Hugendubel.info - Die B2B Online-Buchhandlung 

Merkliste
Die Merkliste ist leer.
Bitte warten - die Druckansicht der Seite wird vorbereitet.
Der Druckdialog öffnet sich, sobald die Seite vollständig geladen wurde.
Sollte die Druckvorschau unvollständig sein, bitte schliessen und "Erneut drucken" wählen.

Un manicomio en el fin del mundo

E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
400 Seiten
Spanisch
Capitán Swing Libroserschienen am27.11.20231. Auflage
En agosto de 1897, el joven comandante belga Adrien de Gerlache partió para una expedición de tres años a bordo del barco Bélgica con sueños de gloria. Su destino era el extremo inexplorado de la Tierra: el continente helado de la Antártida. Pero los planes de Gerlache de ser el primero en llegar al Polo Sur magnético se torcerían rápidamente. Tras una serie de costosos contratiempos, el comandante se enfrentó a dos malas opciones: dar marcha atrás derrotado y evitar a sus hombres el devastador invierno antártico, o perseguir temerariamente la fama adentrándose en las gélidas aguas. De Gerlache siguió navegando y pronto el Bélgica quedó atrapado en las heladas aguas del mar de Bellingshausen. Cuando el sol se puso por última vez sobre el magnífico paisaje polar, los ocupantes del barco fueron condenados a meses de noche interminable. En la oscuridad, acosados por una misteriosa enfermedad y asediados por la monotonía, descendieron a la locura. En 'Manicomio del fin del mundo', Julian Sancton despliega una historia épica de aventuras y horror para la posteridad. Mientras los hombres de la Belgica se tambaleaban al borde del abismo, de Gerlache se apoyó cada vez más en dos jóvenes oficiales cuya amistad había florecido en cautiverio: el único estadounidense de la expedición, el Dr. Frederick Cook -mitad genio, mitad estafador-, cuya infamia posterior eclipsaría su brillantez en la Belgica; y el primer oficial del barco, el que pronto sería legendario Roald Amundsen, incluso en su juventud la imagen de un marinero de libro de cuentos. Juntos planearían una huida del hielo a la desesperada, casi segura de fracasar, que grabaría sus nombres en la historia o los condenaría a un terrible destino en el fondo del océano. Basándose en los diarios y crónicas de la tripulación del Bélgica y con acceso exclusivo al diario de a bordo, Sancton aporta un toque novelesco a una historia de extremos humanos, tan extraordinaria que aún hoy la NASA la estudia para investigar el aislamiento en futuras misiones a Marte. A partes iguales thriller marítimo y horror gótico, 'Manicomio del fin del mundo' es un inolvidable viaje a las profundidades.

3 junio, 1981 Nueva York (Estados Unidos). Redactor en Vanity Fair, Esquire y The Holly-wood Reporter, Sancton ha escrito para publicaciones destacadas como The New Yorker, Wired y Playboy. Ha realizado reportajes en todos los continentes, incluida la Antártida, que visitó por primera vez mientras investigaba para este libro. Vive en Larchmont, Nueva York, con su pareja, Jessica, y sus dos hijas. Sancton se topó con la historia de Un manicomio en el fin del mundo, su primer libro, al leer un artículo del New Yorker publicado hace siete años. Se trataba de los planes de la NASA para una misión tripulada a Marte y de los estudios que habían realizado sobre el efecto que el confinamiento y el aislamiento prolongados en circunstancias extremas podían tener en los astronautas. Parte del trasfondo de la historia mencionaba esta expedición polar de 1897 en la que todo lo que podía salir mal salió mal. Sancton se puso manos a la obra. Resultó ser una de las expediciones mejor documentadas de la época heroica. De los diecinueve hombres que partieron de Sudamérica a bordo del Belgica, once escribieron algún tipo de relato cotidiano de primera mano. Era el sueño de cualquier historiador. Estuvo investigando varios años en los que viajó a Bélgica y la Antártida. Un manicomio en el fin del mundo explora los efectos mortíferos y desgarradores que pueden tener el confinamiento y el miedo.
mehr
Verfügbare Formate
TaschenbuchKartoniert, Paperback
EUR36,00
E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
EUR11,99

