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La princesa y los trasgos / La princesa y Curdie

E-BookEPUBDRM AdobeE-Book
464 Seiten
Spanisch
Siruelaerschienen am21.06.20231. Auflage
«MacDonald consigue un diálogo eficacísimo, algunas opor­tunas gotas de humor y una evidente comprensión del alma infantil. Es muy probable que sus hijos, sin saberlo, le enseñaran tanto como él a ellos». Del prólogo de CARMEN MARTÍN GAITE La princesa huérfana Irene vive en un majestuoso castillo en lo alto de una montaña. Su padre el rey viaja continuamente a países lejanos, mientras bajo la montaña que corona el castillo, los mineros trabajan sin descanso para sacar a la luz las riquezas profundas de la tierra. Irene, inquieta, soñadora, independiente, es incapaz de esperar pacientemente el regreso de su padre, no solo porque el lugar adecuado para una niña no es el cuarto del bordado, sino porque, primero los trasgos, astutos y pérfidos, se han confabulado para raptarla y obligarla a casarse con su príncipe, y luego, porque el don de adivinar quién es humano y quién bestia con solo tocarlo que la gran-más-que-abuela ha concedido a su amigo Curdie, no han hecho otra cosa que complicarle la vida.

GEORGE MACDONALD (Huntley, 1824 - Ashtead, 1905) nació en Escocia y está considerado, junto con Lewis Carroll, el escritor para niños de la época victoriana más relevante. Su influencia se percibe en autores como Tolkien, Charles Williams o C. S. Lewis. Fue autor de gran éxito en Estados Unidos, y en 1877 emigró definitivamente a Italia. MacDonald escribió, además, un gran número de novelas y poesía para adultos.
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Produkt

Klappentext«MacDonald consigue un diálogo eficacísimo, algunas opor­tunas gotas de humor y una evidente comprensión del alma infantil. Es muy probable que sus hijos, sin saberlo, le enseñaran tanto como él a ellos». Del prólogo de CARMEN MARTÍN GAITE La princesa huérfana Irene vive en un majestuoso castillo en lo alto de una montaña. Su padre el rey viaja continuamente a países lejanos, mientras bajo la montaña que corona el castillo, los mineros trabajan sin descanso para sacar a la luz las riquezas profundas de la tierra. Irene, inquieta, soñadora, independiente, es incapaz de esperar pacientemente el regreso de su padre, no solo porque el lugar adecuado para una niña no es el cuarto del bordado, sino porque, primero los trasgos, astutos y pérfidos, se han confabulado para raptarla y obligarla a casarse con su príncipe, y luego, porque el don de adivinar quién es humano y quién bestia con solo tocarlo que la gran-más-que-abuela ha concedido a su amigo Curdie, no han hecho otra cosa que complicarle la vida.

GEORGE MACDONALD (Huntley, 1824 - Ashtead, 1905) nació en Escocia y está considerado, junto con Lewis Carroll, el escritor para niños de la época victoriana más relevante. Su influencia se percibe en autores como Tolkien, Charles Williams o C. S. Lewis. Fue autor de gran éxito en Estados Unidos, y en 1877 emigró definitivamente a Italia. MacDonald escribió, además, un gran número de novelas y poesía para adultos.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788419553553
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisDRM Adobe
FormatE101
Verlag
Erscheinungsjahr2023
Erscheinungsdatum21.06.2023
Auflage1. Auflage
Reihen-Nr.324
Seiten464 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse1769 Kbytes
Artikel-Nr.12052575
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe


3
La princesa y otras cosas
que se verán

Cuando llegó a lo alto se encontró en una plazoleta cuadrada con tres puertas, dos de ellas enfrentadas entre sí, y la otra enfrente de la escalera. Se quedó parada durante unos momentos, sin tener ni idea de lo que le convendría hacer. Pero mientras estaba allí quieta, de pie, empezó a percibir un curioso ronroneo. ¿Podría ser la lluvia? No. Era mucho más suave e incluso monótono el rumor de la lluvia, que ya casi no se oía. Aquel leve y dulce zumbido se interrumpía de vez en cuando y enseguida volvía a empezar. A lo que más se parecía era al zumbido de una abeja satisfecha que ha encontrado en alguna flor un rico arsenal para su miel. ¿De dónde podría venir? Aplicó su oído una por una a las puertas para ver lo que oía. Cuando llegó a la tercera, no tuvo duda alguna de que era de allí de donde procedía el ruido, de algo que había allí. ¿Qué podría ser? Seguía muy asustada, pero su curiosidad era más fuerte que su miedo, así que empujó la puerta suavemente y asomó la cabeza para mirar. ¿Y qué creéis que vio? Una señora muy vieja que estaba hilando.

