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Almas y cuerpos

E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
384 Seiten
Spanisch
Editorial Impedimenta SLerschienen am17.02.2020
Década de los sesenta: un grupo de jóvenes católicos ingleses educados en la fe, la castidad y la 'inocencia espiritual' ven flaquear sus creencias en plena revolución sexual: Michael, atormentado por la culpa; Polly, de gran apetito sexual; Dennis y Angela, la viva imagen de la rectitud cristiana; Adrian, intransigente y heroico; Violet, hundida en la depresión; Ruth, que nunca parece interesarles a los chicos, y Miles, que lleva años esperando a que le gusten las mujeres, son un ejemplo de los miles de estudiantes que sufrieron en sus carnes el dilema entre virtud y pecado. No es una época fácil para mantenerse fiel a las costumbres y la tradición. Por un lado, están el sexo y la píldora; por otro, la Iglesia tradicional. El deseo carnal y el mundo moderno entran en conflicto con la vergu?enza de decepcionar a Cristo y el miedo al infierno. Almas y cuerpos, ganadora del Premio Whitbread, retrata, con un ingenio afilado, la transformación social que se produjo tras el Concilio Vaticano II y la encíclica papal contra la anticoncepción. Una trama magistral que reflexiona sobre las contradicciones que asolan al ser humano en su búsqueda del sentido de la vida, y que expresa su eterna pregunta: ¿hasta dónde se puede llegar?

David Lodge nació en Londres en 1935, en el seno de una familia católica muy tradicional. La Segunda Guerra Mundial marcó profundamente su infancia, ya que durante el conflicto su madre y él fueron evacuados a Surrey y a Cornualles. Se licenció en Letras por el University College de Londres y se doctoró en la Universidad de Birmingham, donde enseñó en el Departamento de Inglés desde 1960 hasta 1987, fecha en la que se retiró para dedicarse exclusivamente a la literatura.
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Verfügbare Formate
TaschenbuchKartoniert, Paperback
EUR35,58
E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
EUR14,99

Produkt

KlappentextDécada de los sesenta: un grupo de jóvenes católicos ingleses educados en la fe, la castidad y la 'inocencia espiritual' ven flaquear sus creencias en plena revolución sexual: Michael, atormentado por la culpa; Polly, de gran apetito sexual; Dennis y Angela, la viva imagen de la rectitud cristiana; Adrian, intransigente y heroico; Violet, hundida en la depresión; Ruth, que nunca parece interesarles a los chicos, y Miles, que lleva años esperando a que le gusten las mujeres, son un ejemplo de los miles de estudiantes que sufrieron en sus carnes el dilema entre virtud y pecado. No es una época fácil para mantenerse fiel a las costumbres y la tradición. Por un lado, están el sexo y la píldora; por otro, la Iglesia tradicional. El deseo carnal y el mundo moderno entran en conflicto con la vergu?enza de decepcionar a Cristo y el miedo al infierno. Almas y cuerpos, ganadora del Premio Whitbread, retrata, con un ingenio afilado, la transformación social que se produjo tras el Concilio Vaticano II y la encíclica papal contra la anticoncepción. Una trama magistral que reflexiona sobre las contradicciones que asolan al ser humano en su búsqueda del sentido de la vida, y que expresa su eterna pregunta: ¿hasta dónde se puede llegar?

David Lodge nació en Londres en 1935, en el seno de una familia católica muy tradicional. La Segunda Guerra Mundial marcó profundamente su infancia, ya que durante el conflicto su madre y él fueron evacuados a Surrey y a Cornualles. Se licenció en Letras por el University College de Londres y se doctoró en la Universidad de Birmingham, donde enseñó en el Departamento de Inglés desde 1960 hasta 1987, fecha en la que se retiró para dedicarse exclusivamente a la literatura.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788417553647
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisePub Wasserzeichen
FormatE101
Erscheinungsjahr2020
Erscheinungsdatum17.02.2020
Reihen-Nr.209
Seiten384 Seiten
SpracheSpanisch
Dateigrösse1159 Kbytes
Artikel-Nr.14357665
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe


