandes pasos por el cuarto, con la mano derecha metida en el bolsillo del chaleco, y arrancándole al puro las primeras bocanadas de humo.

-¿Qué quieres? Esto lo llaman los poetas el silencio de la intimidad; también es que Óscar nos ha contagiado; le comieron la lengua los ratones del hospital... No has atravesado tres palabras desde que entraste. Tienes sueño -dijo dirigiéndose a Sáenz, que se incorporó al oírlo.

-¿Yo, sueño?... No; estoy un poco cansado. Pero suponte, Juan -siguió, clavando en Rovira los ojos pequeños y penetrantes, que por un hábito profesional observan siempre la fisonomía del interlocutor como buscando en ella el síntoma o la expresión de una oculta dolencia-; suponte, paso la semana entera en las salas frías del hospital y en las alcobas donde sufren tantos enfermos incurables; veo allí todas las angustias, todas las miserias de la debilidad y del dolor humano en sus formas más tristes y más repugnantes; respiro olores nauseabundos de desaseo, de descomposición y de muerte; no visito a nadie y los sábados entro aquí a encontrar el comedor iluminado a giorno por treinta bujías diáfanas y perfumado por la profusión de flores raras que cubren la mesa y desbordan, multicolores, húmedas y frescas, de los jarrones de cristal de Murano; el brillo mate de la vieja vajilla de plata marcada con las armas de los Fernández de Sotomayor; las frágiles porcelanas decoradas a mano por artistas insignes; los cubiertos que parecen joyas; los manjares delicados, el rubio jerez añejo, el johannisberg seco, los burdeos y los borgoñas que han dormido treinta años en el fondo de la bodega; los sorbetes helados a la rusa, el tokay con sabores de miel, todos los refinamientos de esas comidas de los sábados, y luego, en el ambiente suntuoso de este cuarto, el café aromático como una esencia, los puros riquísimos y los cigarrillos egipcios que perfuman el aire... Junta a la impresión de todos esos detalles materiales, la que me causa a mí, acostumbrado a ver moribundos, el exceso de vigor físico y la superabundancia de vida de este hombrón -dijo señalando a Fernández, que sonrió con una expresión de triunfo-, junta eso con mis quehaceres habituales y con el ambiente mezquino y prosaico en que vivo y comprenderás mi silencio cuando estoy aquí. Por eso me callo, y por otras cosas también...

-¿Cuáles son esas cosas? -inquirió Fernández.

-Son tus aventuras amorosas, que todos te envidiamos en secreto -insinuó Rovira con aire paternal-, y que por el lado antihigiénico preocupan a este don Pedro Recio Tirteafuera.

-No, lo demás es que he comprendido la inutilidad de suplicarte para que vuelvas al trabajo literario y te consagres a una obra digna de tus fuerzas y que cada vez que estoy aquí, prefiero no hablar para no repetirte que es un crimen disponer de los elementos de que dispones y dejar que pasen los días, las semanas, los años enteros sin escribir una línea. ¿Dormiste sobre tus laureles, satisfecho con haber publicado dos tomos de poesía, uno cuando niño y otro hace ya siete años?

-¿Te parece poco haber escrito un tomo de poesías como los «Primeros versos» y como los «Poemas del más allá»?

-Yo no sé de esas cosas, pero me parece que valen la pena los versos de Fernández -agregó Rovira con aire de fastidio.

