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Las confesiones a medianoche de Constance Kopp

E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
338 Seiten
Spanisch
Siruelaerschienen am14.11.20181. Auflage
Tras Una chica con pistola y Mujer policía busca problemas, LA NUEVA AVENTURA DE LAS HERMANAS KOPP. «Amy Stewart da una patada a la novela policiaca clásica y acerca al lector la vida de la primera mujer ayudante del sheriff: una novela como excusa para subrayar el discurso reivindicativo femenino y un ejemplo encuadernado de lo que aún queda por hacer».EDURNE PUJOL, El Español Tras conseguir por fin la placa que la acredita como ayudante del sheriff, Constance Kopp está lista para enfrentarse a cualquier cosa. En la cárcel de Hackensack, le horroriza ver que muchas mujeres son acusadas de dudosos cargos de conducta incorregible o de moral depravada, como Edna Heustis, que se fue de casa de sus padres para trabajar en una fábrica de armamento, o Minnie Davis, la chica de dieciséis años a quien no corresponde enviar a un reformatorio estatal. Pero así eran la ley y la sociedad en 1916... Convencida de que esas desdichadas no deberían estar entre rejas, Constance recurrirá a la autoridad que le otorga su nuevo puesto para hacer lo que nadie más está dispuesto a hacer: investigar sus casos y ponerlas en libertad. Cueste lo que cueste. Narradas sobre el trasfondo de la Primera Guerra Mundial y basadas en la documentación sobre la historia verídica de las hermanas Kopp, estas Confesiones son un emocionante y valeroso relato de hermandad y justicia que hará por igual las delicias de quienes disfrutan con la narrativa histórica como de todos los amantes de la novela detectivesca.

Amy Stewart es conocida en Estados Unidos por sus libros sobre los peligros y placeres del mundo de la botánica, cuatro de los cuales han entrado en la lista de los más vendidos de The New York Times. Vive en California con su marido, con quien regenta la librería Eureka Books, situada en una casa victoriana del siglo XIX. Stewart ha escrito para The Washington Post y otros muchos periódicos y revistas. Además colabora con frecuencia en la National Public Radio y en el programa de la CBS Sunday Morning.
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Verfügbare Formate
TaschenbuchKartoniert, Paperback
EUR31,38
E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
EUR11,99

Produkt

KlappentextTras Una chica con pistola y Mujer policía busca problemas, LA NUEVA AVENTURA DE LAS HERMANAS KOPP. «Amy Stewart da una patada a la novela policiaca clásica y acerca al lector la vida de la primera mujer ayudante del sheriff: una novela como excusa para subrayar el discurso reivindicativo femenino y un ejemplo encuadernado de lo que aún queda por hacer».EDURNE PUJOL, El Español Tras conseguir por fin la placa que la acredita como ayudante del sheriff, Constance Kopp está lista para enfrentarse a cualquier cosa. En la cárcel de Hackensack, le horroriza ver que muchas mujeres son acusadas de dudosos cargos de conducta incorregible o de moral depravada, como Edna Heustis, que se fue de casa de sus padres para trabajar en una fábrica de armamento, o Minnie Davis, la chica de dieciséis años a quien no corresponde enviar a un reformatorio estatal. Pero así eran la ley y la sociedad en 1916... Convencida de que esas desdichadas no deberían estar entre rejas, Constance recurrirá a la autoridad que le otorga su nuevo puesto para hacer lo que nadie más está dispuesto a hacer: investigar sus casos y ponerlas en libertad. Cueste lo que cueste. Narradas sobre el trasfondo de la Primera Guerra Mundial y basadas en la documentación sobre la historia verídica de las hermanas Kopp, estas Confesiones son un emocionante y valeroso relato de hermandad y justicia que hará por igual las delicias de quienes disfrutan con la narrativa histórica como de todos los amantes de la novela detectivesca.

Amy Stewart es conocida en Estados Unidos por sus libros sobre los peligros y placeres del mundo de la botánica, cuatro de los cuales han entrado en la lista de los más vendidos de The New York Times. Vive en California con su marido, con quien regenta la librería Eureka Books, situada en una casa victoriana del siglo XIX. Stewart ha escrito para The Washington Post y otros muchos periódicos y revistas. Además colabora con frecuencia en la National Public Radio y en el programa de la CBS Sunday Morning.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788417454821
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisDRM Adobe
FormatE101
Verlag
Erscheinungsjahr2018
Erscheinungsdatum14.11.2018
Auflage1. Auflage
Reihen-Nr.410
Seiten338 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse1439 Kbytes
Artikel-Nr.4037527
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe

