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El percherón mortal

E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
Spanisch
Editorial Impedimenta SLerschienen am17.06.20241. Auflage
Revelar la trama de esta novela es un verdadero crimen. (Guillermo Cabrera Infante). Una de las novelas más adictivas de la historia del noir americano.

«Doctor, creo que estoy volviéndome loco.» Cuando el joven millonario Jacob Blunt se presenta en la consulta del prestigioso doctor George Matthews, psiquiatra de existencia anodina y plácida, la vida de este cambiará de manera dramática. De repente, el respetado psiquiatra se ve arrastrado a un mundo extraño y surrealista donde nada es lo que parece: hibiscos rojos, duendecillos que portan trajes de colores y un percherón atado frente al apartamento de una actriz asesinada. Este rompecabezas convertirá al doctor Matthews en un detective que recorrerá la jungla urbana en busca de recuperar su propia cordura. El percherón mortal es un policiaco único, capaz de llevar al lector a los límites de la psique humana en una vieja Nueva York poblada de bocas de metro, cafeterías nocturnas, ferias de variedades y hospitales psiquiátricos.

Un misterio hipnótico. Una historia de terror psicológico. Una maravilla que desafía el género. Un noir seminal en el que perderse de la mano de uno de los grandes maestros del crimen.

CRÍTICA

«Considero que hay en la novela policial tres escritores originales: Edgar Allan Poe, Dashiell Hammett y John Franklin Bardin.» -Guillermo Cabrera Infante

«Un clásico noir de los años cuarenta que acaba en una pesadilla surrealista.» -Chris Petit, The Guardian

«El asesinato y el caos mantendrán tu atención hasta el final.» -Isaac Anderson, The New York Times Book Review

«Bardin se adelantó a su tiempo. No pertenecía al mundo de Agatha Christie y John Dickson Carr, sino al de Patricia Highsmith.» -Julian Symons

«Una lectura absorbente. como inevitablemente lo son este tipo de relatos, que baraja narrativas y expectativas constantemente. Son historias dentro de historias y, en cualquier momento del libro, es probable que leas algo muy distinto de lo que esperabas treinta páginas antes.» -The Green Capsule


John Franklin Bardin nació en 1916 en Cincinnati, Ohio. Sobrevivió a una infancia terrible en la que su familia cercana fue muriendo a causa de distintas enfermedades. Cuando cumplió treinta años firmó el ingreso en un centro psiquiátrico para su madre, que sufría graves brotes esquizofrénicos y se mudó a la ciudad de Nueva York. Fue absolutamente ignorado por sus contemporáneos hasta que se le empezó a reivindicar en los años 70 desde Reino Unido. Fue autor de la trilogía de novelas El percherón mortal (1946, Impedimenta, 2024), El final de Philip Banter (1947) y Al salir del infierno (1948). Fallecería en 1981 en Nueva York.
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Verfügbare Formate
TaschenbuchKartoniert, Paperback
EUR23,03
TaschenbuchKartoniert, Paperback
EUR25,00
E-BookEPUBePub WasserzeichenE-Book
EUR12,99

Produkt

KlappentextRevelar la trama de esta novela es un verdadero crimen. (Guillermo Cabrera Infante). Una de las novelas más adictivas de la historia del noir americano.

«Doctor, creo que estoy volviéndome loco.» Cuando el joven millonario Jacob Blunt se presenta en la consulta del prestigioso doctor George Matthews, psiquiatra de existencia anodina y plácida, la vida de este cambiará de manera dramática. De repente, el respetado psiquiatra se ve arrastrado a un mundo extraño y surrealista donde nada es lo que parece: hibiscos rojos, duendecillos que portan trajes de colores y un percherón atado frente al apartamento de una actriz asesinada. Este rompecabezas convertirá al doctor Matthews en un detective que recorrerá la jungla urbana en busca de recuperar su propia cordura. El percherón mortal es un policiaco único, capaz de llevar al lector a los límites de la psique humana en una vieja Nueva York poblada de bocas de metro, cafeterías nocturnas, ferias de variedades y hospitales psiquiátricos.

Un misterio hipnótico. Una historia de terror psicológico. Una maravilla que desafía el género. Un noir seminal en el que perderse de la mano de uno de los grandes maestros del crimen.

