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Muerte de una librera

E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
Spanisch
Siruelaerschienen am11.09.20241. Auflage
CUALQUIERA MATARÍA POR UNA BUENA HISTORIAUna novela sobre libros, libreros y librerías para todos los lectores. A Roach, librera solitaria y fanática de los crímenes reales, no le interesa en absoluto hacer amigos. Tiene toda la compañía que necesita en sus novelas sobre asesinos en serie, en sus truculentos podcasts y en su adorada mascota, el caracol Bleep. Hasta que Laura empieza a trabajar en la librería y, con su seductora sonrisa, se convierte de inmediato en la librera favorita de los clientes. Pero bajo esa brillante envoltura, Roach percibe enseguida algo inquietante y que conoce muy bien: la misma oscuridad que anida en su interior. Así, a medida que el magnetismo se va convirtiendo en obsesión, Roach decide que formará parte de la existencia de Laura, tanto si esta lo quiere como si no... Después de todo, ¿quién no mataría por vivir una buena historia? «El true crime y la venta de libros se entrelazan sin paños calientes en esta lectura tensa e inquietante».The Guardian «Lo realmente fantástico de la novela es la capacidad de su autora para evocar esa cualidad ligeramente misteriosa que siempre tienen las personas que trabajan en las librerías».The Daily Mail

Alice Slater trabajó seis años como librera en la cadena Waterstones. Empezó como empleada temporal de Navidad y fue ascendiendo hasta convertirse en gerente, colaborando, además, con otras veinte sucursales del Reino Unido. Vive en Londres, desde donde se dedica a la escritura, copresenta el podcast literario What Page Are You On? y publica relatos cortos en la revista cultural Mslexia.
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Produkt

KlappentextCUALQUIERA MATARÍA POR UNA BUENA HISTORIAUna novela sobre libros, libreros y librerías para todos los lectores. A Roach, librera solitaria y fanática de los crímenes reales, no le interesa en absoluto hacer amigos. Tiene toda la compañía que necesita en sus novelas sobre asesinos en serie, en sus truculentos podcasts y en su adorada mascota, el caracol Bleep. Hasta que Laura empieza a trabajar en la librería y, con su seductora sonrisa, se convierte de inmediato en la librera favorita de los clientes. Pero bajo esa brillante envoltura, Roach percibe enseguida algo inquietante y que conoce muy bien: la misma oscuridad que anida en su interior. Así, a medida que el magnetismo se va convirtiendo en obsesión, Roach decide que formará parte de la existencia de Laura, tanto si esta lo quiere como si no... Después de todo, ¿quién no mataría por vivir una buena historia? «El true crime y la venta de libros se entrelazan sin paños calientes en esta lectura tensa e inquietante».The Guardian «Lo realmente fantástico de la novela es la capacidad de su autora para evocar esa cualidad ligeramente misteriosa que siempre tienen las personas que trabajan en las librerías».The Daily Mail

Alice Slater trabajó seis años como librera en la cadena Waterstones. Empezó como empleada temporal de Navidad y fue ascendiendo hasta convertirse en gerente, colaborando, además, con otras veinte sucursales del Reino Unido. Vive en Londres, desde donde se dedica a la escritura, copresenta el podcast literario What Page Are You On? y publica relatos cortos en la revista cultural Mslexia.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788410183872
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisDRM Adobe
FormatE101
Verlag
Erscheinungsjahr2024
Erscheinungsdatum11.09.2024
Auflage1. Auflage
Reihen-Nr.548
SpracheSpanisch
Dateigrösse1767 Kbytes
Artikel-Nr.17468495
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe


Roach

Las luces que coronan la cúpula del Brixton Academy resplandecían como los proyectiles de vómito de El exorcista. Eran poco más de las seis y los normies ya hacían cola formando una gruesa vena que serpenteaba rodeando la esquina y perdiéndose en la oscuridad, junto a contenedores industriales rebosantes, pilas de cajas de cartón aplastadas y charcos de pis que se derramaban lentamente en las alcantarillas.

Había grupos de tías charlando mientras se comprobaban el pintalabios en espejitos de mano y se hacían selfis sonriendo con mirada inexpresiva. Eran la clase de chicas que se emocionaban cuando el verano empezaba a dar paso al otoño, cuando Starbucks lanzaba su carta de temporada y llegaba el momento de llevar bufanda, medias y botas de cuero. En esa época las Spice Girls amantes de las calabazas adoraban los pódcast sobre crímenes reales. El crimen real estaba de moda y las amantes de las calabazas y el Starbucks adoraban aplaudir cualquier cosa extravagante y popular, ya fueran drag queens, Halloween o la astrología. Esa clase de chorradas.

