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A toda Máquina

E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
Spanisch
Capitán Swing Libroserschienen am10.06.20241. Auflage
'A toda máquina' es la inspiradora historia real del viaje de Dervla Murphy en 1963 de Irlanda a la India en una bicicleta Armstrong Cadet, y de las pruebas, paisajes y culturas que encontró por el camino. En 1963, Murphy emprendió su primer viaje de larga distancia en bicicleta, un periplo autónomo de Irlanda a la India. Llevando una pistola junto a su equipación y rodando a bordo de su bicicleta Armstrong Cadet (llamada Rozinante en alusión al corcel de Don Quijote, y siempre conocida como Roz), atravesó Europa durante uno de los peores inviernos de los últimos años. La ruta la lleva a través de los valles y puertos de montaña nevados de Europa y la India hasta los abrasadores desiertos de Afganistán y Pakistán, donde el metal de su bicicleta, Rozinante, se vuelve demasiado caliente para tocarlo. Viaja sola, sin lujos, durmiendo en el suelo de las casas de té o sobre mantas al aire libre, vulnerable a los animales salvajes, los insectos y los ladrones. Sin embargo, a menudo es recibida con generosidad y amabilidad, y comparte muchos encuentros significativos con los lugareños. Su retrato ofrece una visión fascinante de las singulares comunidades de Oriente Medio a principios de los años sesenta. Este cautivador relato, el primero de Murphy, es un hechizo que atrapa al lector hasta la última página.

Lismore (Irlanda), 1931-2022. Cicloturista irlandesa y autora de libros de viaje, su obra abarca más de cincuenta años de vivencias. Es conocida sobre todo por su libro A toda máquina. De Irlanda a la India en bicicleta (1965). Tras el nacimiento de su hija, escribió sobre sus viajes con ella a través de lugares como la India, Pakistán, Sudamérica, Madagascar y Camerún, y más tarde sobre sus viajes en solitario por Rumanía, África, Laos, los Estados de la antigua Yugoslavia y Siberia. Viajaba normalmente sola, sin lujos y dependiendo de la hospitalidad de la gente del lugar. En 1979 publicó su autobiografía Wheels Within Wheels, en la que describió su vida antes del viaje narrado en A toda máquina. En 1992 viajó en bicicleta de Kenia a Zimbabue, donde fue testigo del impacto del sida y criticó duramente el papel de las organizaciones no gubernamentales en el África subsahariana. Otros de sus escritos tratan sobre las secuelas del apartheid, el genocidio ruandés, el desplazamiento de pueblos tribales y la reconstrucción de posguerra en los Balcanes. Activista antiglobalización, crítica con la OTAN, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial del Comercio, Murphy se pronunció en numerosas ocasiones contra la energía nuclear y el cambio climático. En 2019 fue galardonada con el premio inaugural Inspiring Cyclist of the Year por el grupo I BIKE Dublin, y recibió el Premio Ness de la Royal Geographical Society.
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Verfügbare Formate
TaschenbuchKartoniert, Paperback
EUR34,50
E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
EUR10,99

Produkt

Klappentext'A toda máquina' es la inspiradora historia real del viaje de Dervla Murphy en 1963 de Irlanda a la India en una bicicleta Armstrong Cadet, y de las pruebas, paisajes y culturas que encontró por el camino. En 1963, Murphy emprendió su primer viaje de larga distancia en bicicleta, un periplo autónomo de Irlanda a la India. Llevando una pistola junto a su equipación y rodando a bordo de su bicicleta Armstrong Cadet (llamada Rozinante en alusión al corcel de Don Quijote, y siempre conocida como Roz), atravesó Europa durante uno de los peores inviernos de los últimos años. La ruta la lleva a través de los valles y puertos de montaña nevados de Europa y la India hasta los abrasadores desiertos de Afganistán y Pakistán, donde el metal de su bicicleta, Rozinante, se vuelve demasiado caliente para tocarlo. Viaja sola, sin lujos, durmiendo en el suelo de las casas de té o sobre mantas al aire libre, vulnerable a los animales salvajes, los insectos y los ladrones. Sin embargo, a menudo es recibida con generosidad y amabilidad, y comparte muchos encuentros significativos con los lugareños. Su retrato ofrece una visión fascinante de las singulares comunidades de Oriente Medio a principios de los años sesenta. Este cautivador relato, el primero de Murphy, es un hechizo que atrapa al lector hasta la última página.