CRÍTICA

«Considero que hay en la novela policial tres escritores originales: Edgar Allan Poe, Dashiell Hammett y John Franklin Bardin.» -Guillermo Cabrera Infante

«Un clásico noir de los años cuarenta que acaba en una pesadilla surrealista.» -Chris Petit, The Guardian

«El asesinato y el caos mantendrán tu atención hasta el final.» -Isaac Anderson, The New York Times Book Review

«Bardin se adelantó a su tiempo. No pertenecía al mundo de Agatha Christie y John Dickson Carr, sino al de Patricia Highsmith.» -Julian Symons

«Una lectura absorbente. como inevitablemente lo son este tipo de relatos, que baraja narrativas y expectativas constantemente. Son historias dentro de historias y, en cualquier momento del libro, es probable que leas algo muy distinto de lo que esperabas treinta páginas antes.» -The Green Capsule


John Franklin Bardin nació en 1916 en Cincinnati, Ohio. Sobrevivió a una infancia terrible en la que su familia cercana fue muriendo a causa de distintas enfermedades. Cuando cumplió treinta años firmó el ingreso en un centro psiquiátrico para su madre, que sufría graves brotes esquizofrénicos y se mudó a la ciudad de Nueva York. Fue absolutamente ignorado por sus contemporáneos hasta que se le empezó a reivindicar en los años 70 desde Reino Unido. Fue autor de la trilogía de novelas El percherón mortal (1946, Impedimenta, 2024), El final de Philip Banter (1947) y Al salir del infierno (1948). Fallecería en 1981 en Nueva York.
Details
Weitere ISBN/GTIN9788419581686
ProduktartE-Book
EinbandartE-Book
FormatEPUB
Format HinweisePub Wasserzeichen
FormatE101
Erscheinungsjahr2024
Erscheinungsdatum17.06.2024
Auflage1. Auflage
SpracheSpanisch
Dateigrösse1497 Kbytes
Artikel-Nr.15548393
Rubriken
Genre9201

Inhalt/Kritik

Leseprobe



1. DINERO

Jacob Blunt era el último paciente del día. Entró en mi consultorio con un hibisco escarlata en su pelo rubio y ensortijado. Se sentó en la silla frente a mi escritorio y me dijo:

-Doctor, creo que estoy volviéndome loco.

Era un joven apuesto y aparentemente sano. Por cierto, no había manifestaciones visibles de neurosis. No parecía nervioso -ni parecía estar reprimiendo una tendencia al nerviosismo-, sus ojos azules miraban a los míos y llevaba el traje limpio. Los rasgos del rostro eran enérgicos, el tórax bien formado y, salvo una ligera cojera, no tenía defectos. Por mi parte, nunca habría pensado que tuviera que estar en mi consultorio, de no haber sido por aquella flor en el cabello.

-Casi todos tenemos ese miedo en algún momento de nuestra vida -le dije-. Durante una crisis emocional, o después de períodos de trabajo excesivo, yo mismo he tenido dudas sobre mi salud mental.

-Los locos imaginan ver cosas, ¿no? -me preguntó-. ¿Cosas que en realidad no existen para cualquier otra persona?

Se había inclinado hacia adelante, como si temiera perderse alguna palabra de mi respuesta.

-Las alucinaciones son un síntoma corriente del trastorno mental -asentí.

-Y cuando uno no solo ve cosas..., sino que además le pasan cosas..., cosas irracionales quiero decir..., eso es tener alucinaciones, ¿no?

-Sí -dije-, una persona mentalmente enferma suele vivir en un mundo imaginario, irreal. Se aparta completamente de la realidad.

Jacob se reclinó hacia atrás y suspiró con alivio:

-¡Ese soy yo! -dijo-. Estoy loco, gracias a Dios. No está pasando en realidad.

Parecía totalmente satisfecho. El rostro se le había relajado en una sonrisa torcida que resultaba simpática. Obviamente, mi información le había aliviado. Lo cual era raro, pues antes nunca me había enfrentado a un neurótico que admitiera su placer ante la pérdida de la razón. Ni había visto a ninguno que hablara sonriendo del tema.

-Una linda flor la que lleva en el pelo -le dije-. Es tropical, ¿no?

Por algún lugar tenía que empezar a averiguar dónde estaba su problema, y la flor era lo único no natural que encontraba en él.

La tocó con la punta de los dedos:

-Sí -dijo-. Es un hibisco. ¡Me dio mucho trabajo conseguirla! Tuve que recorrer media ciudad esta mañana hasta encontrar una floristería que las tuviera.