Las Chicas del Crimen generaban una energía distinta a la de los conciertos de las bandas de metal que yo solía ir a ver al Brixton Academy, donde la concurrencia era más dura y ruda. Yo me sentía más a gusto rodeada de cazadoras de cuero gastadas y botas militares que de los vestidos de Zara y las bolsas bandoleras con logos de editoriales.

Me puse al final de la cola detrás de dos tías con pinta de estudiantes, chicas corrientes de pelo lacio y peinado autoconscientemente retro. Una llevaba una enorme camisa de tartán y unas horribles gafas de estilo años ochenta que me recordaron a Jeffrey Dahmer, y la otra, una camiseta negra con una interminable frase serigrafiada en rosa con caligrafía de niñata de instituto que decía «Me pregunto si los asesinos en serie piensan en mí tanto como yo en ellos».

-Si el de hoy es sobre Ted Bundy -dijo la de las gafas a lo Jeffrey Dahmer-, me va a dar algo, joder.

-El de Ted Bundy ya lo hicieron -respondió su amiga-. Hará un par de años.

-Sí, pero desde entonces han pasado tantas cosas.

«¿Desde cuándo han pasado tantas cosas?», pensé cabreada. Ted Bundy estaba muerto. Había sido ejecutado en la silla eléctrica en el estado de Florida en 1989. Esas falsas fans no tenían ni idea de lo que hablaban. Resoplé desdeñosamente lo bastante alto para que me oyeran y, sorprendidas por la interrupción, las dos se volvieron hacia mí y miraron mi pelo morado, mi ropa y mi rollo oscuro en general con la misma expresión de disgusto.

-¿Qué? -soltó la de las gafas a lo Dahmer.

-Ted Bundy murió -le expliqué lentamente, como si fuera idiota profunda-, hace como treinta años.

Las dos se miraron incómodas y luego la de las gafas de Dahmer dijo:

-¿Y?

-Y, de verdad, ¿qué más cosas crees que pueden haberle pasado a un muerto? -Estaba siendo sarcástica, pero de repente se me ocurrió algo. ¿Y si había habido alguna novedad, un nuevo ángulo en la investigación o información inédita y yo me lo había perdido? En un arrebato de entusiasmo di un paso hacia ella-. Espera, ¿ha pasado algo? ¿Le han relacionado con algún caso abierto?

-Estaba hablando de la película -respondió, retrocediendo un paso.

A su amiga se le iluminó la cara y mi entusiasmo se esfumó de golpe.

-¡Ah, Zac Efron!

-¡Exactamente!

Aclarado el asunto, volvieron a darme la espalda y siguieron hablando sobre Extremadamente cruel, malvado y perverso en voz mucho más baja. Deseé estar con una amiga, una compañera de fechorías que hiciera el mundo más soportable. Le habría dicho algo en plan «¡Espero que arreglen lo de Zac Efron!» con voz de niña tonta y entonces habríamos contenido la risa burlonamente.

En vez de eso, me puse los auriculares para volver a escuchar el episodio del día anterior. Normalmente, escuchaba todos los episodios por duplicado porque siempre me perdía cosas la primera vez. Las Chicas del Crimen nunca hacían guiones para sus programas, por eso siempre eran tan espontáneos y cada espectáculo en directo era único. Solo emitían un episodio en directo en cada gira, de modo que si no ibas asistiendo a todos era imposible saber qué te habías perdido en los demás. La única manera de estar al tanto de todo, de cada chiste y cada anécdota, de cada historia y de todos los detalles de cada asesinato era ir a tantos bolos como fuera posible. Yo siempre había querido seguirlas durante la gira, poder pillarlas en Birmingham o en Mánchester además de en Londres, pero las entradas eran carísimas y yo nunca tenía pasta para reservar más de una actuación de cada vez.

La cola avanzaba lentamente mientras los fans empezaban a entrar en el recinto. Cuando llegué a las puertas le enseñé mi móvil al segurata, un tipo de casi un metro noventa de estatura con la cabeza afeitada que escaneó mi entrada electrónica. Luego una mujer enjuta de cara arrugada, con el pelo teñido de rojo recogido en una cola de caballo, me cacheó. Revisó mi bolso por si intentaba colar en el recinto una botella de prosecco o cualquier otra de esas mierdas que los normies suelen beber cuando intentan pasárselo bien.

