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Cómo robar un banco suizo

E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
348 Seiten
Spanisch
Siruelaerschienen am07.10.20201. Auflage
«Una novela de misterio que funciona y que, al mismo tiempo, es literatura de verdad». ANDREA CAMILLERI TODOS HEMOS SON?ADO CON HACERLO.¿El atraco perfecto es una fantasía, un reto o un absoluto disparate? Aunque parezca mentira, también en el país de los lagos apacibles, el césped perfectamente cortado y el dinero a buen recaudo, suceden cosas extraordinarias de vez en cuando. ¿Cómo un detective privado y un atracador arrepentido pueden verse involucrados en el sofisticado atraco a un banco suizo? El investigador Elia Contini y Jean Salviati, ladrón jubilado obligado a retomar su oficio para poder ayudar a su hija, protagonizan esta novela plena de suspense e ironía en la que nada es lo que parece y la trama discurre con la inexorable precisión de un mecanismo de relojería. Pero, aun en tiempos de incertidumbre financiera, un banco suizo es siempre sinónimo de unas arcas bien custodiadas, y desvalijarlo exige del delincuente un plan de refinadísima arquitectura, la misma me­tódica diligencia que los concienzudos helvéticos aplican a la defensa de su seguridad...

Andrea Fazioli (Bellinzona, Suiza, 1978) trabaja como periodista para la radio y la televisión. Su serie de novelas protagonizadas por el detective Elia Contini ha sido traducida a varios idiomas y acogida con entusiasmo por la crítica y los lectores.
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Verfügbare Formate
BuchKartoniert, Paperback
EUR31,38
E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
EUR9,99

Produkt

Klappentext«Una novela de misterio que funciona y que, al mismo tiempo, es literatura de verdad». ANDREA CAMILLERI TODOS HEMOS SON?ADO CON HACERLO.¿El atraco perfecto es una fantasía, un reto o un absoluto disparate? Aunque parezca mentira, también en el país de los lagos apacibles, el césped perfectamente cortado y el dinero a buen recaudo, suceden cosas extraordinarias de vez en cuando. ¿Cómo un detective privado y un atracador arrepentido pueden verse involucrados en el sofisticado atraco a un banco suizo? El investigador Elia Contini y Jean Salviati, ladrón jubilado obligado a retomar su oficio para poder ayudar a su hija, protagonizan esta novela plena de suspense e ironía en la que nada es lo que parece y la trama discurre con la inexorable precisión de un mecanismo de relojería. Pero, aun en tiempos de incertidumbre financiera, un banco suizo es siempre sinónimo de unas arcas bien custodiadas, y desvalijarlo exige del delincuente un plan de refinadísima arquitectura, la misma me­tódica diligencia que los concienzudos helvéticos aplican a la defensa de su seguridad...

Andrea Fazioli (Bellinzona, Suiza, 1978) trabaja como periodista para la radio y la televisión. Su serie de novelas protagonizadas por el detective Elia Contini ha sido traducida a varios idiomas y acogida con entusiasmo por la crítica y los lectores.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788418436222
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisDRM Adobe
FormatE101
Verlag
Erscheinungsjahr2020
Erscheinungsdatum07.10.2020
Auflage1. Auflage
Reihen-Nr.455
Seiten348 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse1698 Kbytes
Artikel-Nr.5382015
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe

1

Una suerte descarada
Para hacerse rico hace falta muy poco. Poquísimo. Una mota de polvo en el mecanismo, el titubeo de la bola antes de caer en el 35.

O, sencillamente, acertar en el momento exacto.

«Pero yo -se decía Lina Salviati, tirando de la palanca de la tragaperras-, yo nunca he acertado nada». A su alrededor flotaban los ruidos del casino: las palabras en voz baja, para no molestar a la suerte; las carcajadas, el alboroto de la carrera de caballos mecánicos.

No habría que jugar para ganar. Lina se daba cuenta de que tendría que estar en otro sitio, pero ya era tarde. Y, de todos modos, la técnica de la paciencia acabaría funcionando. Era el cálculo de probabilidades: tarde o temprano todo el mundo gana algo. Hace falta muy poco.

-Scheisse! -exclamó una mujer a su lado-. ¡Esta noche pasa algo raro!

Tenía un acentazo alemán de Suiza, el pelo recogido en un pañuelo decorado con motivos florales y flores por todas partes: rosas amarillas en la blusa y la falda, margaritas de cristal en las orejas, los ojos fríos como dos crisantemos.