-¿Tanto le gustan? -le pregunté-. ¿Por qué no una rosa o una gardenia? Son más baratas y seguramente más fáciles de encontrar.

Negó con la cabeza:

-No. A veces las he usado, pero hoy tenía que ser un hibisco. Joe dijo que hoy tenía que ser justamente un hibisco.

Empezaba a dar la impresión de que podía estar loco. Su conversación sonaba a incoherente y se le veía demasiado satisfecho con todo el asunto. Empezó a interesarme.

-¿Quién es Joe? -le pregunté.

Blunt había sacado un cigarrillo de la caja que yo tenía en el escritorio y ahora jugueteaba con el encendedor. Levantó la vista con sorpresa.

-¿Joe? Es uno de mis hombrecitos. El del traje violeta. Me da diez dólares diarios por llevar una flor en el pelo. ¡Solo que se reserva el derecho de elegir la flor, y ahí es donde la cosa se pone difícil! ¡Suele elegir entre las peores!

Me dirigió otra vez su sonrisa torcida. Era casi como si me estuviera diciendo: «Sé que parece tonto, pero así es como me funciona la cabeza. No puedo evitarlo».

-De modo que Joe es el que le da flores, ¿no? -le pregunté-. ¿Hay otros?

-Oh, claro que hay otros. Hago cosas para varios de estos tipos pequeñajos, y eso es lo que me tenía preocupado. Pero creo que usted se ha confundido respecto a Joe. No me da las flores. Yo tengo que salir a comprarlas. Él solo me paga por llevarlas.

-Me ha dicho que hay otros tipos... «tipos pequeñitos». ¿Quiénes son y qué hacen?

-Bien, está Harry -dijo-. Es el que lleva trajes verdes y me paga por silbar en el Carnegie Hall. Y está Eustace..., que lleva impermeable y me paga por repartir monedas.

-¿De usted?

-No, de él. Me da veinte cuartos de dólar por día. Y me paga diez dólares por repartirlos.

-¿Por qué no se los guarda?

Frunció el entrecejo:

-¡Oh, no! ¡No podría hacer tal cosa! No me pagaría los diez dólares si me los guardara. Eustace solo me paga cuando logro repartirlos todos. -Se llevó la mano al bolsillo y sacó un puñado de monedas de veinticinco centavos, nuevas y brillantes-. Lo que me recuerda que tengo que encontrarme con Eustace a las seis y todavía me quedan todos estos para repartir. ¿Sería usted tan amable como para aceptar una de estas monedas?

Y arrojó un cuarto sobre el escritorio. Lo tomé y me lo metí en el bolsillo. No quería contradecirlo.

Me miró fijamente.

-Es real, ¿no? -me preguntó.

-Sí.

Era real.

-Hágame un favor. Muérdalo.

-No -le dije-, no tengo que morderlo. Puedo reconocer una moneda auténtica a simple vista.

-Vamos, muérdalo -insistió-. Así verá que no es falso.

Me saqué el cuarto del bolsillo, me lo llevé a los labios y lo mordí. Quería seguirle la corriente.

-Perfectamente real -dije.

Su sonrisa desapareció.

-Eso es lo que me preocupa -afirmó.

-¿Qué?

-Si estoy loco, doctor, usted podrá curarme. Pero, si no estoy loco y estos hombrecitos son reales, bueno..., en ese caso existen cosas como los duendes irlandeses, los leprechauns, y están repartiendo un inmenso tesoro... y todos tendremos que empezar a creer en las hadas, ¡y quién sabe adónde nos llevará eso!

En ese punto pensé que estaba a un paso de revelar la peculiaridad de su neurosis. Estaba muy excitado, casi frenético, y súbitamente me había dado una buena cantidad de nueva información. Decidí ignorar su referencia a los leprechauns y hadas por el momento, para seguir interrogándole sobre la única prueba tangible: el cuarto de dólar.

-¿Qué tiene que ver eso con Eustace y los cuartos de dólar? -le pregunté.

-¿No se da cuenta, doctor? Si estoy loco..., si me limito a imaginarme a Eustace..., ¿qué pasa con estas monedas? Son reales, ¿no?

-Quizá son suyas -le sugerí-. ¿No podría haber ido al banco y haberlas retirado, y después olvidarlo?

Negó con la cabeza.

