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Jóvenes héroes de la Unión Soviética

E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
352 Seiten
Spanisch
Editorial Impedimenta SLerschienen am23.01.20231. Auflage
Uno de los libros del año para The New York Times. La historia de cómo décadas de totalitarismo soviético y persecuciones fracturaron a tres generaciones de una familia. Con nueve años, Halberstadt le dice a su mejor amigo que va a abandonar la Unión Soviética, a lo que este responde entristecido: «Ya no podrás morir por tu país». Años después, el autor indaga en el pasado para dar respuesta a sus miedos irracionales, bloqueos emocionales y pesadillas recurrentes. De Moscú a Ucrania, de Lituania a Nueva York, lo personal es indiscutiblemente político en una narración a la vez divertida y aterradora. Los recuerdos de su abuelo de la KGB, las migraciones de su familia judía, las peleas de sus padres en el Moscú de los 70 y, finalmente, su propia experiencia: la de un niño que crece a caballo entre el Tío Sam y la Madre Patria, que carga con el miedo de tres generaciones, y que encuentra la forma de vengarlos de la mejor manera posible: viviendo y recordando. CRÍTICA «Una mirada bellísima, incisiva y radiante a un largo legado de sufrimiento y de guerra.» -Olivia Laing «Una extraordinaria memoria familiar... Un elegante testimonio de la subordinación de la vida humana a la voluntad de un Estado excesivamente poderoso.» -Robert Leigh-Pemberton, The Telegraph «Un absorbente relato que nos habla de la dictadura, la guerra y el genocidio, y de cómo el legado tóxico que dejaron se ha grabado en las sucesivas generaciones de ciudadanos soviéticos.» -The Guardian «Una soberbia evocación de la Unión Soviética en los años 60 y 70.» -The Jewish Chronicle «Un libro profundamente personal, una pieza de no ficción atractiva y sutil que está llena de historia y del propio ingenio de Halberstadt.» -John Jeremiah Sullivan, The Paris Review «Un relato cariñoso y triste que también es escéptico, sorprendente y, a menudo, muy divertido.» -Jennifer Szalai, The New York Times «Escrita con el estilo convincente característico de Halberstadt, la obra es en parte memoria, en parte incursión periodística, en parte análisis sociopolítico.» -Meredith Maran, Los Angeles Review of Books

Alex Halberstadt estudió en el Oberlin College y en la Universidad de Columbia. Es el autor de las memorias familiares «Jóvenes héroes de la Unión Soviética», uno de los mejores libros del 2020 para The New York Times, y de «Lonely Avenue: The Unlikely Life and Times of Doc Pomus». Colabora habitualmente con The New York Times Magazine y también ha escrito para medios como The New Yorker o The New York Times Book Review. Ha sido nominado dos veces para el premio James Beard a la excelencia en periodismo y ha recibido becas de la MacDowell Colony y de Yaddo. Actualmente vive y trabaja en Nueva York.
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Verfügbare Formate
TaschenbuchKartoniert, Paperback
EUR28,50
E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
EUR14,99