Seguramente os preguntaréis cómo pudo creer la princesa que aquella señora era una señora muy vieja, cuando os diga no solo que era muy hermosa, sino que su piel era blanca y suave. Y más os diré. El cabello ondulado le enmarcaba la frente y las mejillas y le colgaba todo a lo largo de su espalda. No parece propio de una señora vieja, ¿verdad? Pero, ¡ay!, era blanco como la nieve. Y aunque la cara era tersa, de sus ojos se desprendía una mirada tan sabia que no había más remedio que interpretarla como la mirada de un viejo. La princesa, aunque no sabía bien por qué, pensó efectivamente que estaba ante una mujer muy mayor, por lo menos le echó cincuenta años. Pero tenía bastantes más, como enseguida veremos.

Mientras la princesa seguía mirando desconcertada aquella escena a través de la puerta entreabierta, la vieja señora se dirigió a ella y dijo con una voz dulce, aunque algo trémula, que vino a mezclarse con el rumor de la rueca:

-Pasa, querida, pasa. Me alegro mucho de que hayas venido.

Que Irene era una princesa como Dios manda quedó demostrado enseguida. Porque no se quedó agarrada al picaporte sin moverse de allí, como habría hecho cualquier otra niña que, aun soñando con ser princesa, se hubiera quedado en el camino. Hizo lo que le habían mandado, empujó la puerta y la cerró suavemente a sus espaldas.

-Acércate, guapa -dijo la vieja señora.

Y la princesa volvió a obedecer. Se fue aproximando a pasos cautelosos, eso hay que reconocerlo, pero no se paró hasta que llegó junto a la señora y la miró a la cara con aquellos ojos azules que tenían dos estrellitas en el fondo.

-Pero, niña, ¿por qué tienes los ojos así?, ¿qué te ha pasado? -preguntó la señora.

-He estado llorando -contestó la princesa.

-¿Y por qué, querida niña?

-Porque no podía encontrar el camino de vuelta para bajar.

-Pero lo has encontrado para subir.

-Bueno, tampoco enseguida, me ha costado mucho tiempo.

-Tienes la cara manchada como el lomo de una cebra. ¿Es que no tienes un pañuelo para limpiarte los ojos?

-No.

-¿Y por qué no viniste para que yo te los limpiara?

-Es que no sabía que estuviera usted aquí. Para otra vez lo haré.

-Buena chica -dijo la señora.

Dejó de hilar, se levantó y salió de la habitación. Cuando volvió traía una palangana de plata y una toallita muy suave. Se puso a lavar y limpiar la radiante carita de la princesa, extrañada del agradable y suave tacto de aquellas manos.

Cuando volvió a levantarse para retirar la toalla y la palangana, la pequeña se fijó con sorpresa en lo alta que era y en lo derecha que andaba, porque a pesar de ser tan vieja su espalda no se curvaba lo más mínimo. Iba vestida de terciopelo negro, con adornos de grueso encaje blanco, y su cabello, en contraste con el terciopelo, relucía como si fuera de plata. No había más muebles en la habitación que los que pudieran encontrarse en la de una pobre anciana que se ganara la vida hilando. El suelo no estaba cubierto por ninguna alfombra ni se veían mesas; solamente la rueca y la silla. Cuando volvió a entrar se sentó otra vez y reanudó su trabajo sin decir una palabra, mientras Irene, que jamás había visto una rueca, se mantenía en pie a su lado y la observaba atentamente. Con el hilo nuevamente entre los dedos, y mientras avanzaba en su labor con destreza, la vieja señora preguntó a la princesa sin mirarla:

-¿Sabes cómo me llamo, niña?

-No, no lo sé -contestó la princesa.

-Mi nombre es Irene.

-¡No, ese es el mío! -exclamó la princesa.

-Lo sé. Te presté mi nombre. No es que lleve tu nombre, ¿entiendes?, es que tú llevas el mío.

-¿Y eso cómo puede ser? -preguntó la princesa aturdida-. Yo siempre he llevado mi propio nombre.

-Tu padre, el rey, me preguntó si no tenía inconveniente en que te lo pusieran, y yo no lo tenía. Te lo presté con mucho gusto.

-Fue muy amable por su parte cederme su nombre, porque además es muy bonito -dijo la princesa.

-Bueno, tampoco tan amable -dijo la señora-. Un nombre es una de esas cosas que se pueden dar y guardar al mismo tiempo. Yo de esas cosas conozco muchas. ¿Te gustaría saber quién soy?