Lismore (Irlanda), 1931-2022. Cicloturista irlandesa y autora de libros de viaje, su obra abarca más de cincuenta años de vivencias. Es conocida sobre todo por su libro A toda máquina. De Irlanda a la India en bicicleta (1965). Tras el nacimiento de su hija, escribió sobre sus viajes con ella a través de lugares como la India, Pakistán, Sudamérica, Madagascar y Camerún, y más tarde sobre sus viajes en solitario por Rumanía, África, Laos, los Estados de la antigua Yugoslavia y Siberia. Viajaba normalmente sola, sin lujos y dependiendo de la hospitalidad de la gente del lugar. En 1979 publicó su autobiografía Wheels Within Wheels, en la que describió su vida antes del viaje narrado en A toda máquina. En 1992 viajó en bicicleta de Kenia a Zimbabue, donde fue testigo del impacto del sida y criticó duramente el papel de las organizaciones no gubernamentales en el África subsahariana. Otros de sus escritos tratan sobre las secuelas del apartheid, el genocidio ruandés, el desplazamiento de pueblos tribales y la reconstrucción de posguerra en los Balcanes. Activista antiglobalización, crítica con la OTAN, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial del Comercio, Murphy se pronunció en numerosas ocasiones contra la energía nuclear y el cambio climático. En 2019 fue galardonada con el premio inaugural Inspiring Cyclist of the Year por el grupo I BIKE Dublin, y recibió el Premio Ness de la Royal Geographical Society.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788412838862
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisePub Wasserzeichen
FormatE101
Erscheinungsjahr2024
Erscheinungsdatum10.06.2024
Auflage1. Auflage
ReiheEnsayo
SpracheSpanisch
Dateigrösse2120 Kbytes
Artikel-Nr.15624360
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe



Introducción al viaje

De Dunkerque a Teherán

Había planificado mi ruta a la India a través de Francia, Italia, Yugoslavia, Bulgaria, Turquía, Persia, Afganistán y Pakistán. El Día de Partida debía haber sido el 7 de enero, pero para entonces el inusual clima de aquel año había alcanzado incluso Irlanda y pospuse una semana el «Día P», confiando, inocente de mí, en que esa situación «no podía continuar». Pero claro que lo hizo y, en mi impaciencia por marcharme, decidí que retrasar la partida de semana en semana no sería práctico (aunque, echando la vista atrás, habría sido mucho más viable que poner rumbo a Europa Central en mitad del invierno más frío en ochenta años).

Nunca olvidaré aquella oscura mañana helada cuando comencé a pedalear hacia el este desde Dunkerque; tener aparentemente al alcance de la mano la realización de una ambición de veintiún años puede resultar bastante desconcertante. Había pensado tantas veces en aquel momento que, cuando me encontré viviéndolo de verdad, sentí como si una escena favorita de alguna novela hubiera cobrado vida; no me lo podía creer. Sin embargo, al cabo de pocas semanas mi viaje había degenerado de una alegre travesía en bicicleta a una sombría lucha por avanzar como fuera a lo largo de carreteras que habían desaparecido hacía tiempo bajo la nieve y el hielo.

En un primer momento, mi decepción fue acuciante, pero me había propuesto disfrutar viendo mundo. No pretendía establecer ningún récord ni tampoco romper algún otro, así que no tardé en adaptarme a esas condiciones, lo que dio lugar a unas cuantas aventuras interesantes. Además, era consciente de que «veía mundo» en unas circunstancias únicas para mi generación. Si sobrevivía hasta finales de este siglo sería impresionante rememorar que había cruzado el ancho de Europa en el invierno de 1963, cuando las condiciones climáticas envolvieron de un tenso dramatismo hasta el último detalle tedioso de la vida cotidiana, e incluso ir a hacer la compra se convirtió en una expedición a la Antártida a pequeña escala. Fue un verdadero infierno a cada instante -llegué en bicicleta al albergue juvenil de Ruan con un carámbano de más de seis milímetros firmemente adherido a la nariz y más de una vez la agonía de tener los dedos congelados hizo que se me saltaran las lágrimas, algo muy poco característico en mí-, pero pese a todo ello parecía un canje razonablemente bueno por la satisfacción de pedalear hasta la India.

Concedo la máxima calificación a Italia por la magnífica eficiencia con la que sus principales carreteras septentrionales se mantuvieron despejadas durante aquel mes de enero. Después de haberme visto obligada a cruzar los Alpes tomando un tren de Grenoble a Turín, logré recorrer en bicicleta casi todo el trayecto hasta Nova Gorica a través de una Venecia desierta, de impecable belleza.

En la ciudad fronteriza cortada en dos de Nova Gorica, los trámites para ser admitida en Yugoslavia parecían estar dotados de una diabólica complejidad. Una y otra vez me marearon de un lado a otro sin que yo pudiera entender qué narices ocurría, de la Policía a la aduanas; luego, mientras completaban un sinfín de formularios por triplicado, me quedé tiritando fuera de aquellos cálidos despachos tratando de explicar la inverosimilitud de acceder a Yugoslavia en bicicleta un 28 de enero. Y, cada vez que me quitaba un guante para firmar el enésimo documento, un viento encarnizado me abrasaba la mano como si fuese sosa cáustica.

