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El coloso de Marusi

E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
256 Seiten
Spanisch
EDHASAerschienen am09.01.2017
Escrito en 1941, Henry Miller nos describe en El coloso de Marusisu viaje a la isla de Corfú; para ver a su amigo Lawrence Durrell; a medio camino, como toda su literatura, entre la autobiografía y el surrealismo, las imágenes oníricas y el más crudo realismo, este libro narra su vivencia del año que pasará en Grecia y las islas del Egeo, de las amistades que hará y de la revelación de su propia vida. Bellísima y extraordinaria obra de viajes, es un descubrimiento interior y exterior, un reto para la civilización agónica de Occidente y un canto, al mejor estilo whitmaniano, a la dignidad de la tierra, a la ascensión espiritual y a la excepcional amistad de hombre como Durrell, Seferis o el incomparable Katsimbalis. Estamos, sin duda, ante un libro extraordinario, ante literatura con mayúsculas.

Henry Miller (1891-1980 ) Miller es uno de los autores que, quizá sin proponérselo, más hicieron por el triunfo de la libertad de expresión en la literatura y por la distinción entre los juicios morales y los juicios estéticos. Tras su paso por el City College de Nueva York y después de aceptar los empleos más diversos, en 1930 se estableció en París, donde se dedicó de lleno a la creación literaria y llevó una vida independiente y anticonvencional que lo convirtió en el ejemplo más conocido de bohemia moderna y en un modelo para la beat generation (Burroughs, Kerouac, Ginsberg...) y para autores como Bukowski o Norman Mailer. Entre su obra narrativa , donde confluuen los elementos autobiográficos, la especulación filosófica, la ternura y la obscenidad, destacan Trópico de Cáncer (1934), Trópico de Capricornio (1939), la trilogía formada por Sexus (1949), Plexus (1953) y Nexus (1960) y entre otras, Primavera negra, Big Sur y las naranjas de El Bosco, El coloso de Marusi, Días tranquilos en Clichy, Nueva York....
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Verfügbare Formate
BuchGebunden
EUR27,00
E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
EUR7,99

Produkt

KlappentextEscrito en 1941, Henry Miller nos describe en El coloso de Marusisu viaje a la isla de Corfú; para ver a su amigo Lawrence Durrell; a medio camino, como toda su literatura, entre la autobiografía y el surrealismo, las imágenes oníricas y el más crudo realismo, este libro narra su vivencia del año que pasará en Grecia y las islas del Egeo, de las amistades que hará y de la revelación de su propia vida. Bellísima y extraordinaria obra de viajes, es un descubrimiento interior y exterior, un reto para la civilización agónica de Occidente y un canto, al mejor estilo whitmaniano, a la dignidad de la tierra, a la ascensión espiritual y a la excepcional amistad de hombre como Durrell, Seferis o el incomparable Katsimbalis. Estamos, sin duda, ante un libro extraordinario, ante literatura con mayúsculas.

Henry Miller (1891-1980 ) Miller es uno de los autores que, quizá sin proponérselo, más hicieron por el triunfo de la libertad de expresión en la literatura y por la distinción entre los juicios morales y los juicios estéticos. Tras su paso por el City College de Nueva York y después de aceptar los empleos más diversos, en 1930 se estableció en París, donde se dedicó de lleno a la creación literaria y llevó una vida independiente y anticonvencional que lo convirtió en el ejemplo más conocido de bohemia moderna y en un modelo para la beat generation (Burroughs, Kerouac, Ginsberg...) y para autores como Bukowski o Norman Mailer. Entre su obra narrativa , donde confluuen los elementos autobiográficos, la especulación filosófica, la ternura y la obscenidad, destacan Trópico de Cáncer (1934), Trópico de Capricornio (1939), la trilogía formada por Sexus (1949), Plexus (1953) y Nexus (1960) y entre otras, Primavera negra, Big Sur y las naranjas de El Bosco, El coloso de Marusi, Días tranquilos en Clichy, Nueva York....
Details
Weitere ISBN/GTIN9788435046435
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisDRM Adobe
FormatE101
Verlag
Erscheinungsjahr2017
Erscheinungsdatum09.01.2017
Seiten256 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse742 Kbytes
Artikel-Nr.9873763
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe


SEGUNDA PARTE

 

Nuestra grand tour por el Peloponeso quedó interrumpida en Micenas. Katsimbalis había recibido una llamada urgente para que regresara a Atenas, porque habían descubierto un terreno inesperado que a sus abogados se les había pasado por alto. La noticia no pareció alegrarlo. Al contrario, se sintió deprimido: más propiedad inmobiliaria significaba más impuestos, más deudas... y más quebraderos de cabeza. Yo podría haber continuado mi exploración solo, pero prefería regresar a Atenas con él y digerir lo que había visto y sentido. Tomamos el tren eléctrico en Micenas, un recorrido directo de unas cinco o seis horas, si no recuerdo mal, por el absurdo precio de un par de cócteles en el Ritz.