1

Cómo era

Son poco más de las ocho de la mañana en un oscuro día de febrero del año de gracia de 1952. La depresión atmosférica se ha aliado con el humo del carbón de un millón de chimeneas para cubrir Londres con una espesa cortina. Una fría llovizna cae sobre las calles estrechas y anodinas que se extienden al norte del Soho y al sur de Euston Road. Pero, a juzgar por el oscuro interior de la iglesia de Nuestra Señora y San Judas, un edificio neogótico de piedra gris que se apretuja entre un banco y un almacén de muebles, podría seguir siendo de noche. El amanecer invernal se revela demasiado débil como para penetrar los vitrales, revestidos por una segunda y una tercera capa de hollín y de guano respectivamente; representan escenas de la vida de Nuestra Señora con San Judas, patrón de las causas perdidas, que destaca en primer plano mientras ella asiste a su propia coronación en el cielo. En las hornacinas de las paredes laterales, las velas votivas iluminan de manera intermitente las figuras de yeso de diversos santos, paralizados en actitud de súplica o de exhortación. Lo cierto es que la iglesia cuenta con lámparas eléctricas, que penden del oscuro techo por medio de unos largos cables, como si hubieran hecho descender una serie de linternas hacia el fondo de un pozo; pero, para ahorrar, solo se han encendido unas pocas de ellas: las que se encuentran sobre el altar y sobre la parte central de las primeras filas de bancos, donde se reúne la magra congregación. Mientras murmuran sus respuestas (se trata de una misa dialogada, una innovación reciente destinada a aumentar la participación de los seglares en la liturgia), su aliento se condensa en el aire helado y húmedo, como si sus plegarias se hicieran visibles momentáneamente, antes de ser absorbidas por las inescrutables sombras de la cúpula, atravesada por numerosas vigas.

El sacerdote, de pie en el altar, se da la vuelta con un frufrú de sus rojas vestiduras (hoy se celebra la festividad de un mártir, San Valentín) y se dirige a la congregación.

-Dominus vobiscum.

Hay ocho jóvenes presentes, incluyendo al monaguillo que se encuentra en el altar.

-Et cum spiritu tuo -contestan.

El chirriar de los goznes y un estruendoso ruido sordo, procedentes de la parte trasera de la iglesia, anuncian la llegada de algún rezagado. Mientras el sacerdote se gira hacia el altar para leer el ofertorio y el resto hojea sus misales en busca de la traducción al inglés, todos oyen el apresurado repiqueteo de unos zapatos de tacón alto sobre los azulejos que recubren el pasillo central. Una chica rolliza y jovial, con una pañoleta húmeda anudada sobre su pelo rizado y oscuro, hace una veloz genuflexión y se instala con rapidez en un banco, junto a otra joven, que lleva sus rubios cabellos cubiertos por una mantilla negra de encaje, exhibiendo un aspecto de lo más recatado. La chica de la mantilla vuelve la cabeza para dedicarle una sonrisa de bienvenida a la recién llegada, y de paso le muestra su perfil al rechoncho joven de la trenca que se sienta justo detrás de ella; este parece admirarlo. La morena rezagada arruga la nariz y arquea las cejas en una cómica señal de remordimiento. Ahora son nueve, además del sacerdote y un par de ancianas inmóviles que no están ni sentadas ni de rodillas, sino posadas sobre el banco en una posición a medio camino entre esas dos posturas; se hallan envueltas, como un par de extraños paquetes, en varios abrigos y prendas de lana, y cualquiera diría que fueron abandonadas por sus familias tras la misa del domingo pasado y que llevan ahí desde entonces. Sin embargo, no nos interesan estas ancianas, cuyo tiempo en este mundo está a punto de agotarse, sino los jóvenes, cuyas vidas adultas acaban de empezar.

Resulta evidente, por sus largas bufandas a rayas y por sus bolsos y carteras llenas de libros, que son estudiantes de alguna facultad de la Universidad de Londres, que no queda muy lejos de allí. Todos los jueves del periodo lectivo, el padre Austin Brierley, el joven coadjutor de Nuestra Señora y San Judas, que es una especie de capellán extraoficial de la Sociedad Católica de la Facultad (pues el capellán y la capellanía oficiales, que se encargan de toda la universidad, disponen de una sede mucho más majestuosa, como les corresponde), dice misa a las ocho de la mañana para los miembros de su grupo de estudio del Nuevo Testamento y para los demás alumnos católicos que deseen asistir, aunque esto les supone un gran esfuerzo. Se ven obligados a levantarse una hora antes que de costumbre en sus fríos y lejanos estudios periféricos, y a viajar en ayunas en autobuses y trenes atestados de gente, con la boca seca, debilitados a causa del hambre y con náuseas debido al humo de los cigarrillos, para poder presenciar este ritual tan insulso que se celebra en una iglesia oscura y glacial, en el gris e indiferente centro de Londres.

¿Por qué lo hacen?

No se trata del sentido del deber, ya que los católicos solo están obligados a ir a misa los domingos y en las fiestas de guardar (y San Valentín no se cuenta entre ellas). Asistir a misa en un día laborable normal es supererogatorio (una palabra muy útil en el ámbito de la teología, relativa a aquello que excede lo estrictamente necesario para alcanzar la salvación). Entonces, ¿por qué lo hacen? ¿Acaso sienten una atracción inexorable hacia la virtud? ¿Veneran la Verdadera Presencia de Cristo en el Santísimo Sacramento? ¿Vienen por hábito, por superstición o porque desean rodearse de un ambiente de camaradería? ¿O tal vez se trata de todas esas cosas juntas o de ninguna de ellas? ¿Por qué se encuentran aquí, y qué beneficio pretenden obtener?