2

El contingente de reclusas en la cárcel de Hackensack en aquel momento estaba formado por una mujer que echaba las cartas, acusada de intrigas, y que insistía en hacerse llamar Madame Fitzgerald, uno de tantos coloridos alias que usaba; una enfermera que ejercía sin título, de nombre Lottie Wallau, hallada culpable de inyectarle una sobredosis a un paciente de avanzada edad; y Etta McLean, una taquígrafa que había vendido a la competencia los secretos de la empresa para la que trabajaba, y que llevaba tal tren de vida con las ganancias que no costó casar una cosa con otra. Ocupaban celdas contiguas a las de Josephine Knobloch, a la que arrestaron por participar en los disturbios de la fábrica de estambre Garfield (y que bien podría salir en libertad con que pagara la multa de seis dólares; pero las huelguistas se negaban a abonarla de común acuerdo). En un módulo aparte para ella sola, estaba la celda de una mujer mayor de origen italiano, Providencia Monafo, tan feliz con la condena por asesinato que le había caído. Apuntó al marido, pero el tiro le dio al inquilino, y se consideraba afortunada de vivir un tiempo entre rejas, al abrigo de aquellos muros de piedra que el señor Monafo no podía saltar para vengarse de ella.

Constance Kopp era la ayudante de sheriff a cargo de la sección femenina; y, por lo general, el número de reclusas bajo su tutela solía ir de ocho a diez. Pero en aquellos días fríos y oscuros después de Navidad, no se veía a muchas mujeres por la calle -ni siquiera a las que tenían tendencias delictivas-, y era por tanto más difícil sorprenderlas y arrestarlas. Eso también valía para la población reclusa masculina: siempre había menos delitos en enero y febrero, porque el tiempo se ponía imposible, y nadie quería molestarse en robar un caballo o rajar al que tenía acodado al lado en la barra en un tugurio.

O sea que era relativamente inusitado recibir a una nueva reclusa. El sheriff Heath se lo hizo saber a Constance nada más entrar en el pabellón de mujeres:

-Hay una chica abajo. La ha traído un agente desde Paterson que insistió en hablar conmigoâ¦

-Todos quieren hablar con usted -lo interrumpió Constance.

-Ya le dije que tenemos una mujer policía encargada de las damas, y que con quien tiene que hablar es con ella -añadió el sheriff.

-Espero que no sea muy mayor esa mujer -dijo en alto Etta, justo cuando Constance se disponía a salir-. Porque nos vendría bien que echara una mano en la lavandería.

Todas las reclusas hacían las tareas de mantenimiento y limpieza, pero Constance intentaba darles siempre el trabajo más liviano a las de mayor edad: es decir, a Madame Fitzgerald y a Providencia Monafo en este caso, y las más jóvenes tenían que emplearse a fondo con el escurridor y la plancha.

-A mí con que venga una más para ser cuatro y echar un bridge -dijo Lottie-. Porque Madame Fitzgerald hace trampas.

-Y no se traiga a más huelguistas -añadió Etta-, que solo van a lo suyo.

Si lo dijo para provocar a Josephine, esta no respondió. Constance, para sus adentros, estaba de acuerdo: las huelguistas tenían un único objetivo en mente, eran inflexibles, y no solían ser buenas compañeras de celda.

Cerró la puerta con llave al salir, y siguió al sheriff escaleras abajo. Cuando por fin se quedaron solos, él le dijo:

-Esa chica tiene de rebelde lo que yo de cura, pero la dejo a usted para que evalúe la situación.

-Si de verdad me lo dejaran a mí otro gallo nos cantaría. -A Constance le molestaba sobremanera meter en la cárcel a una chica cuando no había ningún motivo, aunque fuera solo unos días.

Pero como ya habían tenido muchas veces esta conversación, el sheriff Heath se limitó a dedicarle un gesto de la mano, haciéndole ver que se hacía cargo, y volvió a su despacho, y ella se quedó a solas con el agente y su captura.

A Constance la sacaba de muchos apuros el sistema de comunicación que ponía en práctica con el sheriff; y muchas veces, él ya sabía lo que estaba pensando, aun antes de que lo dijera. Ella no había tenido nunca lo que se dice un trabajo, y no sabía cómo sería eso de recibir órdenes, sobre todo cuando venían de un agente de la ley. Porque ¿qué pasaría si el sheriff se enfadaba, o la pagaba con los delincuentes que tenía en custodia, o si se acababa demostrando que le traía sin cuidado el bienestar de los reclusos; o el de sus ayudantes? A buen seguro, esos casos se daban en las cárceles a lo largo y ancho del país.

Pero el sheriff Heath era un hombre justo y de buen talante, y reunía todas las condiciones adecuadas para ejercer el cargo al que se había presentado. Hacía campaña para que a los reclusos les dieran un trato mejor, y creía que, si a la gente pobre se le administraba la dosis necesaria de caridad y estudios, el delito desaparecería de la faz de la Tierra. Y, aun así, conseguía salir airoso pese a que la presión que soportaba era mucha: había llegado al caso de morírsele en sus brazos algún recluso, más de un asesino se le había escapado, y era muchas veces el primero en dar la cara allí donde hiciera acto de aparición cualquier forma de sufrimiento humano que cupiera imaginar.