Produkt

KlappentextEn agosto de 1897, el joven comandante belga Adrien de Gerlache partió para una expedición de tres años a bordo del barco Bélgica con sueños de gloria. Su destino era el extremo inexplorado de la Tierra: el continente helado de la Antártida. Pero los planes de Gerlache de ser el primero en llegar al Polo Sur magnético se torcerían rápidamente. Tras una serie de costosos contratiempos, el comandante se enfrentó a dos malas opciones: dar marcha atrás derrotado y evitar a sus hombres el devastador invierno antártico, o perseguir temerariamente la fama adentrándose en las gélidas aguas. De Gerlache siguió navegando y pronto el Bélgica quedó atrapado en las heladas aguas del mar de Bellingshausen. Cuando el sol se puso por última vez sobre el magnífico paisaje polar, los ocupantes del barco fueron condenados a meses de noche interminable. En la oscuridad, acosados por una misteriosa enfermedad y asediados por la monotonía, descendieron a la locura. En 'Manicomio del fin del mundo', Julian Sancton despliega una historia épica de aventuras y horror para la posteridad. Mientras los hombres de la Belgica se tambaleaban al borde del abismo, de Gerlache se apoyó cada vez más en dos jóvenes oficiales cuya amistad había florecido en cautiverio: el único estadounidense de la expedición, el Dr. Frederick Cook -mitad genio, mitad estafador-, cuya infamia posterior eclipsaría su brillantez en la Belgica; y el primer oficial del barco, el que pronto sería legendario Roald Amundsen, incluso en su juventud la imagen de un marinero de libro de cuentos. Juntos planearían una huida del hielo a la desesperada, casi segura de fracasar, que grabaría sus nombres en la historia o los condenaría a un terrible destino en el fondo del océano. Basándose en los diarios y crónicas de la tripulación del Bélgica y con acceso exclusivo al diario de a bordo, Sancton aporta un toque novelesco a una historia de extremos humanos, tan extraordinaria que aún hoy la NASA la estudia para investigar el aislamiento en futuras misiones a Marte. A partes iguales thriller marítimo y horror gótico, 'Manicomio del fin del mundo' es un inolvidable viaje a las profundidades.

3 junio, 1981 Nueva York (Estados Unidos). Redactor en Vanity Fair, Esquire y The Holly-wood Reporter, Sancton ha escrito para publicaciones destacadas como The New Yorker, Wired y Playboy. Ha realizado reportajes en todos los continentes, incluida la Antártida, que visitó por primera vez mientras investigaba para este libro. Vive en Larchmont, Nueva York, con su pareja, Jessica, y sus dos hijas. Sancton se topó con la historia de Un manicomio en el fin del mundo, su primer libro, al leer un artículo del New Yorker publicado hace siete años. Se trataba de los planes de la NASA para una misión tripulada a Marte y de los estudios que habían realizado sobre el efecto que el confinamiento y el aislamiento prolongados en circunstancias extremas podían tener en los astronautas. Parte del trasfondo de la historia mencionaba esta expedición polar de 1897 en la que todo lo que podía salir mal salió mal. Sancton se puso manos a la obra. Resultó ser una de las expediciones mejor documentadas de la época heroica. De los diecinueve hombres que partieron de Sudamérica a bordo del Belgica, once escribieron algún tipo de relato cotidiano de primera mano. Era el sueño de cualquier historiador. Estuvo investigando varios años en los que viajó a Bélgica y la Antártida. Un manicomio en el fin del mundo explora los efectos mortíferos y desgarradores que pueden tener el confinamiento y el miedo.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788412756326
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisePub Wasserzeichen
FormatE101
Erscheinungsjahr2023
Erscheinungsdatum27.11.2023
Auflage1. Auflage
ReiheEnsayo
Seiten400 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse10202 Kbytes
Artikel-Nr.13446937
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe



02

«Oro y diamantes»

La tarde del 19 de agosto, un mensajero con uniforme de la Western Union recorría en bicicleta las húmedas calles de Brooklyn y sorteaba los tranvías eléctricos, que se llevaban por delante a los peatones con cierta frecuencia, lo que había inspirado el nuevo nombre del equipo de béisbol de la ciudad, los Brooklyn Trolley Dodgers [los sorteadores de tranvías de Brooklyn]. No se detuvo hasta llegar al 687 de la avenida Bushwick, el moderno edificio de apartamentos en el que había de entregar un telegrama.

En esa dirección, el doctor Frederick Albert Cook recibía a su último paciente del día con la mente puesta ya en la cena. Tras unos comienzos difíciles, el médico, de treinta y dos años, comenzaba a conocer el éxito profesional. Su costumbre de visitar a los pacientes en un moderno cabriolé tirado por un resplandeciente caballo blanco le había hecho conocido en el barrio, si bien su fama se debía a que había sido el cirujano de una famosa expedición al Ártico. Esa circunstancia le confería prestigio a su consulta y le daba un toque aventurero incluso a las más rutinarias revisiones.