Produkt

KlappentextUno de los libros del año para The New York Times. La historia de cómo décadas de totalitarismo soviético y persecuciones fracturaron a tres generaciones de una familia. Con nueve años, Halberstadt le dice a su mejor amigo que va a abandonar la Unión Soviética, a lo que este responde entristecido: «Ya no podrás morir por tu país». Años después, el autor indaga en el pasado para dar respuesta a sus miedos irracionales, bloqueos emocionales y pesadillas recurrentes. De Moscú a Ucrania, de Lituania a Nueva York, lo personal es indiscutiblemente político en una narración a la vez divertida y aterradora. Los recuerdos de su abuelo de la KGB, las migraciones de su familia judía, las peleas de sus padres en el Moscú de los 70 y, finalmente, su propia experiencia: la de un niño que crece a caballo entre el Tío Sam y la Madre Patria, que carga con el miedo de tres generaciones, y que encuentra la forma de vengarlos de la mejor manera posible: viviendo y recordando. CRÍTICA «Una mirada bellísima, incisiva y radiante a un largo legado de sufrimiento y de guerra.» -Olivia Laing «Una extraordinaria memoria familiar... Un elegante testimonio de la subordinación de la vida humana a la voluntad de un Estado excesivamente poderoso.» -Robert Leigh-Pemberton, The Telegraph «Un absorbente relato que nos habla de la dictadura, la guerra y el genocidio, y de cómo el legado tóxico que dejaron se ha grabado en las sucesivas generaciones de ciudadanos soviéticos.» -The Guardian «Una soberbia evocación de la Unión Soviética en los años 60 y 70.» -The Jewish Chronicle «Un libro profundamente personal, una pieza de no ficción atractiva y sutil que está llena de historia y del propio ingenio de Halberstadt.» -John Jeremiah Sullivan, The Paris Review «Un relato cariñoso y triste que también es escéptico, sorprendente y, a menudo, muy divertido.» -Jennifer Szalai, The New York Times «Escrita con el estilo convincente característico de Halberstadt, la obra es en parte memoria, en parte incursión periodística, en parte análisis sociopolítico.» -Meredith Maran, Los Angeles Review of Books

Alex Halberstadt estudió en el Oberlin College y en la Universidad de Columbia. Es el autor de las memorias familiares «Jóvenes héroes de la Unión Soviética», uno de los mejores libros del 2020 para The New York Times, y de «Lonely Avenue: The Unlikely Life and Times of Doc Pomus». Colabora habitualmente con The New York Times Magazine y también ha escrito para medios como The New Yorker o The New York Times Book Review. Ha sido nominado dos veces para el premio James Beard a la excelencia en periodismo y ha recibido becas de la MacDowell Colony y de Yaddo. Actualmente vive y trabaja en Nueva York.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788418668937
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisePub Wasserzeichen
FormatE101
Erscheinungsjahr2023
Erscheinungsdatum23.01.2023
Auflage1. Auflage
Seiten352 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse9549 Kbytes
Artikel-Nr.10893975
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe



PRÓLOGO

LOS OLVIDADOS

[Imagen 1]

Cuando nos sentimos confusos o perdidos, las historias pueden dar sentido a nuestro desorden. Hace no mucho, yo encontré una de esas historias en las páginas de una revista científica. O quizá fue ella la que me encontró a mí. Narraba cómo un equipo de investigadores de la Universidad de Emory, en Atlanta, había insuflado aire mezclado con un producto químico que olía a flor de cerezo en una jaula que contenía crías de ratón, para luego administrar descargas eléctricas a los animales en las patas. Al cabo de un tiempo, los ratones aprendieron a asociar el aroma a flor de cerezo con el dolor y temblaban de miedo cada vez que lo olían. Lo sorprendente, sin embargo, vino cuando tuvieron crías. Expuesta al olor, la segunda generación también se echaba a temblar, aunque nunca había recibido descargas eléctricas. Además, sus cuerpos habían cambiado. Nacieron con más receptores olfativos en la nariz, y las estructuras cerebrales conectadas con estos receptores habían crecido con respecto a la generación anterior.

Perplejos ante semejantes resultados, los investigadores se plantearon si se hallaban frente a una anomalía. Así que se aseguraron de que la siguiente generación de ratones -los nietos- no tuviera ningún contacto en absoluto con sus padres; de hecho, fueron concebidos mediante fertilización in vitro en un laboratorio en el otro extremo del campus. Pero estos ratones también temblaban de miedo ante el aroma a flor de cerezo y presentaban idénticos cambios cerebrales. El experimento parecía demostrar que el trauma sufrido por una generación se traspasaba fisiológicamente a los hijos y a los nietos, incluso en ausencia de contacto. Lo que los investigadores no sabían explicar era cómo o por qué sucedía esto.