Lina la miró. Por lo general, los jugadores de tragaperras no hablan entre ellos, pero quizá la buena educación se impusiera a la superstición en el casino de Lugano, así que Lina se atrevió a esbozar una leve sonrisa.

-Pues sí... ¡Está siendo una noche de pena!

-Was sagst du? ¡Tú no dejes de jugar! -le soltó la mujer con un acento duro como un pico-. Ya hay uno que trae mala suerte, oder?

Al seguir su mirada, Lina vio, dos o tres máquinas más allá, a un joven trajeado. De unos treinta años, con ojos penetrantes y pelo rubio corto. El joven no jugaba; se limitaba a mirar hacia ellas. Lina se estremeció: «¿Y si estuviera aquí por mí?».

-¡Al casino se viene a jugar! -soltó la mujer florida, mirando primero al joven y luego a Lina-. ¡No se viene a hacer el amor!

Y bajó la palanca de golpe. Los simbolitos corrieron ante sus ojos, como los colores en un caleidoscopio, y la mujer volvió a concentrarse en la máquina. Con cada tirada, un soplo de esperanza a buen precio. Un franco, bajas la palanca y todo es posible... Lina miró para otro lado. En los grandes casinos, como en los pequeños, jamás hay que mirar fijamente a otro jugador.

-¡Una nunca puede tener un ápice de suerte! -refunfuñó la mujer florida-. ¡Una nunca puede jugar tranquila!

Lina le dio la espalda a la zona de las tragaperras. La interrupción le había cortado el ritmo y los ojos de ese rubio la ponían de los nervios.

Llevaba mucho tiempo fuera de Suiza. En los últimos meses había jugado por todos los rincones del mundo: de las grandes metrópolis a los casinos de las localidades turísticas, pasando por las casas de juego semiclandestinas donde se apuesta fuerte y los profesionales van a la caza de presas. Al final había decidido volver a buscar la suerte en su país.

Sin embargo, basta con pensar en la suerte para que se esfume. Ahora Lina tenía un piso en Lugano, unos cientos de francos y una montaña de deudas tan grande que se retroalimentaban: las primeras deudas generaban otras, que a su vez se multiplicaban, y así de manera sucesiva. Hasta que la montaña se te derrumba encima y dejas de jugar.

Se sentó en el bar, al lado del ventanal que mira a la ciudad, y pidió un agua mineral. Lo más preocupante era que no se sentía infeliz: resultaba sorprendente su capacidad para no pensar ante el precipicio. Ahí estaba, con su elegante vestido rojo intenso, maquillada, bien peinada, joven y segura de sí misma. A un paso de la riqueza.

«Todo depende de cómo se miren las cosas», pensó.

-¿En qué piensa? -dijo una voz masculina.

Lina se sobresaltó; el joven rubio también había entrado al bar. En efecto, intuía: sus preocupaciones la habían seguido, trajeadas, dispuestas a borrar de un plumazo todo rastro de sueño que le quedase.

-¿Qué quiere?

-Me llamo Matteo. ¿Puedo sentarme?

Y, sin esperar a que respondiese, se sentó frente a ella. Llevaba una copa de líquido oscuro.

-No lo conozco -dijo Lina, procurando conservar la calma.

-¿Cómo que no? Acabo de presentarme, ya no hay secretos entre nosotros.

-Oiga...

-Yo sé que usted se llama Lina Salviati y que necesita ganar.

El joven hizo una pausa y bebió un sorbo de su bebida oscura. Lina imaginó que sería whisky.

-Mire -continuó Matteo-, estoy al tanto de sus apuros porque tengo muchos amigos, pero soy más amigo suyo que de los demás, así que no se preocupe.

Lina había contraído deudas con gente poco recomendable. Sabía que tarde o temprano tendría que rendir cuentas a alguien y ya había tenido más de un encuentro desagradable. Sin embargo, aquel joven rubio no se parecía en nada a los cobradores habituales, que casi siempre se limitaban a mirarle de reojo los pechos y a proferir oscuras amenazas.

-Yo conozco al señor Forster -dijo Matteo-. Sé que usted lo conoció en unas circunstancias singulares, gracias a la profesión de su padre.

-Pero ¿qué...?

-¡No diga nada! También sé que en los últimos años ha exprimido al bueno de Forster y le ha sacado un montón de dinero. Y a él le gustaría recuperarlo. ¿No nota su aliento en la nuca?

-Yo... Yo no...

Matteo se inclinó hacia ella y le rozó la rodilla.