Cook poseía una capacidad asombrosa para conectar con los pacientes. Sabía ganarse su confianza, cuando no su amor. Puede que fuera esa cualidad lo que le permitiera no estar muy presente esos días. Tenía la mente a miles de kilómetros, navegando entre los paisajes helados de la Antártida, un destino con el que jamás había dejado de fantasear. Tales sueños le inundaban hasta los cuadernos médicos, donde, entre páginas llenas de notas taquigráficas -sobre la tos persistente del señor Luran o la obesidad y frecuente flatulencia de la señora Greene-, había recortes de artículos que hablaban del inalcanzado Polo Sur, de la formación de los icebergs, del sol de medianoche en el verano polar. La atracción que Cook sentía hacia los polos parecía magnética. Su espíritu viajero, su sed insaciable de aventuras y gloria le impedían contentarse con una vida sedentaria de médico de familia.

Oyó que alguien llamaba a la puerta. Cuando Cook abrió, el chico de la Western Union le hizo entrega de un billete al mundo de sus fantasías secretas.

Frederick Cook había escapado a la pobreza paralizante de su infancia gracias a una inagotable energía. La suya fue una más de las historias que conformaron colectivamente la mitología del sueño americano. Nació en el Nueva York rural, solo separado de Pensilvania por el río Delaware, dos meses antes de que terminara la guerra de Secesión. Su padre, un inmigrante alemán llamado Theodor A. Koch, había servido como cirujano durante la guerra, y fue en esa época cuando la familia anglicanizó el apellido a Cook. En casa, Frederick hablaba alemán con sus padres. Cuando su padre falleció de neumonía, en 1870, su madre -Magdalena- se dedicó a acudir a los antiguos pacientes de Theodor para reclamar las deudas y mantener así a los cinco hermanos. Esos ingresos, sin embargo, no duraron mucho. Como él mismo recordaría, Cook creció «mal alimentado y con demasiada escuela». Con frecuencia, no tenían nada que llevarse a la boca. El ocasional guiso de marmota era una delicia.

Obligada a ganarse la vida, Magdalena se mudó con su familia río abajo, donde encontró empleo de costurera en un taller clandestino. Alquilaron una chabola en la calle Uno Sur, en Williamsburg, un húmedo barrio industrial que bordeaba el East River, donde se respiraba el hedor dulzón de una refinería de azúcar cercana. Al poco de llegar, el hermano pequeño de Cook, August, falleció de escarlatina.

Cook comenzó a trabajar a los doce años para ganarse el sustento. Era un chaval de complexión ancha y su nariz había adquirido ya un volumen considerable. Lo contrataron como farolero, se machacó en el fulgor magmático de los fuegos de una fábrica de cristales. Junto a su hermano William, más tarde, atendería un puesto de frutas y verduras en el mercado Fulton de Manhattan. Pese a que el horario era criminal -de dos de la mañana hasta el mediodía-, Cook nunca dejó de estudiar.

Siguiendo los pasos de un padre al que casi no recordaba, se matriculó en la escuela de medicina. No le arredró el hecho de no poder permitírselo. Una infancia recorriendo los bosques con los pies descalzos, en compañía de los niños casi asilvestrados del condado Sullivan, le había curtido y enseñado a vivir con poco; la adolescencia en Brooklyn le había hecho agudizar el ingenio. Ya de niño poseía unas capacidades de inventiva y resolución de problemas asombrosas, a las que recurriría toda la vida. Con sus escasos ahorros, compró una pequeña imprenta de segunda mano y comenzó a fabricar carteles, folletos, anuncios y tarjetas de felicitación para los comercios locales. En cuanto empezó a dar beneficios, vendió el negocio y montó uno nuevo. Adquirió una ruta de reparto de leche y la trabajó con sus hermanos mayores. La Cook Bros Milk & Cream Company creció rápidamente y llegó a extenderse hasta la playa de Rockaway. Cook no dejaba de inventar formas de superar a la competencia. Cuando la gran ventisca de 1888 cubrió la costa este de varios metros de nieve y paralizó el tráfico de Nueva York, Cook y sus hermanos montaron bajo una barca unos patines de trineo y la ataron a un caballo, lo que les permitió repartir carbón por toda la ciudad y conseguir, de paso, un buen beneficio.

Cook había ingresado en la Facultad de Medicina y Cirugía de la universidad de Columbia en 1887. Cuando Columbia se mudó a la parte alta de Manhattan, él trasladó su expediente a la escuela de medicina de la Universidad de Nueva York, que en aquella época estaba en la calle Veintiséis. Le quedaba más cerca de casa, lo que le permitió repartir leche en Brooklyn por la noche y estudiar por el día. Y dormir muy poco.