Tras la publicación de dichos descubrimientos en 2013, estudios en sujetos humanos confirmaron que los investigadores de Emory habían dado con algo: los marcadores fijados a ciertos genes se ven influidos por el entorno del individuo. Un estudio realizado en el Hospital Monte Sinaí de Nueva York descubrió que hijos de supervivientes del Holocausto mostraban cambios en los genes determinantes de la respuesta al estrés, cambios idénticos a los hallados en sus padres. Otro estudio reveló que algunas madres embarazadas que se encontraban en las cercanías del World Trade Center durante los ataques del 11 de septiembre de 2001 dieron a luz niños con alteraciones genéticas similares. En estos estudios, los niños demostraron una propensión a padecer trastorno de estrés postraumático que no era proporcional a su realidad cotidiana, una afección que un investigador describió como la tendencia a «sentirse inseguro en un entorno seguro». La mayoría de las teorías que aspiran a explicar tales hallazgos se basan en el campo relativamente nuevo de la epigenética, que estudia los cambios no tanto en el mismo código genético como en la expresión genética, pero ciertos aspectos de las teorías apenas se comprenden y son motivo de controversia.

Yo leí por primera vez sobre esos estudios en un momento especialmente agitado de mi vida, mientras intentaba juntar las piezas de la historia de mi propia familia. Los estudios parecían apuntar hacia algo en lo que yo empezaba a creer, algo en lo que quería creer porque lo sentía intensamente: que el pasado vive no solo en nuestros recuerdos sino también en cada célula de nuestro cuerpo. Era una idea determinista, qué duda cabe, pero ayudaba a explicar ciertas experiencias recurrentes y desconcertantes compartidas por las tres últimas generaciones de mi familia: tendencia a la ruptura de relaciones, presentimientos desastrosos, depresión clínica y ansiedad, trastornos crónicos del sueño, proclividad a guardar secretos y una incesante sensación de peligro.

Por alguna razón, no dejaba de pensar en el estudio de los ratones de Emory. Al final, me di cuenta de que lo que tanto me atraía de ellos no eran solo sus impactantes resultados, sino la poderosa metáfora que representaban. ¿Podría ser que también nosotros tembláramos de miedo ante estímulos que no podíamos identificar ni recordar, estímulos cuyo origen se hallara décadas antes de nuestro nacimiento? Desconcertaba pensar que el pasado pudiera vivir a través de nosotros sin nuestro consentimiento, e incluso sin nuestro conocimiento. Pero, si fuera cierto, significaba asimismo que con tiempo y esfuerzo esos remotos estímulos podían ser identificados y, a la postre, comprendidos.

Mi madre decía que en mis sueños siempre aparecían perros ladrando. Al menos, en las pesadillas. Comenzaron cuando cumplí los nueve años, en plena ruta nómada de Moscú a Nueva York con mi madre y mis abuelos. Tuve esas pesadillas en habitaciones de hoteles baratos de Austria, Italia y Manhattan, y luego en una larga sucesión de apartamentos situados en la baldía periferia de Queens.

La mayoría de mis sueños no eran dignos de recordar, pero había uno recurrente que destacaba sobre los demás. Se desarrolla en Stepanovskoye, un pueblo próximo a Moscú donde, en verano, mi familia alquilaba la parte delantera de una casa azul de chilla con postigos verdes. En el sueño está anocheciendo, y yo me encuentro frente a la portilla de la valla de madera que hay ante la casa, ansioso por entrar. Mis padres están dentro, y yo huelo el humo de leña de la cocina de mi bisabuela. Pero el bulldog de la casera se ha soltado de su cadena y ladra al otro lado de la valla; el miedo me atenaza la garganta. No sé qué hacer, pero está anocheciendo y tengo que volver a casa, así que acabo abriendo la portilla de golpe y me lanzo a la puerta con el bulldog detrás, gruñéndome en el cogote. Cuando me despertaba tenía el pulso desbocado y la almohada empapada de sudor. De inmediato, todo lo sucedido en el sueño se desmoronaba, convirtiéndose en polvo al tratar de asirlo. A veces, si mi madre estaba dormida, yo iba a hurtadillas a la cocina, cogía un cuchillo del cajón de los cubiertos y, dejándolo bajo la almohada hasta que amanecía, me quedaba allí acostado, inquieto, mirando la luz fría a través de las cortinas. Es un sueño que se niega a desaparecer, pese a todos los años transcurridos desde entonces.