Además, y esto no tenía ningún reparo en reconocerlo Constance, admiraba que hubiera visto en ella ese algo de lo que nadie más se había percatado: que tenía mucha fuerza de voluntad, la adornaba un caro sentido de la justicia y una gran agudeza visual, y sabía sacar ventaja de lo alta que era. Porque una de las razones que se esgrimían para que no hubiera mujeres policía era que les faltaba fuerza física; algo que le sobraba a Constance, y que no dudaba en utilizar a la primera de cambio. El sheriff Heath había detectado en ella esas cualidades que ha de tener el buen policía, independientemente del sexo, y por eso le ofreció el trabajo. Y ella le estaría agradecida de por vida.

Constance pensaba que trabajar para el sheriff la llevaría a desempeñar las mismas tareas que hacían los hombres, solo que en versión femenina; y que se vería involucrada en casos de latrocinio, en la reducción de carteristas, borrachos, camorristas y algún que otro asesino o pirómano. Tampoco es que ella le hiciera ascos a la persecución de delincuentes masculinos, tal y como había demostrado cuando hubo ocasión. Pues era más alta que la mayor parte de los hombres que tenía que reducir, y pesaba más que algunos de ellos. Además, los rudos modales que la caracterizaban cuando había que llegar a las manos le venían muy bien: se había dado el caso de abalanzarse sobre un sospechoso que huía a la carrera en una calle abarrotada de gente, sin importarle el duro suelo que se presentaba para recoger en su seno a perseguidora y perseguido. De esta costumbre le habían quedado las secuelas de una costilla rota, y más de un moratón de mal aspecto, y esguinces en las articulaciones; pero también le había granjeado el respeto del sheriff Heath, y ella le concedía más importancia a eso que a un rasguño en la rodilla.

Aunque, últimamente, había habido menos forcejeos y más adoctrinamientos. Y esto la preocupaba, pues una cárcel no es el sitio más indicado para una chica que se ha desviado de su recto camino. El repunte en los casos que le asignaban y a los que tenía que aplicar un correctivo moral era uno de los aspectos más problemáticos de su puesto de ayudante de sheriff al frente de la sección femenina en la prisión. Llevaba meses asistiendo a un desfile de chicas arrestadas por rebeldía o conducta incorregible: Rosa Giorgio, a la que denunció su propio padre por frecuentar la compañía de hombres y llegar a casa a las tantas; Mabel Merritt, sorprendida cuando seguía a un hombre a la salida de una farmacia; y Daisy Sadler, arrestada en el municipio de Palisades Park por vestir de manera indecorosa.

Eran chicas que se veían obligadas a pasar varias semanas en la cárcel, a la espera de juicios para los que no estaban preparadas, pues no contaban con la defensa apropiada. A menudo, eran los mismos padres los que las acusaban: no era raro ver a madres que testificaban contra sus hijas; ni a padres que tomaban la palabra en los juicios para suplicar a los jueces que los libraran de unas hijas tan díscolas. Y se había vuelto casi una costumbre por parte de los padres recurrir a los tribunales cuando las hijas se volvían obstinadas y testarudas, y ellos ya no podían con ellas.

Había acusadas que acababan cumpliendo condena allí mismo, en la cárcel de Hackensack, y a otras las derivaban a la prisión federal; pero Constance tenía que hacer memoria para dar con una sola a la que hubieran declarado inocente y hubiesen puesto en libertad. Mujeres muy jóvenes permanecían meses entre rejas, años enteros, por faltas tan nimias como salir de la casa paterna sin permiso, o no cortar con un hombre que no era del agrado de sus padres.

Y chocaba que a esos hombres que no contaban con la aprobación paterna nunca los arrestaran por su participación en el delito.

Allí estaba ahora Edna Heustis, hecha un guiñapo en un rincón de la sala de interrogatorios, un espacio apenas sin muebles, sin ventanas, en la planta del edificio de la prisión que quedaba a ras de calle. Llevaba un abrigo acolchado que le caía sobre los hombros y no la protegía de las inclemencias del tiempo (y que le había echado encima alguna de las compañeras de pensión cuando el policía que fue a detenerla la sacó sin miramientos al porche de la señora Turnbull), y tenía la cabeza descubierta....

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Autor

Amy Stewart es conocida en Estados Unidos por sus libros sobre los peligros y placeres del mundo de la botánica, cuatro de los cuales han entrado en la lista de los más vendidos de The New York Times. Vive en California con su marido, con quien regenta la librería Eureka Books, situada en una casa victoriana del siglo XIX. Stewart ha escrito para The Washington Post y otros muchos periódicos y revistas. Además colabora con frecuencia en la National Public Radio y en el programa de la CBS Sunday Morning.