De pronto, un policía gritó a alguien que se encontraba en otra habitación y una mujer alta y robusta vestida con el uniforme de los funcionarios de aduanas apareció a mi lado. La miré horrorizada y solo entonces me acordé de que mi pistola automática descansaba en el bolsillo derecho de mis pantalones y que el más mínimo cacheo detectaría al instante un objeto duro y siniestro. En medio del estrés y de la tensión mientras buscaba el puesto fronterizo abierto en Gorizia (en total había cuatro, pero tres estaban cerrados para los turistas), me había olvidado por completo de mi ingenioso plan para ocultar el arma. Me imaginé siendo arrojada al calabozo más cercano, del cual terminaría emergiendo demacrada y quebrantada en espíritu, tras años de negociaciones entre dos gobiernos que, a efectos diplomáticos, no se dirigen la palabra. Pero me alarmé sin motivo. Aquella mujer formidable echó un vistazo rápido a la complicada carga de mi bicicleta, a mi mochila, de la que sobresalía una barra de pan, y a mi aspecto desaliñado. Entonces se echó de reír de buena gana -algo que no habría creído posible-, me dio una palmadita en la espalda y con un gesto señaló hacia la frontera. Eran las 18:15 cuando pasé por debajo el puente del ferrocarril con la palabra Jugoslavija pintada en enormes letras.

A escasos tres kilómetros de la frontera, después de haber pedaleado por una carretera sin iluminar que primero se aleja de Italia para luego dibujar una curva y volver a aproximarse, llegué a Nova Gorica, la mitad yugoslava de la ciudad. Aquí, bajo el débil resplandor de una farola, una figura solitaria caminaba varios pasos por delante de mí. Al adelantarla vi que se trataba de una chica guapa que, en respuesta a mis preguntas, dijo que «sí» hablaba alemán, pero que «no» había ninguna posada barata disponible, solo el Hotel Turístico, que era muy caro. Incluso en aquella tenue luz mi cara de consternación debió de ser palpable, porque inmediatamente me invitó a pasar la noche en su casa. Dado que había entrado en Eslovenia hacía tan solo una hora, me quedé muy sorprendida, pero pronto descubrí que esta amabilidad es habitual en la región.

Mientras caminábamos entre altos bloques de pisos obreros, Romana me explicó que compartía una habitación con otras dos mecanógrafas empleadas en una fábrica de la localidad por tres libras a la semana, pero que, como una de ellas estaba en el hospital, habría sitio de sobra para mí.

La pequeña habitación, en lo alto de tres tramos de escaleras, estaba limpia y bien amueblada, aunque el único medio para cocinar era un hornillo eléctrico, y compartían el baño y el lavabo con otras tres familias que vivían en la misma planta, en una habitación cada una. Arita, la compañera de habitación de Romana, me acogió con los brazos muy abiertos y nos dispusimos a cenar una sopa muy curiosa hecha a partir de un caldo de carne anémico en la que cocinaron unos huevos ligeramente batidos acompañados de mi pan y mi queso (importados de Italia) y de mi café (importado de Irlanda).

Fue encantador estar en compañía de aquellas jóvenes vivarachas, perfectamente educadas e inteligentes. Vestían con sencillez y era agradable contemplar sus rostros de piel clara, sin atisbo de maquillaje, y sus cabezas bien peinadas, sin permanente y con un buen corte. También advertí la impresionante hilera de libros en la pequeña estantería junto a la estufa (entre ellos, traducciones de Dublineses, El revés de la trama, Los monederos falsos, Rojo y negro y El gatopardo).

Anticipando un duro trayecto montañoso a la mañana siguiente, sentí alivio al descubrir que la hora de acostarse de aquellas chicas era las nueve y media de la noche, porque se levantaban a las cinco y media de la mañana para tomar el autobús que las llevaba la fábrica, donde entraban a trabajar a las siete.

Hacía una mañana estupenda cuando salí de Nova Gorica, pero no fue más que una ilusión. La carretera de segunda categoría pero bien cuidada que llevaba a Liubliana serpenteaba por una cordillera de montañas agrietadas cuyas laderas inferiores estaban salpicadas de pequeñas aldeas de tejados marrones y granjas destartaladas, y las superiores, de roca desnuda perpendicular, conferían al valle una apariencia extraña, como si lo hubieran amurallado artificialmente respecto del resto del mundo. Entonces, hacia el mediodía, mientras disfrutaba del aire tranquilo y fresco y del sol reluciente, se levantó un fuerte vendaval. Ya fuera por la peculiar configuración de las montañas de aquel lugar o simplemente por una nueva manifestación de su imprevisible clima, el caso es que este viento soplaba con una intensidad que nunca antes había conocido. Antes de lograr instalarme en el sillín para plantar cara a mi nuevo enemigo, de golpe salí despedida de Roz y fui a caer sobre un montón de gravilla a un lado del camino. Ni corta ni perezosa, volví a montarme, pero diez minutos después, a pesar de todos mis esfuerzos por mantener a Roz en la carretera y a mí encima de ella, el viento volvió a separarnos y esa vez caí rodando por una zanja inclinada de cuatro metros, sin posibilidad de agarrarme a algo en la margen helada para controlar mi caída. Terminé en un arroyo que, por suerte, estaba tan congelado que mi impacto no resquebrajó en absoluto el sólido hielo. Después de arrastrarme con cuidado por el arroyo durante unos veinte metros buscando la manera de volver a subir al camino con Roz, decidí que a partir de ese momento la única forma lógica de desplazamiento era a pie.

Al final del valle, el camino comenzó a escalar las montañas. Ascendía sin parar siguiendo una serie de...

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