Entre el momento de mi regreso y mi partida para Creta, ocurrieron tres o cuatro incidentes que me siento impelido a mencionar brevemente. El primero fue Juárez, la película americana que proyectaron durante varias semanas en una de las salas principales. Pese a que Grecia está sometida a una dictadura, esa película, modificada sólo ligeramente después de los primeros pases, se exhibió noche y día ante una sala cada vez más atestada. La atmósfera era tensa; los aplausos, claramente republicanos. Por muchas razones, la película tenía un significado muy marcado para el pueblo griego. Sentías que el espíritu de Venizelos seguía vivo. En el contundente y magnífico discurso que Juárez pronuncia ante los reunidos plenipotenciarios de las potencias extranjeras, sentías que la grave situación de México durante el gobierno de Maximiliano tenía analogías curiosas y palpitantes con la peligrosa situación actual de Grecia. El único amigo verdadero que Grecia tiene en este momento, el único relativamente desinteresado, son los Estados Unidos. A eso volveré a referirme cuando pase a hablar de Creta, lugar de nacimiento de Venizelos y de El Greco, pero presenciar la proyección de una película en la que se denuncian dramáticamente todas las formas de dictadura, presenciarla en medio de un auditorio cuyas manos están atadas, salvo para aplaudir, es un acontecimiento impresionante. Fue uno de esos raros momentos en los que tuve la sensación de que, en un mundo que está casi enteramente amordazado, encadenado y esposado, ser americano es casi un lujo.

El segundo acontecimiento fue una visita al observatorio astronómico de Atenas, que nos facilitó a Durrell y a mí Teodoro Stephanidis, quien, como astrónomo aficionado, ha hecho -hay que reconocerlo- importantes descubrimientos astronómicos. Los funcionarios nos recibieron muy cordialmente, gracias a la generosa ayuda que les habían prestado colegas americanos de su gremio. Yo nunca había mirado por un telescopio de un observatorio de verdad. Tampoco Durrell, supongo. La experiencia fue sensacional, aunque probablemente no del todo conforme a lo que esperaban nuestros anfitriones. Nuestras observaciones, que fueron pueriles y extáticas, parecieron dejarlos perplejos. Desde luego, no mostramos las reacciones ortodoxas ante las maravillas desplegadas. Nunca olvidaré su absoluta estupefacción cuando Durrell, que estaba contemplando las Pléyades, exclamó de repente: «¡Rosacrucianas!» ¿Qué quería decir con aquello?, preguntaron. Yo subí por la escalera y eché un vistazo, por mi parte. Dudo que pueda describir el efecto de aquella primera visión, que me dejó sin aliento, de un mundo escindido en estrellas. La imagen que siempre conservaré es la de Chartres, una ventana rosada y fulgurante destrozada por una granada de mano. Lo digo en un doble y triple sentido: de una belleza sobrecogedora e indestructible, de una violación cósmica, de un mundo en ruinas suspendido en el cielo como un presagio fatal, de la eternidad de la belleza, aun cuando esté destrozada y profanada. «Abajo es como arriba» es el famoso dicho de Hermes Trimegisto. Ver las Pléyades por un telescopio potente es sentir la sublime y sobrecogedora verdad de esas palabras. En sus vuelos más elevados, musicales y arquitectónicos sobre todo, pues son una y la misma cosa, el hombre ofrece la falsa ilusión de rivalizar con el orden, la majestad y el esplendor de los cielos; en sus arrebatos destructivos la maldad y la desolación que esparce parecen incomparables hasta que pensamos en la gran desorganización estelar provocada por las aberraciones mentales de un mago desconocido. Nuestros anfitriones parecieron insensibles a semejantes reflexiones; hablaron con conocimiento de pesos, distancias, substancias, etcétera. Estaban separados de las actividades normales de sus congéneres de forma muy diferente de la nuestra. Para ellos, la belleza era accidental; para nosotros lo era todo. Para ellos, el mundo fisicomatemático palpado, calibrado, pesado y transmitido por sus instrumentos era la realidad misma y las estrellas y los planetas meras pruebas de su excelente e infalible razonamiento. Para Durrell y para mí, la realidad radicaba totalmente allende el alcance de sus lamentables instrumentos, que en sí mismos no eran sino torpes reflejos de su circunscrita imaginación, encerrada por siempre jamás en la hipotética prisión de la lógica. Sus cifras y cálculos astronómicos, destinados a impresionarnos y sobrecogernos, sólo nos hicieron sonreír indulgentemente o reírnos pura y simplemente de ellos con la peor educación imaginable. A mí, personalmente, los datos y las cifras siempre me han dejado indiferente. Para mí, un año-luz no es más impresionante que un segundo o un segundo partido. Se trata de un juego para débiles mentales que puede seguir ad nauseam hacia delante y hacia atrás sin llevarnos a ninguna parte. De forma similar, no me convenzo más de la realidad de una estrella cuando la veo por un telescopio. Puede ser más brillante, más maravillosa, puede ser mil veces o un millón de veces mayor que cuando la vemos simplemente con los ojos, pero no es ni una pizquita más real. Decir que ésa es la apariencia real de una cosa, simplemente porque la veamos mayor y más grandiosa, me parece una necedad. Es tan real para mí, si no la veo, sino que simplemente la imagino situada ahí, y, por último, incluso cuando ante mis ojos y los del astrónomo presenta las mismas dimensiones, el mismo brillo, está claro que no presenta la misma apariencia para los dos: la propia exclamación de Durrell es suficiente para demostrarlo.