-Para cualquier otro me parecería mucho, para Fernández nada... Recuerde usted cuánto hace que los escribió... Todo lo que has hecho -continuó volviéndose al poeta-, todo lo más perfecto de tus poemas es nada, es inferior a lo que tenemos derecho a esperar de ti, los que te conocemos íntimamente, a lo que tú sabes muy bien que puedes hacer. Y sin embargo, hace dos años que no produces una línea... Dime, ¿piensas pasar tu vida entera como has pasado los últimos meses, disipando tus fuerzas en diez direcciones opuestas; exponiéndote a los azares de la guerra por defender una causa en que no crees, como lo hiciste en julio al combatir a las órdenes de Monteverde; promoviendo reuniones políticas para excitar al pueblo de que te ríes; cultivando flores raras en el invernáculo; seduciendo histéricas vestidas por Worth; estudiando árabe y emprendiendo excursiones peligrosas a las regiones más desconocidas y malsanas de nuestro territorio para continuar tus estudios de prehistoria y de antropología? Déjame echarte un sermón ya que me he callado tanto tiempo. En tu frenesí por ampliar el campo de las experiencias de la vida, en tu afán por desarrollar simultáneamente las facultades múltiples con que te ha dotado la naturaleza, vas perdiendo de vista el lugar a donde te diriges. El aspecto de tu escritorio ayer por la mañana daría a pensar en un principio de incoherencia a cualquier que te conociera menos de lo que te conozco. Había sobre tu mesa de trabajo un vaso de antigua mayólica lleno de orquídeas monstruosas; un ejemplar de Tíbulo manoseado por seis generaciones, y que guardaba entre sus páginas amarillentas la traducción que has estado haciendo; el último libro de no sé qué poeta inglés; tu despacho de general, enviado por el Ministerio de Guerra; unas muestras de mineral de las minas de Río Moro, cuyo análisis te preocupaba; un pañuelo de batista perfumado que sin duda le habías arrebatado la noche anterior en el baile de Santamaría al más aristocrático de tus flirts; tu libro de cheques contra el Banco Angloamericano, y presidía esa junta heteróclita el ídolo quichua que sacaste del fondo de un adoratorio, en tu última excursión, y una estatuilla griega de mármol blanco.

»Tú, sentado enfrente del escritorio, azotado ya por la ducha fría y excitado por tres tazas de té, comenzabas el día. Ya habías escrito una estrofa musical y perversa destinada probablemente a una de tus víctimas; según me dijiste, ya habías girado tres cheques para atender los pagos de la semana; llamado al teléfono para darle órdenes al arquitecto de Villa Helena; comenzando en el laboratorio un ensayo del mineral de Río Moro; ya habías leído diez páginas de una monografía sobre la raza azteca, y mientras ensillaban al más fogoso de los caballos, te entretenías en estudiar el plano de una batalla. ¡Dios mío! ¡Si hay un hombre capaz de coordinar todo eso, ese hombre, aplicado a una sola cosa, será una enormidad! Pero no, eso está fuera de lo humano... Te dispersarás inútilmente. No sólo te dispersarás, sino que esos diez caminos que quieres seguir al tiempo, se te juntarán, si los sigues, en uno solo.

-¿Que lleva al Asilo de Locos? -preguntó Fernández, sonriéndose con una sonrisa de desdén-. No lo creas... Yo creí eso en un tiempo. Hoy no lo creo.

-Bien, suponte que no sea así -continuó Sáenz imperturbable-. Da por sentado que tu organización de hierro resista las pruebas a que la sometes, y dime, ¿tú sí crees de buena fe que aunque vivas cien años alcanzarás a satisfacer los millones de curiosidades que levantas dentro de ti a cada instante, para lanzarlas por el mundo como una jauría de perros hambrientos, a caza de impresiones...

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Autor

José Antonio Saco y López-Cisneros (1797-Barcelona, 1879). Cuba.
Fue discípulo de Félix Varela en el Seminario de San Carlos, donde se graduó como bachiller en Derecho Civil en 1819. Más tarde, en 1821, terminó sus estudios de filosofía en la Universidad de la Habana. En varias ocasiones fue diputado a las Cortes españolas, pero sus críticas a la metrópolis lo obligaron a exiliarse. Saco viajó por Europa y Estados Unidos y colaboró en diversas publicaciones de la época, entre ellas la Revista Bimestre Cubana, de la que fue director.
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Silva, José Asunción