De algún modo, encontró tiempo también para salir con una joven taquígrafa llamada Libby Forbes, a la que conoció en una fiesta del movimiento por la templanza en una iglesia metodista de Williamsburg. Se casaron en la primavera de 1889 y Libby se quedó embarazada en otoño. El porvenir de Cook se presentaba tranquilo: nueve meses más tarde se graduaría en la escuela de medicina y se convertiría en padre. Vendería su negocio de reparto de leche y abriría una consulta. Sosegaría su frenético ritmo de vida y la familia Cook disfrutaría de las rutinas de lo que en aquella época todavía no se llamaba clase media alta. Eso era, al menos, lo que se decía a sí mismo. Nada hacía pensar que podía ser feliz sentando la cabeza. Tal vez no había tenido aún la oportunidad de averiguarlo.

Le arrebataron ese futuro antes de que pudiera disfrutarlo. Libby dio a luz a una niña en el verano de 1890, pero el bebé murió a las pocas horas debido a complicaciones en el parto. Libby la siguió una semana después, aquejada de peritonitis. Una de las últimas cosas que Cook pudo decirle fue que había aprobado su examen.

Destrozado, Cook se mudó al otro lado del río y abrió una consulta en Manhattan. A sus veinticinco años había conocido ya las penurias y el dolor de alguien mucho mayor, pero estos no habían dejado huella en su rostro juvenil. Llevaba barba, como hacen los hombres cuando atraviesan momentos difíciles y como hacían los médicos jóvenes cuando querían que se les tomara en serio. Aunque esperaba encontrar consuelo en el trabajo -y había logrado un bigote digno de tal nombre-, los pacientes no acudían.

Por primera vez en más de una década, Cook no tenía nada que hacer. Sentarse ociosamente en la consulta solo acrecentaba la soledad y la desolación de la vida en la ciudad. Él era un chico de campo, que no se había hecho a Nueva York -«Cuando nevaba, todo estaba sucio y cenagoso, y en verano era imposible dejar de sudar por culpa del calor», escribiría-, y la ciudad se le había vuelto aún más insoportable desde la muerte de su esposa. Pasaba las horas leyendo sobre los rincones más recónditos de la Tierra, lugares mucho más cálidos o mucho más fríos que Nueva York. En particular, le atraían los relatos de aventureros como Elisha Kent Kane, el temerario médico americano cuyo barco había quedado atrapado en el hielo ártico durante la década de 1850 y había sobrevivido a durísimos inviernos, o Henry Morton Stanley, el egocéntrico explorador galés-estadounidense que había cartografiado gran parte de África Central a instancias de Leopoldo II de Bélgica.

Las crónicas de los viajes de Stanley, igual que las de las más famosas expediciones polares, aparecieron en The New York Herald, que Cook leía asiduamente. En su interior comenzaba a crecer el deseo de irse muy lejos. «Con tanto tiempo para pensar y planificar, sentí el ansia de salir a recorrer el mundo, de abrir nuevas rutas y vivir una vida llena de aventuras», escribió.

Al comienzo de la primavera de 1891, leyó un pequeño anuncio en el periódico, firmado en Filadelfia, que cambiaría el rumbo de su vida para siempre, dirigiéndolo hacia los polos. El ingeniero naval Robert E. Peary buscaba voluntarios para una expedición más allá del círculo polar con el propósito de determinar los límites...

mehr

Autor

3 junio, 1981 Nueva York (Estados Unidos). Redactor en Vanity Fair, Esquire y The Holly-wood Reporter, Sancton ha escrito para publicaciones destacadas como The New Yorker, Wired y Playboy. Ha realizado reportajes en todos los continentes, incluida la Antártida, que visitó por primera vez mientras investigaba para este libro. Vive en Larchmont, Nueva York, con su pareja, Jessica, y sus dos hijas. Sancton se topó con la historia de Un manicomio en el fin del mundo, su primer libro, al leer un artículo del New Yorker publicado hace siete años. Se trataba de los planes de la NASA para una misión tripulada a Marte y de los estudios que habían realizado sobre el efecto que el confinamiento y el aislamiento prolongados en circunstancias extremas podían tener en los astronautas. Parte del trasfondo de la historia mencionaba esta expedición polar de 1897 en la que todo lo que podía salir mal salió mal. Sancton se puso manos a la obra. Resultó ser una de las expediciones mejor documentadas de la época heroica. De los diecinueve hombres que partieron de Sudamérica a bordo del Belgica, once escribieron algún tipo de relato cotidiano de primera mano. Era el sueño de cualquier historiador. Estuvo investigando varios años en los que viajó a Bélgica y la Antártida. Un manicomio en el fin del mundo explora los efectos mortíferos y desgarradores que pueden tener el confinamiento y el miedo.