-No. No es tan fácil. Hace meses que no piso mi banco.

-¿Por qué no?

-No tengo necesidad. ¿Para qué ir al banco y retirar dinero si uno gana treinta o cuarenta dólares por día? No he gastado un centavo de mi dinero desde Navidad.

-¿Desde Navidad?

-Sí. Conocí a Joe el día de Navidad. En un bar automático. No sabía cómo hacer funcionar la máquina de café y le enseñé. Empezamos a conversar y entonces me preguntó si quería ganar algo de dinero fácil. Le dije: «Claro, ¿por qué no?». Ni me imaginaba yo con qué tontería iba a salirme, pero estaba harto del empleo que tenía (era empleado en una camisería) y deseaba hacer algo más interesante. En realidad, no necesito trabajar, ¿sabe? Tengo un ingreso permanente de un legado. Pero el abogado es un viejo que siempre está dándome sermones sobre las virtudes del trabajo. Dice que «trabajar construye el carácter». De modo que empecé a trabajar para Joe aquel mismo día, y un par de semanas después conocí a Eustace y después a Harry; me los presentó Joe. Joe estaba satisfecho con mi trabajo. Dijo que yo era de fiar. Dijo que los hombrecitos siempre tienen dificultades para encontrar gente de fiar.

Yo estaba fascinado. Este prometía ser uno de los casos más curiosos de mi carrera. La mayoría de las anormalidades se circunscriben fielmente a unos pocos moldes bien conocidos y es muy raro encontrar a un hombre tan imaginativamente demente como parecía estarlo Jacob Blunt.

-Dígame, señor Blunt -le pregunté-, ¿cuál es exactamente su problema? Me da la impresión de que lleva una vida excelente, desde luego, no le falta dinero. ¿Qué es lo que pasa?

Una vez más le vi preocupado. Apartó los ojos, y su sonrisa apareció y desapareció antes de que me respondiera:

-No hay ningún problema, supongo. Es decir, si está seguro de que Joe, Harry y Eustace son alucinaciones.

-Yo diría que hay grandes probabilidades de que lo sean. Volvió a sonreír.

-Pues bien, si está en lo cierto, lo único que pasa es que estoy loco, y todo está en orden. ¡Pero lo que me preocupa es el dinero! Si esas monedas son reales, ¿cómo puede ser imaginario Eustace?

-Quizá, como le sugerí antes, usted las saca de su banco y después se olvida de haberlas retirado.

Su sonrisa se hizo más amplia. Buscó en su bolsillo, sacó una libreta y me lo tendió por encima del escritorio.

-¿Qué me dice de esto, doctor?

Examiné las cifras. Aparecían depósitos trimestrales de mil dólares cada uno durante los últimos dos años, pero no había habido ningún reintegro desde el 20 de diciembre de 1942. Le devolví la libreta.

-Le digo que no he pisado el banco desde Navidad -repitió.

-¿Y los depósitos?

-Los hace mi abogado -dijo-. De la herencia de mi padre. Recibiré una asignación hasta que cumpla veinticinco años.

Reflexioné un momento. Si pudiera lograr que me hiciera un relato coherente de...

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Autor

John Franklin Bardin nació en 1916 en Cincinnati, Ohio. Sobrevivió a una infancia terrible marcada por la muerte de muchos de sus familiares más cercanos a causa de distintas enfermedades, y con treinta años se vio en la obligación de firmar el ingreso de su madre en un centro psiquiátrico después de que ella tuviera graves brotes esquizofrénicos. Posteriormente se mudó a Nueva York, donde trabajó como ejecutivo en una agencia de publicidad, dio clases de Escritura Creativa y Publicidad y escribió numerosas novelas policiacas. En 1946, John Franklin Bardin entró en un fecundo período de creatividad durante el cual culminaría la trilogía de novelas que le harían pasar a la historia: El percherón mortal (1946), El final de Philip Banter (1947) y Al salir del infierno (1948). Más tarde escribió otras novelas policiacas bajo los pseudónimos de Gregory Tree y Douglas Ashe al tiempo que trabajaba como editor en varias revistas. Completamente ignorado por sus contemporáneos, no se le empezaría a reivindicar hasta la década de los setenta, cuando sus obras comenzaron a gozar de una enorme popularidad en el Reino Unido. Bardin pasó sus últimos años de vida en el famoso East Village de Nueva