-Claro que me gustaría, muchísimo.

-Pues soy tu tatarabuela -dijo la señora.

-¿Y eso qué es? -preguntó la princesa.

-Soy la abuela paterna de tu abuela paterna.

-¡Huy, por favor, eso no se entiende nada! -exclamó la princesa.

-Natural. No esperaba que lo entendieras. Pero no me parece razón suficiente para no decírtelo.

-Por supuesto que no -dijo la princesa.

-Te lo explicaré algún día cuando seas mayor -prosiguió la señora-. Pero ahora te voy a decir una cosa más fácil de entender: vine aquí para encargarme de ti y cuidarte.

-¿Cuánto hace que viniste? ¿Ayer? O puede que hayas venido hoy al ver el mal tiempo que hacía y que yo no podía salir.

-Vine cuando tú, llevamos aquí el mismo tiempo las dos.

-Pues debe de hacer mucho tiempo -dijo la princesa-, porque yo no me acuerdo de cuándo vine.

-No, ya me lo figuro.

-Pero nunca te he visto antes.

-A partir de ahora me volverás a ver.

-¿Vives siempre en este cuarto?

-No duermo aquí, aunque me paso la mayor parte del día. El dormitorio lo tengo al otro lado de este rellano.

-Pues no me gusta mucho tu cuarto, el mío es mucho más bonito. Y tú si eres tan abuela mía, debes de ser una reina también, ¿verdad?

-Sí, soy una reina.

-¿Y dónde tienes la corona?

-En mi dormitorio.

-Me gustaría que me la enseñaras.

-Algún día te la enseñaré, pero hoy no.

-Lo que me extraña es que mi niñera nunca me haya contado nada de ti.

-Porque no lo sabe. Ella nunca me ha visto.

-Pero bueno, ¿sabe alguien que vives en esta casa?

-No, nadie.

-¿Y quién te hace la cena?

-Tengo algunas aves, un tanto especiales.

-Pero el caldo de ave, ¿quién te lo hace?

-Yo nunca mato a mis polluelos.

-¡Anda! Pues entonces no entiendo.

-Vamos a ver -dijo la señora-, tú esta mañana ¿qué has tomado para desayunar?

-¿Yo? Pues leche con migas y un huevo. ¡Ah, claro! Quieres decir que lo que comes son huevos de ave.

-Eso es. Me como sus huevos.

-¿Y por eso tienes el pelo tan blanco?

-No, mujer, eso es por la edad. Es que soy muy vieja.

-Ya me lo parecía. ¿Tienes cincuenta años?

-Sí. Y más también.

-¿Tienes cien años?

-Sí, y más también. Soy demasiado vieja para que te lo puedas imaginar. Anda, ven conmigo para que te enseñe a mis polluelos.

Interrumpió nuevamente su labor, se levantó y cogió a la princesa de la mano. Salieron de la habitación y la señora abrió otra de las puertas que daban al rellano. La niña esperaba encontrarse con un corral lleno de gallinas y pollitos, pero en lugar de eso, lo que vio antes de nada fue el cielo azul y los tejados del edificio. Una gran bandada de encantadores pichones se paseaba por allí a sus anchas. La mayoría eran blancos, pero los había de todos los colores. Se inclinaban unos ante otros, como si se saludaran y hablasen un lenguaje incomprensible. La niña aplaudió entusiasmada con todas sus fuerzas y aquello provocó un revoloteo de alas sobre su cabeza que le causó gran sobresalto.

-Has asustado a mis pichones -dijo la vieja señora con una sonrisa.

-También ellos me han asustado a mí -contestó la princesa, sonriendo a su vez-. Pero son monísimos. ¿Y los huevos?

-Pues pequeñitos también.

-Te los tendrás que comer con una cucharilla muy chica. ¿No te convendría más tener gallinas, y así te pondrían huevos más grandes?

-Sí. Pero a las gallinas ¿con qué las iba a alimentar?

-Ya comprendo -dijo la princesa-, quieres decir que los pichones se buscan la vida por sí mismos. Claro, como vuelan....

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Autor

GEORGE MACDONALD (Huntley, 1824 - Ashtead, 1905) nació en Escocia y está considerado, junto con Lewis Carroll, el escritor para niños de la época victoriana más relevante. Su influencia se percibe en autores como Tolkien, Charles Williams o C. S. Lewis. Fue autor de gran éxito en Estados Unidos, y en 1877 emigró definitivamente a Italia. MacDonald escribió, además, un gran número de novelas y poesía para adultos.