Unos meses después de que todo aquello empezara, aterricé con mi familia en el aeropuerto John F. Kennedy de Nueva York. De inmediato, y durante muchos años desde entonces, sentí que Nueva York era mi hogar más que ningún otro sitio en el que hubiera vivido. Para mí, el resto de Norteamérica no era más que un territorio hipotético. Desde el primer día, amé casi todo lo que nos ofrecía nuestra nueva ciudad. El curso de la historia apuntaba hacia el futuro en lugar del pasado. En Moscú, el metro discurría únicamente bajo las calles, y las estaciones desempeñaban una doble función, pues a veces servían de refugio antiaéreo; en ciertas partes de Nueva York, en cambio, el metro circulaba por vías muy por encima de las aceras, a la altura de las vallas publicitarias, los neones y los frontones posmodernistas. Me maravillaba cada milagroso regalo que me hacía la ciudad: el apartamento de dos habitaciones a pie de calle en las Ravenswood Houses, un grupo de viviendas protegidas en Long Island City donde vivíamos los cuatro; los librillos repletos de coloridos y crujientes cupones de alimentos que recibíamos por correo; las cenas congeladas de Swanson´s Hungry-Man que mi abuelo materno Semión y yo compartíamos casi cada noche, embelesados con el reluciente papel de aluminio que las envolvía y con sus perfectas formas euclidianas.

En aquellos años, yo no quería saber nada de nuestro pasado soviético... y eso incluía a mi padre. Durante nuestros primeros cinco años en Nueva York, hablé con él por teléfono como mucho una docena de veces, y solo porque mi madre me plantaba el auricular en las manos y fruncía elocuentemente el entrecejo. En el colegio, le dije a todo el mundo que mi padre había muerto, primero de cáncer y luego en la guerra afgano-soviética. ¿Qué tenía de malo? Antes de embarcar en Moscú en el Túpolev Tu-154 rumbo a Occidente, habíamos renunciado a la ciudadanía soviética y a nuestro pasaporte, y con ellos a la posibilidad de volver al país. Mi padre había elegido quedarse, así que yo sabía que no volvería a verlo. La Unión Soviética tenía casi setenta años de historia, y por lo que se podía intuir en 1985, todo indicaba que duraría como poco otros setenta más.

El nombre que me traje conmigo de la Unión Soviética, el nombre de mi padre -Aleksandr Viacheslavovich Chernopisky- era una catástrofe tanto en nuestra vieja lengua como en la nueva. En tiempos más elegantes, nuestro apellido se podría haber traducido como «el de las espaldas morenas». Mis compañeros del colegio, en cambio, lo truncaron a Pissky, a Pissed On o simplemente a Piss,[1] y a veces, en aquellos años finales de la Guerra Fría, me llamaban «el Gran Rojo», por la marca de chicle y por mi creciente ancho de cintura.

Así, a los quince años, acabé en una oficina gubernamental con una mesa metálica, varias sillas metálicas y una fotografía enmarcada de Ronald Reagan. Mi madre tomó asiento a mi lado. De la mujer que se encontraba al otro lado de la mesa solo recuerdo que era guapa y negra y que llevaba chaqueta y un tono de pintalabios conocido como «Wild Raspberry». Era supervisora del Servicio de Inmigración y Naturalización, y me informó, muy tiesa bajo la sonrisa deslumbrante del presidente, que si quería podía cambiarme el...

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Autor

Alex Halberstadt estudió en el Oberlin College y en la Universidad de Columbia. Es el autor de las memorias familiares «Jóvenes héroes de la Unión Soviética», uno de los mejores libros del 2020 para The New York Times, y de «Lonely Avenue: The Unlikely Life and Times of Doc Pomus». Colabora habitualmente con The New York Times Magazine y también ha escrito para medios como The New Yorker o The New York Times Book Review. Ha sido nominado dos veces para el premio James Beard a la excelencia en periodismo y ha recibido becas de la MacDowell Colony y de Yaddo. Actualmente vive y trabaja en Nueva York.