La he seguido hasta el casino y la he visto perder quinientos francos en la ruleta y luego no sé cuántos en las tragaperras. ¿Qué diría Forster?

Matteo no esperó a que respondiese; se apoyó en el respaldo de su silla y concluyó:

-Forster también podría mandar que la vigilasen. No es tonto, ¿me explico? Él sabe que está usted en Lugano, tirando el poco dinero que le queda.

-Pero ¿cómo se atreve? -Lina optó por la línea dura-. ¿Quién le da el derecho de...?

Matteo la miró fijamente a los ojos.

-Tengo una idea en la cabeza; llevo meses dándole vueltas. Y en mi idea también hay sitio para usted.

Lina no sabía qué decir: el tipo tendría cuatro o cinco años menos que ella, pero le hablaba con tono paternal, sin alterarse lo más mínimo. Ella lo fulminó con la mirada y se puso de pie, lista para montar un número. Matteo se le adelantó:

-Tengo que irme ya. -Él también se levantó-. Pero volverá a saber de mí. Y, por favor, ¡deje de jugar!

Antes de que Lina pudiera responderle, se dirigió a toda prisa a la puerta.

En el bar todo seguía como antes. Los casinos son lugares eternamente idénticos a sí mismos: la mirada empañada de los camareros, las parejas que lanzan los dados cogidas de la mano, un grupo de chicos disfrazados de adultos y ese runrún de fondo, acompasado por las voces monótonas de los crupieres. A Lina le gustaban las cortinas rojo oscuro, la moqueta que amortiguaba los pasos y los cromados dorados de las mesas de juego.

«No tengo que ceder -pensó-. Esta es mi guerra, este es el único sitio en el que puedo solucionarlo todo». Todo lo que comenzó cuando... Ya ni se acordaba. Un día había empezado a jugar, en la Costa Azul, para matar el aburrimiento y para huir de su padre. Y ya no había parado: las noches y las tardes y las comidas y las vacaciones y la playa y el trabajo; todo engullido por ese instante de espera que precede al veredicto. Por ese momento de embriaguez en el que todas las posibilidades están abiertas.

Decidió volver a probar suerte con la ruleta. Tenía una relación especial con el 35. «Tarde o temprano saldrá -se dijo mientras iba a cambiar más fichas-. Quien se burla de estas cosas no sabe nada de la vida». Jugó sin descanso; ni siquiera paró un momento para ir al baño. En su cabeza todos los recuerdos se desvanecieron.

Aquella noche tampoco tuvo suerte. Puede que no consiguiera olvidarse de su necesidad de dinero; puede que el encuentro con el joven rubio la hubiese distraído. Al final, acabó dejándose en el casino otros doscientos francos y salió al paseo del lago.

La carretera que bordeaba el Ceresio estaba cerrada al tráfico. Lina paseaba con la mente en blanco, mientras a su alrededor bullía la muchedumbre de esa noche de verano: familias de paseo, chavales con ojos famélicos y muchachas que aparentaban ingenuidad.

En verano, los Prealpes juegan a ser el Mediterráneo. Lina pasó por delante del Tropical Lounge y vio un destello de camisas blancas y tatuajes. De fondo, la silueta oscura de las montañas, mientras el ritmo de la salsa y el merengue se perdía en el lago. Lina paró a beber un mojito en una silla de madera de la terraza. Al lado había un quiosco que vendía refrescos y helados; y, un poco más allá, una tarima de madera con bailes latinoamericanos.

Lina intentó volver a la normalidad. Esa noche se lo había jugado todo, ya solo le quedaban los gestos habituales: llegar a casa, ducharse, dormir luchando contra el bochorno y, al día siguiente, otra vez a buscar trabajo. Cerca de la tarima había una estatua: un hombre apuntando al cielo con el dedo. Lina se preguntó quién sería.

De repente, la gente y la música empezaron a molestarla. Y también las pantallas de los móviles, que brillaban en la oscuridad como luciérnagas en el campo. Notó que los hombres, desde la pista de baile, la miraban con curiosidad: en efecto, allí su elegante vestido estaba fuera de lugar.

Siguió por el paseo del lago hasta Piazza Della Riforma y se dirigió al edificio de aparcamientos del...

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Autor

Andrea Fazioli (Bellinzona, Suiza, 1978) trabaja como periodista para la radio y la televisión. Su serie de novelas protagonizadas por el detective Elia Contini ha sido traducida a varios idiomas y acogida con entusiasmo por la crítica y los lectores.