Antes de que pudiera seguirlas, las fans de Bundy desaparecieron entre la multitud. Su cháchara vacía era suficiente para atrofiarme el cerebro, pero me gusta seguir a la gente. La fuerza me arrastraba, como decía el propio Bundy, y caminar tras la sombra de alguien me daba la sensación de tener un propósito. A veces seguía a los clientes por la librería solo para comprobar durante cuánto tiempo era capaz de hacerlo. A veces seguía a desconocidos por la calle, solo para ver qué hacían, adonde se dirigían. Dónde vivían.

Al atravesar el vestíbulo me sentí terriblemente sola. El aire olía a Lush, dulce y empalagoso, y a una mezcla de perfumes y lociones corporales, productos para el pelo y cremas. Por todas partes había grupos de mujeres eufóricas con botellines monodosis de vino rosado y vasos de plástico del bar, que hablaban a gritos y se abrazaban de forma exagerada. Mientras me abría paso sin prisa entre grupitos oía fragmentos de conversaciones. Mencionaban nombres de asesinos en serie como si fueran sus amigos, influencers conocidos o estrellas del pop.

-¿Nilsen? Estoy harta de él.

-Este año todo el mundo ha hecho algo con Manson.

-Si el de hoy va de Jack el Destripador juro por Dios que me suicido.

-Nos merecemos uno bueno sobre Gein.

En la tienda, el inmenso despliegue de camisetas había atraído a un enjambre de fans que zumbaban como moscardones sobre una tumba abierta. Me uní a la melé avanzando a codazos y pisotones hasta llegar a primera línea y me marché poco después con dos camisetas de las Chicas del Crimen, una chapa, un juego de postales y una boina. Un buen botín. El material promocional siempre se agotaba antes del comienzo del espectáculo. El total ascendía a más de setenta libras, pero lo consideré un autorregalo de Navidad anticipado y, además, por una vez tenía dinero en efectivo listo para gastar. Avancé entre la multitud en dirección al auditorio y le enseñé mi entrada electrónica a una mujer joven con el pelo rapado por los lados apostada en la puerta, que me indicó que debía dirigirme hacia la parte derecha del patio de butacas. Hice una parada en el bar para pillar un par de latas de Dark Fruits y después encontré mi asiento, encajado entre dos mujeres que me miraron y acto seguido se dieron la vuelta para seguir hablando con sus amigos. Que les den a esas zorras. Me instalé, abrí la primera lata y bebí un dulce sorbo de sidra de frutos rojos.

Las Chicas del Crimen salieron al escenario un poco antes de las siete y media acogidas por un fragoroso aplauso. Claudia estaba preciosa de terciopelo negro, con sus largos rizos resplandeciendo como el cobre bajo los focos. Agitó ambos brazos sobre la cabeza y las mangas abullonadas del vestido se inflaron sobre sus hombros como las de una viuda victoriana. Sarah iba de rebelde fardando de tatuajes con una camiseta blanca arremangada, pantalones de tartán y Doc Martens desatadas de color negro con las costuras en amarillo. Tomé nota mentalmente para buscar un par de botas iguales en eBay: negras con costuras amarillas, debidamente maltratadas y gastadas. La multitud aullaba y gritaba y el ruido resonaba en todo el viejo teatro mientras las protagonistas sonreían y saludaban, parpadeando bajo las brillantes luces del escenario.

-¡Rock ´n´ roll! -gritó Sarah con su profundo acento sureño, al tiempo que extendía los índices y los meñiques sacando irónicamente los cuernos-. ¡Qué pasa, Londres!

El público aplaudía, vitoreaba y gritaba. Las Chicas del Crimen se empaparon de su amor, atesorándolo durante unos instantes, y después se dispusieron a empezar el espectáculo apoyadas en taburetes altos, una a cada lado de una mesa sobre la que habían colocado sus notas, botellas de agua y cervezas.

Los programas en directo siempre empezaban de la misma manera: una charla desenfadada acerca de su viaje, anécdotas y algunos chistes privados que evidenciaban la naturaleza fraternal de su relación. Una mera nota de color para resumir lo que llevaban de gira, como si sus fans no estuvieran siguiendo ya en internet cada uno de sus pasos.

-Bien, escuchad -dijo Sarah, inclinándose hacia delante y hablando al micro en tono conspiratorio. Hizo una pausa para darle efecto y después continuó-: ¿Habéis oído hablar del...

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Alice Slater trabajó seis años como librera en la cadena Waterstones. Empezó como empleada temporal de Navidad y fue ascendiendo hasta convertirse en gerente, colaborando, además, con otras veinte sucursales del Reino Unido. Vive en Londres, desde donde se dedica a la escritura, copresenta el podcast literario What Page Are You On? y publica relatos cortos en la revista cultural Mslexia.