Empecemos con el caso más sencillo: Dennis, el corpulento joven de la trenca, que tiene la capucha echada hacia atrás, mostrando un cuello plagado de marcas de acné, está aquí porque Angela, la belleza rubia de la mantilla, también está aquí. Y Angela está aquí porque es una buena chica católica, el orgullo del convento de Merseyside donde era delegada estudiantil; de hecho, fue la primera alumna de dicho centro en recibir una beca estatal para asistir a la universidad. Asimismo, es la hija mayor de unos sorprendidos tenderos que mantienen su establecimiento abierto a todas horas y que apenas se hacen una ligera idea de para qué sirve la universidad. Naturalmente, Angela se inscribió en la Sociedad Católica la primera semana de su primer cuatrimestre en la facultad; naturalmente, también se inscribió en el grupo de estudio del Nuevo Testamento en cuanto la invitaron a hacerlo; y, naturalmente, siempre acude a las misas de los jueves por la mañana, porque ha sido educada para hacer lo correcto sin cuestionarse nada y sin que eso le suponga ningún esfuerzo. El caso de Dennis es harina de otro costal. Es católico, pero no particularmente devoto. Su madre, que más de una mañana de domingo se ha quedado afónica por gritarle desde el pie de la escalera de su casa de Hastings, intentando que se levante a tiempo para llegar a misa, se quedaría pasmada al verlo aquí, por voluntad propia, entre semana y a una hora tan temprana. Dennis también está bastante pasmado. No deja de bostezar y tiritar, a pesar de la trenca, y se muere de ganas de desayunar y fumarse el primer cigarrillo del día. Este plan no le parece especialmente divertido, pero no tiene elección: no soporta perder de vista a Angela ni un segundo más de lo necesario, y siempre la acompaña hasta la puerta del Departamento de Francés antes de marcharse a toda prisa a sus clases de Química. En cuanto la vio en el baile de Navidad, supo que tenía que hacerla suya. Con su jersey rosa de angora y su falda negra de tafetán, aquella joven parecía un sueño hecho realidad. Su catolicismo le proporcionó una ventaja instantánea, pues Angela confió en que él no sería como los otros chicos que había conocido en los bailes y que, como solía comentar lastimeramente, se te acercaban demasiado en la pista de baile y solo te acompañaban a casa para cometer alguna grosería. Pero la fe de Dennis es un arma de doble filo, ya que lo obliga a estar a la altura de su papel: no solo debe evitar dichas groserías, tanto en sus palabras como en sus actos, sino que también ha tenido que apuntarse a la Sociedad Católica y asistir a sus aburridos grupos de estudio, además de levantarse temprano entre semana para venir a misa cuando todavía está oscuro y hace un frío terrible, por miedo a que, si no lo hace, algún otro chico católico se lleve a Angela. Dennis sospecha (muy acertadamente) que Adrian -el joven de gafas que lleva una gabardina abrochada con un cinturón y manipula con destreza su grueso misal romano, decorado con cuatro marcadores de seda que muestran los colores litúrgicos, rojo, verde, morado y blanco- está interesado en Angela, y que muy probablemente también sea el caso de Michael -el chico moreno y de nariz chata que lleva su grasiento flequillo sobre la cara; está arrodillado en un banco unas filas más atrás y viste un abrigo de tweed de segunda mano extraordinariamente deformado, que le llega casi hasta los tobillos cuando se levanta para escuchar el evangelio-, pero en este punto Dennis se equivoca.

A Michael no le interesa ninguna chica en particular, sino todas las chicas en general. No quiere una relación, quiere sexo, aunque su lujuria es sumamente vaga e hipotética. Antes de entrar en la universidad, estudió en un colegio salesiano situado en los suburbios del norte de Londres; allí, los espíritus más audaces de los últimos cursos habían desarrollado una estrategia para animar la asignatura de Formación Religiosa: le tomaban el pelo al anciano...

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Autor

David Lodge nació en Londres en 1935, en el seno de una familia católica muy tradicional.La Segunda Guerra Mundial marcó profundamente su infancia, ya que durante el conflicto su madre y él fueron evacuados a Surrey y a Cornualles.Se licenció en Letras por el University College de Londres y se doctoró en la Universidad de Birmingham, donde enseñó en el Departamento de Inglés desde 1960 hasta 1987, fecha en la que se retiró para dedicarse exclusivamente a la literatura.