Pero pasemos adelante... a Saturno. Éste, como también nuestra Luna, cuando se los ve a través de una lente de aumento, son impresionantes para el lego de un modo que el científico ha de deplorar y censurar instintivamente. No hay datos ni cifras relativas a Saturno ni aumento que puedan explicar la sensación, irracionalmente inquietante, que la visión de ese planeta produce en la cabeza del espectador. Saturno es un símbolo vivo de la tristeza, la morbosidad, el desastre, la fatalidad. Su tonalidad blanca como la leche inspira inevitablemente asociaciones con los mondongos, la materia gris muerta, los órganos vulnerables ocultos a la vista, las enfermedades detestables, los tubos de ensayo, los especímenes de laboratorio, el catarro intestinal, el reúma, el ectoplasma, las sombras melancólicas, los fenómenos mórbidos, los íncubos y los súcubos, la guerra, la esterilidad, la anemia, la indecisión, el derrotismo, el extreñimiento, las antitoxinas, las novelas malas, la hernia, la meningitis, las leyes que son letra muerta, el papeleo burocrático, las condiciones de la clase obrera, los talleres de trabajo clandestino y explotado, la Asociación de Jóvenes Cristianos, las reuniones de la Sociedad del Empeño Cristiano, las sesiones de espiritismo, poetas como T. S. Eliot, fanáticos como Alexander Dowie, sanadores como Mary Baker Eddy, estadistas como Chamberlain, fatalidades triviales como la de resbalarse con una piel de plátano y romperse la crisma, soñar con mejores tiempos y quedar aplastado entre dos camiones, ahogarse en la bañera propia, matar accidentalmente al mejor amigo, morir de hipo y no en el campo de batalla y demás ad infinitum. Saturno es maléfico por la fuerza de la inercia. Su anillo, que sólo tiene la anchura del papel, según los sabios, es el anillo de boda que significa muerte o infortunio carente de significado. Sea lo que fuere para los astrónomos, Saturno es el signo de la fatalidad sin sentido para el hombre de la calle. La lleva en el corazón, porque toda su vida, carente como está de significado, está envuelta en ese símbolo último con el que, si todo lo demás no logra liquidarlo, puede contar para que acabe con él. Saturno es la vida en suspenso, no tanto muerta como carente de muerte, es decir, incapacitada para morir. Saturno es como un hueso muerto en el oído: un doble mastoides para el alma. Saturno es como un rollo de papel pintado, vuelto del revés interior y untado con esa pasta catarral que los empapeladores consideran tan indispensable para su oficio. Saturno es una vasta aglomeración de esas siniestras flemas que escupes por la mañana entre carraspeos después de haber fumado varias cajetillas de cigarrillos frescos, tostados, que no dan tos y estimulan la inspiración. Saturno es el aplazamiento que se manifiesta como realización en sí mismo. Saturno es la duda, la perplejidad, el escepticismo, los datos por los datos y sin humor, sin misticismo, ¿entendéis? Saturno es el diabólico sudor de la erudición por la erudición, la niebla congelada de la incesante búsqueda por parte del monomaníaco de lo que está allende sus narices. Saturno es deliciosamente melancólico, porque no conoce ni reconoce nada que supere la melancolía; nada en su propia grasa. Saturno es el símbolo de todos los presagios y...
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Autor

Henry Miller (1891-1980 )Miller es uno de los autores que, quizá sin proponérselo, más hicieron por el triunfo de la libertad de expresión en la literatura y por la distinción entre los juicios morales y los juicios estéticos.Tras su paso por el City College de Nueva York y después de aceptar los empleos más diversos, en 1930 se estableció en París, donde se dedicó de lleno a la creación literaria y llevó una vida independiente y anticonvencional que lo convirtió en el ejemplo más conocido de bohemia moderna y en un modelo para la beat generation (Burroughs, Kerouac, Ginsberg...) y para autores como Bukowski o Norman Mailer.Entre su obra narrativa , donde confluuen los elementos autobiográficos, la especulación filosófica, la ternura y la obscenidad, destacan Trópico de Cáncer (1934), Trópico de Capricornio (1939), la trilogía formada por Sexus (1949), Plexus (1953) y Nexus (1960) y entre otras, Primavera negra, Big Sur y las naranjas de El Bosco, El coloso de Marusi, Días tranquilos en Clichy, Nueva York....

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